lunes, 15 de marzo de 2010

DOGMAS ACERCA DE LA SANTISIMA VIRGEN MARIA

1. ¿CUÁLES SON LOS DOGMAS QUE LA IGLESIA ENSEÑA ACERCA DE LA VIRGEN?

2. ¿DEBEMOS CREER ESTOS DOGMAS DE FE?

3. ¿EN QUÉ CONSISTE EL DOGMA DE LA MATERNIDAD DIVINA?

4. ¿EN QUÉ CONSISTE EL DOGMA DE LA INMACULADA CONCEPCION?

5. ¿EN QUÉ CONSISTE EL DOGMA DE LA PERPETUA VIRGINIDAD?

6. ¿EN QUÉ CONSISTE EL DOGMA DE LA ASUNCIÓN A LOS CIELOS?

7. ¿ADEMÁS DE ESTOS PRIVILEGIOS, QUE TÍTULOS TIENE NUESTRA SEÑORA?

8. ¿CUÁLES SON LAS RELACIONES QUE EXISTEN ENTRE LA VIRGEN Y LA SANTÍSIMA TRINIDAD?



CULTO A LA VIRGEN



1. ¿DEBEMOS DAR CULTO A LA VIRGEN?

2. ¿RENDIMOS EL MISMO CULTO A DIOS QUE A LA VIRGEN?

3. ¿POR QUÉ LLAMAMOS MEDIANERA A LA VIRGEN?

4. ¿ES NECESARIA LA DEVOCIÓN A LA VIRGEN?

5. ¿QUÉ CARACTERÍSTICAS HA DE TENER NUESTRA DEVOCIÓN A LA VIRGEN?

6. ¿CÓMO PODEMOS IMITARLA?

7. ¿DE QUÉ MANERA PODEMOS DIRIGIRNOS A LA SANTISIMA VIRGEN?

8. ¿QUÉ ES EL SANTO ROSARIO?

9. ¿POR QUÉ SE LLAMA ROSARIO A ESTAS ORACIONES?

10. ¿CUÁL ES EL MES DEDICADO A LA VIRGEN DE UN MODO ESPECIAL?

11. ¿CUÁL ES EL DÍA DE LA SEMANA TRADICIONALMENTE DEDICADO A LA VIRGEN?

12. ¿HEMOS DE PROPAGAR LA DEVOCIÓN A LA VIRGEN?

13. ¿QUÉ DICE EL CONCILIO VATICANO II ACERCA DE LA DEVOCIÓN A LA VIRGEN?





1. ¿CUÁLES SON LOS DOGMAS QUE LA IGLESIA ENSEÑA ACERCA DE LA VIRGEN?



La Iglesia enseña los siguientes dogmas acerca de la Virgen:



LA MATERNIDAD DIVINA

LA INMACULADA CONCEPCION

LA PERPETUA VIRGINIDAD

LA ASUNCION A LOS CIELOS



2. ¿DEBEMOS CREER ESTOS DOGMAS DE FE?



Si, debemos creerlos plenamente. Si alguno se atreviera a negarlos o dudar de ellos conscientemente, cometería un pecado mortal.



3. ¿EN QUÉ CONSISTE EL DOGMA DE LA MATERNIDAD DIVINA?



El dogma de la MATERNIDAD DIVINA consiste en que la Virgen María es verdadera Madre de Dios, por haber engendrado por obra del Espíritu Santo y dado a la luz a Jesucristo, no en cuanto a su Naturaleza Divina, sino en cuanto a la Naturaleza humana que había asumido. La Iglesia afirma este Dogma desde siempre, y lo definió solemnemente en el Concilio de Efeso (siglo V). El Concilio Vaticano II menciona esta verdad con las siguientes palabras:



"Desde los tiempos más antiguos, la Bienaventurada Virgen es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles acuden con sus súplicas en todos sus peligros y necesidades" (Const. Dogmática Lumen Gentium, Num 66).



4. ¿EN QUÉ CONSISTE EL DOGMA DE LA INMACULADA CONCEPCION?



El Dogma de la INMACULADA CONCEPCION consiste en que la Virgen fue preservada inmune de la mancha del pecado original desde el primer instante de su Concepción, por singular gracia y privilegio de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del genero humano. Esta verdad fue proclamada como Dogma de Fe por el Papa Pío IX, el 8 de diciembre de 1854, en la Bula Ineffabilis Deus.



5. ¿EN QUÉ CONSISTE EL DOGMA DE LA PERPETUA VIRGINIDAD?



El Dogma de la PERPETUA VIRGINIDAD consiste en que la Madre de Dios conservó plena y perdurablemente su Virginidad. Es decir, fue Virgen antes del parto, en el parto y perpetuamente, después del parto. La Iglesia afirma este Dogma desde el Credo compuesto por los Apóstoles. El Concilio Vaticano II dice:



"Ella es aquella Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo, que se llamará Emmanuel" (Const. Dogmática Lumen Gentium, n 55).



6. ¿EN QUÉ CONSISTE EL DOGMA DE LA ASUNCIÓN A LOS CIELOS?



El Dogma de la ASUNCION A LOS CIELOS consiste en que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen, cumplido el curso de su vida terrena fue subida en cuerpo y alma a la gloria celestial. Este Dogma fue proclamado por el Papa Pío XII, el 1º de noviembre de 1950, en la Constitución Munificentisimus Deus.



7. ¿ADEMÁS DE ESTOS PRIVILEGIOS, QUE TÍTULOS TIENE NUESTRA SEÑORA?



Nuestra Señora tiene los siguientes títulos: Madre de los hombres, Madre de la Iglesia, Abogada Nuestra, Corredentora, Medianera de todas las gracias, Reina y Señora de todo lo creado, y todas las alabanzas que contiene el Rosario.



8. ¿CUÁLES SON LAS RELACIONES QUE EXISTEN ENTRE LA VIRGEN Y LA SANTÍSIMA TRINIDAD?



La Virgen tiene una relación especialísima con la Santísima Trinidad porque:



es Hija de Dios Padre, ya que fue creada por Dios.

es Madre de Dios Hijo, pues es la Madre de Jesucristo.

es Esposa de Dios Espíritu Santo, pues el Espíritu Santo formó el cuerpo de Jesús en las entrañas purísimas de la Virgen.



CULTO A LA VIRGEN



1. ¿DEBEMOS DAR CULTO A LA VIRGEN?



Sí, porque es la Madre de Dios y Madre espiritual de todos los cristianos.



2. ¿RENDIMOS EL MISMO CULTO A DIOS QUE A LA VIRGEN?



No. A Dios, por ser el Supremo Señor de todo lo creado, le rendimos culto de adoración, llamado LATRIA. A la Virgen, en cambio, por su grandeza la veneramos con un culto especial, llamado de HIPERDULIA.



3. ¿POR QUÉ LLAMAMOS MEDIANERA A LA VIRGEN?



Aunque Jesucristo es el único mediador entre Dios y el hombre, no se excluye por eso la existencia de otra mediación secundaria y subordinada la de la Virgen María. La Virgen es medianera de todas las gracias, porque intercede por nosotros delante de su Hijo Divino, y porque nos lleva de la mano a la Patria Celestial.



4. ¿ES NECESARIA LA DEVOCIÓN A LA VIRGEN?



La devoción a la Virgen es necesaria para salvarnos, pero con necesidad moral, que se apoya en el querer de Dios que nos la dió como Madre.



5. ¿QUÉ CARACTERÍSTICAS HA DE TENER NUESTRA DEVOCIÓN A LA VIRGEN?



Como buenos hijos suyos, hemos de venerarla, invocarla, imitarla y amarla.



6. ¿CÓMO PODEMOS IMITARLA?



Imitamos a la Virgen a través de todas las virtudes, pues todas las vivió en el mayor grado posible.



7. ¿DE QUÉ MANERA PODEMOS DIRIGIRNOS A LA SANTISIMA VIRGEN?



Además de las oraciones que la piedad de cada uno pueda componer, la Iglesia recomienda decir las siguientes: EL AVEMARIA, EL ANGELUS, EL REGINA COELI, LA SALVE, EL ACORDAOS, EL MAGNIFICAT, BENDITA SEA TU PUREZA, JACULATORIAS, y de manera especial porque Ella lo ha pedido, el rezo del Santo Rosario.



8. ¿QUÉ ES EL SANTO ROSARIO?



El Santo Rosario es un conjunto de Avemarías y Padrenuestros en honor de la Virgen, estas oraciones suelen ir acompañadas de piadosas meditaciones acerca de los principales misterios de nuestra fe.



9. ¿POR QUÉ SE LLAMA ROSARIO A ESTAS ORACIONES?



Se llama Rosario porque las oraciones que se enlazan con las meditaciones de los misterios (gozosos, dolorosos y gloriosos) forman una corona de rosas que se ofrece a María Santísima.



10. ¿CUÁL ES EL MES DEDICADO A LA VIRGEN DE UN MODO ESPECIAL?



El mes dedicado a la Virgen es el mes de mayo. Así lo ha dispuesto la Iglesia.



11. ¿CUÁL ES EL DÍA DE LA SEMANA TRADICIONALMENTE DEDICADO A LA VIRGEN?



El día dedicado a la Virgen, por una tradición antiquísima, es el sábado. En este día podemos poner presente a Nuestra Madre de forma especial, ofreciéndole algún pequeño sacrificio y dirigiendo una oración en su honor, por ejemplo la Salve.



12. ¿HEMOS DE PROPAGAR LA DEVOCIÓN A LA VIRGEN?



Si, porque los buenos hijos hablan de su Madre, y porque la aman propagando su culto.



13. ¿QUÉ DICE EL CONCILIO VATICANO II ACERCA DE LA DEVOCIÓN A LA VIRGEN?



Advierte a todos los fieles de la Iglesia lo siguiente:



"QUE TENGAN MUY EN CONSIDERACION LAS PRÁCTICAS Y LOS EJERCICIOS HACIA ELLA RECOMENDADOS POR EL MAGISTERIO A LO LARGO DE LOS SIGLOS" (Const. Dogmática LUMEN GENTIUM n. 67).



Los Dogmas





Contenido:



Introducción



Dogmas sobre la Santísima Virgen



La Inmaculada Concepción:

María Madre de Dios:

La Asunción de María

María Siempre virgen



Dogmas sobre Dios



La existencia de Dios

La existencia de Dios como objeto de fe.

La unicidad de Dios.

Dios es eterno.

Trinidad

Todo cuanto existe fuera de Dios ha sido sacado de la nada por Dios en cuanto a la totalidad de su sustancia.

Carácter temporal del mundo.

Conservación del mundo.

El hombre consta de dos partes esenciales: el cuerpo material y el alma espiritual.

El pecado de Adán se propaga a todos sus descendientes por generación, no por imitación.

Jesucristo es verdadero Dios e hijo de Dios por esencia.

Las dos naturalezas de Cristo, después de su misión poseyendo íntegro su modo propio de ser sin transformarse o mezclarse

Cada una de las dos naturalezas en Cristo posee una propia voluntad física y una propia operación física.

Jesucristo aun como hombre, es hijo natural de Dios.

El hombre caído no podía redimirse a si mismo

Cristo se inmola a sí mismo en la cruz como verdadero y propio sacrificio.

Cristo nos rescató y reconcilió con Dios por medio del sacrificio de su muerte en la cruz.

Al tercer día después de su muerte, Cristo resucita glorioso de entre los muertos.

Cristo subió en cuerpo y alma a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre.

La Iglesia fue fundada por el Dios-Hombre, Jesucristo.

Cristo constituyó al apóstol San Pedro como primero entre los apóstoles y como cabeza visible de toda la Iglesia, confiriéndole inmediata y personalmente el primado de jurisdicción.

El Papa posee la plena y suprema potestad de jurisdicción sobre toda la Iglesia no solamente en cosas de fe y costumbres, sino también en la disciplina y gobierno de la Iglesia.

El Papa es infalible siempre que habla ex cátedra.

La Iglesia es infalible cuando define en materia de fe y costumbres

El Bautismo es un verdadero sacramento instituído por Jesucristo.

La Confirmación es verdadero y propio sacramento

La Iglesia ha recibido de Cristo la potestad de perdonar los pecados cometidos después del bautismo.

La Confesión Cacramental de los pecados está prescrita por Derecho Divino y es necesaria para la salvación.

La Eucaristía es verdadero sacramento instituído por Cristo.

La unción de los enfermos es verdadero y propio sacramento instituído por Cristo.

El orden es un verdadero y propio sacramento instituído por Cristo.

Sacramentalidad del matrimonio.



La escatología del individuo



La muerte. Origen de la muerte.

El cielo.

El infierno.

El Purgatorio

Fin del mundo.

Todos los muertos resucitaran con sus cuerpos en el ultimo día

El Juicio Universal.





Introducción



Dogma es una verdad revelada por Dios, y, como tal, directamente propuesta por la Iglesia a nuestra fe.

La revelación, fuente del dogma, da a conocer la enseñanza divina en su propio concepto: tal es la primacía de Pedro y de sus discípulos y como consecuencia la infalibilidad pontificia.

Para que una verdad revelada sea un dogma es necesario que este propuesta directamente a nuestra fe por una definición solemne de la Iglesia o por la enseñanza de su magisterio ordinario.

En el Evangelio se subraya varias veces la naturaleza de la fe. Está descrita como una adhesión a la enseñanza divina anunciada por Cristo o predicada en su nombre y con su autoridad por los apóstoles. En el evangelio de San Marcos lo encontramos:

"Después les dijo: "Id por el mundo y predicad la buena nueva a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que no crea, será condenado." (Mc. 16, 15-16).

"La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven. Por ella fueron alabados nuestros mayores." (Heb. 11, 1-2).

Desde el siglo I al IV, esta doctrina se manifiesta por la insistencia con la cual los Santos Padres afirman la obligación de creer íntegramente en la doctrina enseñada por Jesucristo a los apóstoles.

Para que la enseñanza divina contenida en las Sagradas Escrituras sea un dogma son necesarias dos condiciones:



El sentido debe estar suficientemente manifestado

Esta doctrina debe estar propuesta por la Iglesia como revelada. Cuando el texto de las escrituras está definido por la Iglesia como conteniendo un dogma revelado, cuyo sentido preciso determina, es un deber estricto para los exegetas católicos aceptarlo.



La revelación hecha por Jesucristo y anunciada a los apóstoles tiene su carácter definitivo e inmutable; la doctrina de San Pablo muestra bien este carácter.







Dogmas sobre la Santísima Virgen







1.- La Inmaculada Concepción:



El Papa Pío IX, en la Bula Ineffabilis Deus, del 8 de Diciembre de l854 definió solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción de María.



"Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María, en el primer instante de su concepción, fue por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente en previsión de los méritos de Cristo Jesús, Salvador del genero humano, preservada inmune de toda mancha de culpa original, ha sido revelada por Dios, por tanto, debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles".- (Dz. 1641)



a) María desde el primer instante que es constituida como persona en el seno de su madre, lo es sin mancha alguna de pecado, (pecado original).



b) Cómo fue concebida sin pecado:

1.- Ausencia de toda mancha de pecado.

2.- Llena de la gracia santificante.

3.- Ausencia de la inclinación al mal.



c) Este privilegio y don gratuito le fue concedido sólo a la Virgen y a nadie más, en atención a que había sido predestinada para ser la Madre de Dios.



e) En previsión de los méritos de Cristo porque a María la Redención se le aplicó antes de la muerte del Señor.

Génesis 3, 15 "Establezco enemistad..."

Lucas 1, 28 "Dios te salve, llena de gracia."

Lucas 1, 42 "Bendita tú entre las mujeres..."







2.- María Madre de Dios:



El Concilio de Efeso, del año 431, siendo Papa San Clementino I (422-432) definió solemnemente que:

"Si alguno no confesare que el Emmanuel (Cristo) es verdaderamente Dios, y que por tanto, la Santísima Virgen es Madre de Dios, porque parió según la carne al Verbo de Dios hecho carne, sea anatema." Dz. 113.



Muchos Concilios repitieron y confirmaron esta doctrina:



Concilio de Calcedonia Dz. 148

Concilio II de Constantinopla Dz. 218, 256.

Concilio III de Constantinopla Dz. 290.



María genera a Cristo según la naturaleza humana, pero quien de Ella nace, es decir, el sujeto nacido, no es una naturaleza humana, sino el supuesto divino que la sustenta, o sea, el Verbo.

De ahí que el Hijo de María es propiamente el Verbo que subsiste en la naturaleza humana, María es verdadera Madre de Dios, puesto que el Verbo es Dios.



Cristo: VERDADERO DIOS VERDADERO HOMBRE



"He aquí que una Virgen concebirá..." (Isaías 7, 14)

"He aquí que concebirás..." (Luc. 1, 31).

"Lo que nacerá de Ti será..." (Luc. 1, 35).

"Envió Dios a su Hijo nacido..." (Gal. 4, 4).

"Cristo, que es Dios..." (Rom. 9, 5).





3.- La Asunción de María



El Papa Pío XII, en la Bula Munificenlissimus Deus, del 1º de Noviembre de 1950, proclamó solemnemente el dogma de la Asunción de María al cielo:



"Pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumpliendo el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste". Dz. 2333.



La Virgen María fue asunta al cielo inmediatamente que acabó su vida terrena, su cuerpo no sufre ninguna corrupción; como sucederá con todos los hombres que resucitarán hasta el final de los tiempos, pasando por la descomposición.



Lo esencial del dogma es: que la Virgen fue llevada al cielo en cuerpo y alma, con todas las cualidades y dotes propias del alma de los bienaventurados e igualmente con todas las cualidades propias de los cuerpos gloriosos.



Se entiende bien todo al recordar:



1) María fue exenta de pecado original y actual.



2) Tuvo la plenitud de la gracia.



Fundamentos de este dogma:



Desde los primeros siglos fue un sentir unánime de la fe del pueblo de Dios, de los cristianos.

Los santos Padres y Doctores manifestaron su fe en esta verdad:

San Juan Damasceno s. VII: "Convenía que aquella que en el parto había conservado íntegra su virginidad, conservara sin ninguna corrupción su cuerpo, después de la muerte."

San Germán de Constantinopla s. VII : "Así como un hijo busca estar con la propia madre, y la madre ansia vivir con el hijo, así fue justo también que Tú, que amabas con un corazón materno a tu Hijo, Dios, volvieses a El.



- El fundamento de este dogma se desprende y es consecuencia de los anteriores.



4 . María, la "siempre Virgen"



De la descendencia de Eva, Dios eligió a la Virgen María para ser la Madre de su Hijo. Ella, "llena de gracia", es "el fruto excelente de la redención" (SC 103); desde el primer instante de su concepción, fue totalmente preservada de la mancha del pecado original y permaneció pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida.



María es verdaderamente "Madre de Dios" porque es la madre del Hijo eterno de Dios hecho hombre, que es Dios mismo.



María "fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen durante el embarazo, Virgen en el parto, Virgen después del parto, Virgen siempre" (S. Agustín, se Rm. 186, 1): ella, con todo su ser, es "la esclava del Señor" (Lc 1, 38).



La profundización de la fe en la maternidad virginal ha llevado a la Iglesia a confesar la virginidad real y perpetua de MARIA (cf DS 427) incluso en el parto del Hijo de Dios hecho hombre (cf DS 291; 294; 442; 503; 571; 1880). En efecto, el nacimiento de Cristo "lejos de disminuir consagró la integridad virginal" de su madre (LO 57). La liturgia de la Iglesia celebra a Mana como la "Aeiparthenos", la "siempre - virgen" (cf LG 52).



A esto se objeta a veces que la Escritura menciona unos hermanos y hermanas de Jesús (cf Mc 3, 31 - 55; 6, 3; 1 Co 9, 5; Ga 1, 19). La Iglesia siempre ha entendido estos pasajes como no referidos a otros hijos de la Virgen María; en efecto, Santiago y José "hermanos de Jesús" (Mt 13, 55) son los hijos de una María discípula de Cristo (cf Mt 27, 56) que se designa de manera significativa como "la otra María" (Mt 28, 1). Se trata de parientes próximos de Jesús, según una expresión conocida del Antiguo Testamento (cf Gn 13, 8; 14, 16; 29, 15).



Jesús es el Hijo único de Mana. Pero la Maternidad espiritual de María se extiende (cf Jn 19, 26 - 27; Ap 12, 17) a todos los hombres a los cuales, El vino a salvar: "Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el mayor de muchos hermanos (Rm 8, 29), es decir, de los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre" (LO 63).







Dogmas sobre Dios







1.- La existencia de Dios



1.- Posibilidad de conocer a Dios con la SOLA LUZ DE LA RAZON NATURAL.



El concilio Vaticano (1869-1870) bajo Pío IX (1846-1870) declaró:



"Si alguno dijere que Dios vivo y verdadero, creador y Señor nuestro, no puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana por medio de las cosas que han sido hechas, sea anatema." Dz.1806



"La misma Santa Madre Iglesia sostiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana partiendo de las cosas creadas." cf. Dz. 1785.



El Concilio presenta los siguientes elementos:



a) El objeto de nuestro conocimiento es Dios uno y verdadero, Creador y Señor nuestro; es por tanto un Dios distinto del mundo y personal.

b) El principio subjetivo del conocimiento es la razón natural en estado de naturaleza caída.

c) Medios del conocimiento son las cosas creadas.

d) Ese conocimiento es de por sí un conocimiento cierto.

e) Y, es posible, aunque no constituya el único camino para llegar a conocer a Dios.



Pruebas de la Escritura:



a) "Pues de la grandeza y hermosura de las creaturas, por razonamiento se llega a conocer al Creador de estas." Sap.13,1-9,15.

b) "Porque desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad son conocidos mediante las creaturas, de manera que ellos son inexcusables." Rom. 1, 20.



La idea de Dios no es innata en nosotros pero sí tenemos la capacidad para conocerle con facilidad, y en cierto modo espontáneamente, por medio de sus obras.







2.- La existencia de Dios como objeto de fe



La existencia de Dios no sólo es objeto del conocimiento de la razón natural, sino también objeto de la fe sobrenatural.



Concilio Vaticano 1869-1870, bajo Pío IX 1846- 1878



24 Abril 1870.



"La Santa Iglesia católica, apostólica y romana cree y confiesa que existe un sólo Dios verdadero." Dz. 1782.



Este mismo concilio condena por herética la negación de la existencia de Dios. Dz. 1801.



"Si alguno negase que sólo Dios es verdadero creador y señor de las cosas visibles e invisibles, sea anatema."



Pruebas de la Escritura:



La fe en la escritura de Dios es condición indispensable para salvarse:



"Sin la fe es imposible agradar a Dios; pues es preciso que quien se acerque a Dios crea que existe y que es remunerador de los que le buscan." (Hebreos 11,6).



La revelación sobrenatural en la existencia de Dios, confirma el conocimiento natural de Dios, hace que todos puedan conocer la existencia de Dios con facilidad.



No hay contradicción en que una misma persona pueda tener al mismo tiempo ciencia y fe de la existencia de Dios, ya que en ambos casos diverso el objeto formal: evidencia natural - revelación divina.



Al primero llegamos por la razón natural y al segundo por la razón iluminada por la fe.







3.- La Unicidad de Dios



No hay más que un solo Dios.



Concilio IV de Letrán 1215, bajo Inocencio III 1198-1216.



"Firmemente creemos y simplemente confesamos que UNO SOLO es Dios." Dz. 428.



La Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana cree y confiesa que hay un solo Dios verdadero y vivo." Dz. 1782.



Pruebas de las Escrituras:



"Oye, Israel, Yahvé es nuestro Dios, solo Yahvé." (Dt. 6,4)



"Sabemos que el ídolo no es nada en el mundo y que no hay más Dios que uno solo." (1 Cor. 8,4).



Act. 14, 14; 17,23; Rm. 3,39; Ef. 4,6; 1 Tim. 1, 17; 2, 5.



Los santos padres prueba la unicidad de Dios por su perfección absoluta y por la unidad del orden del mundo.



Dice Tertuliano: "El Ser Supremo y más excelente tiene que existir El sólo y no tener igual a El, porque si no, cesaría de ser Ser Supremo. y como Dios es el Ser Supremo, con razón dijo nuestra verdad cristiana: Si Dios no es uno solo, no hay ninguno."



Santo Tomás deduce especulativamente la unicidad de Dios de su simplicidad de la infinitud de sus perfecciones y de la unidad del universo. S. Th. I 11.3.



La historia comparada de las religiones nos enseña que la evolución religiosa de la humanidad no pasó del politeísmo al monoteísmo, sino al contrario: del monoteísmo al politeísmo.



Rom. 1. 18.



Se oponen a este dogma básico del cristianismo el politeísmo de los paganos y el dualismo gnostico-maniqueo que suponía la existencia de dos principios increados y eternos.







4.- Dios es eterno



El concilio IV de Letrán y el concilio Vaticano asignan a Dios el predicado de eterno.



"Firmemente creemos y simplemente confesamos, que uno solo es el verdadero Dios, eterno...") Dz. 428.



"La santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana cree y confiesa que hay un solo Dios, verdadero, vivo, eterno, inmenso, incomprensible, infinito en su entendimiento y voluntad y en toda perfección." Dz. 1782.



El dogma dice que Dios posee el ser divino sin principio ni fin, sin sucesión alguna, en un ahora permanente e indiviso.



Pruebas de las Escrituras:



Ps, 89,2. "Antes que los montes fueran, y fueran paridos la tierra y el orbe, eres Tu desde la eternidad a la eternidad."



Ps. 2,7. Jo. 8.58 "Antes que Abraham naciese era yo."



Especulativamente, la eternidad de Dios se demuestra por su absoluta inmutabilidad la razón última de la eternidad de Dios es su plenitud absoluta de ser que excluye toda potencialidad, y por tanto toda sucesión. S.Th. I 10, 2-3.







5.- Trinidad



"En Dios hay tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo; y cada una de ellas posee la esencia divina que es numéricamente la misma."



Concilio IV de Letrán 1215 bajo Inocencio III 1198-1216.



"Firmemente creemos y simplemente confesamos, que uno solo es el verdadero Dios, eterno, inmenso e inconmutable,



incomprensible, omnipotente e inefable, Padre, Hijo y Espíritu Santo: tres personas ciertamente, pero una sola esencia, sustancia o naturaleza absolutamente simple. El Padre no viene de nadie, el Hijo del Padre solo, y el Espíritu Santo a la vez de uno y de otro, sin comienzo, siempre y sin fin." Dz.428.



El dogma trinitario es declarado por este concilio pero el Concilio de Florencia presentó un compendio de ésta doctrina que puede considerarse como la meta final de la evolución del dogma.



Concilio de Florencia 1438-1445. Eugenio IV 1431-1447:



"Por razón de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo. Ninguno precede a otro en eternidad, o le excede en grandeza, o le sobrepuja en potestad..." Dz. 704.



Sagradas Escrituras:



En el Antiguo Testamento es velada la alusión al misterio Trinitario Gen. 1, 26. "Hagamos al hombre..." Ps. 2. 7 "Díjome Yahvé: Tu eres mi Hijo, hoy te he engendrado."



Nuevo Testamento:



"El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el Hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios." (Luc. 1,35) (Espíritu Santo Altísimo e Hijo del Altísimo.)



"Vio al Espíritu de Dios descender como paloma y venir sobre El, mientras una voz del cielo decía: Este es mi Hijo amado en quien tengo mis complacencias." (Mt. 3, 16 ss.)



Donde se revela claramente el misterio Trinitario es en:



"Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo." (Mt. 28, 19).



Así como el hombre puede con su sola razón descubrir al Dios uno. Al conocimiento de Dios Trino no puede asomarse si no es a través de la Divina Revelación.



En Dios la acción de entender, lo mismo que la de amar, se identifican con su propia esencia divina, porque su entender y su querer constituyen su mismo ser. Por eso en las dos procesiones divinas, o sea la que da origen al Hijo por vía de generación intelectual y la que da origen al Espíritu Santo por vía de amor procedente del Padre y del Hijo, no se da sucesión alguna, ni prioridad ni posteridad...son eternas con la misma eternidad de Dios.



El Padre, en efecto, viendo reflejado en su propia divina esencia a su Verbo divino, que es la Imagen perfectísima de sí mismo le ama con un amor sin límites. Y el Verbo, que es la Luz del Padre, su Pensamiento eterno, su Gloria, su Hermosura, el esplendor de todas sus perfecciones infinitas, devuelve a su Padre un amor semejante, igualmente eterno e infinito. Y al encontrarse la corriente de amor que brota del Padre con la que brota del Hijo, salta por decirlo así, un torrente de llamas que es el Espíritu; amor único, aunque es mutuo, viviente y subsistente; abrazo inefable, vínculo que consume al Padre al Hijo en la unidad del Espíritu Santo. ("Perfección cristiana". Royo Marín p. 53.







6.- TODO CUANTO EXISTE FUERA DE DIOS HA SIDO SACADO DE LA NADA POR DIOS EN CUANTO A LA TOTALIDAD DE SU SUSTANCIA.



Concilio Vaticano 1869-1870 Pío IX 1846-1877.



"...hemos determinado proclamar y declarar desde esta cátedra de Pedro... que este sólo verdadero Dios...creó de la nada a una y otra creatura, la espiritual y la corporal, esto es, la angélica y la mundana, y luego la humana, como común,



constituida de espíritu y cuerpo." Dz. 1783.



Concilio de Letrán 1215:



"...Creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles, espirituales y corporales; que por su omnipotente virtud a la vez desde el principio del tiempo creó de la nada a una y otra creatura..." Dz. 428.



Pruebas de la Sagrada Escritura:



"Al principio creó Dios el cielo y la tierra." (Gen. I,1)



"Te suplico, hijo mío, que mires al cielo y a la tierra, y veas cuanto hay en ellos, y entiendas que de la nada lo hizo todo Dios." (Mac. 7, 28).



"Por la fe conocemos que los mundos han sido dispuestos por la palabra de Dios, de suerte que de lo invisible ha tenido origen lo visible." (Heb. 11. 3).



La creación del mundo de la nada no solo es una verdad fundamental de la revelación cristiana, sino que al mismo tiempo llega a alcanzarla la razón con solas sus fuerzas naturales basándose en los argumentos cosmológicos y, sobre todo, en el argumento de la contingencia.







7.- Carácter temporal del mundo.



"El mundo tuvo principio en el tiempo".



Concilio Vaticano 1869-1870. Pío IX 1846-1878.



"...hemos determinado declarar desde esta cátedra de



Pedro...desde el principio del tiempo creó de la nada." Dz. 1783.



"...Creador de todas las cosas." Dz. 428.



Pruebas de las Escrituras:



"Ahora, Tú, Padre, glorifícame cerca de Ti mismo con la gloria que tuve cerca de Ti, antes que el mundo existiera."(Jo.17.5)



"Nos eligió en El, antes de la constitución del mundo." (Ef. 1, 4).



"Desde el principio fundaste Tú la tierra". Ps. 101- 26.



La doctrina de la eternidad del mundo fue condenada. Dz. 501-503.



Contra la filosofía pagana y el materialismo moderno que suponen la eternidad del mundo, o mejor dicho, de la materia cósmica, la Iglesia enseña que el mundo no existe desde toda la eternidad, sino que tuvo principio en el tiempo.



El progreso de la física atómica permite inferir, por el proceso de desintegración de los elementos radiactivos, cual sea la edad de la tierra y del universo, probando positivamente el principio del mundo en el tiempo.



Discurso de Pío XII, 22 Noviembre 1951. Sobre la demostración de la existencia de Dios a la luz de las modernas ciencias naturales.







8.- Conservación del mundo



Dios conserva en la existencia a todas las cosas creadas.



Concilio Vaticano 1869-1870. Pío IX 1846- 1877.24 Abril 1870 "La Iglesia Católica declara desde esta cátedra... Todo lo que Dios creó, con su providencia lo conserva y gobierna..." Dz. 1784



Pruebas de la Sagrada Escritura:



Sab. 11,26. "¿Y cómo podría subsistir nada si Tu no quisieras o cómo podría conservarse sin Ti?."



Jo. 5, 17. "Mi Padre sigue obrando todavía y yo también obro."



Col. 1, 17. "Todo subsiste por El."



La acción conservadora de Dios es un constante influjo causal por el que mantiene a las cosas en la existencia.



Santo Tomás define la conservación del mundo como continuación de la acción creadora de Dios.



Es conforme a la sabiduría y bondad de Dios conservar en la existencia a las creaturas, que son vestigio de las perfecciones divinas y sirven, por tanto, para dar gloria a Dios.







9.- El hombre consta de dos partes esenciales: el cuerpo material y el alma espiritual.



Concilio IV de Letrán 1215 Inocencio III 1198- 1216.



"... la humana, compuesta de espíritu y de cuerpo." Dz.428



Concilio Vaticano 1869-70. Pío IX 1846-78.



"... la humana, como común, constituida de cuerpo y alma."



Dz. 1783.



Según la doctrina de la Iglesia, el cuerpo es parte esencialmente constitutiva de la naturaleza humana; y no carga y estorbo como algunos dijeron. (Platón, Originistas).



Igualmente, para defender el dogma católico contra los que decían que el hombre consta de tres partes esenciales: el cuerpo, el alma animal y el alma espiritual.



El concilio VIII de Constantinopla declaró: "... que el hombre tiene una sola alma racional e intelectiva..." Dz. 338.



El alma espiritual es principio de la vida espiritual y al mismo tiempo lo es de la vida animal (vegetativa y sensitiva). Dz.1655



Sagradas Escrituras:



"El Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra y sopló en su rostro el aliento de vida." Gen. II,7.



"... antes de que el polvo vuelva a la tierra de donde salió y el espíritu retorne a Dios." Eccl. 12,7.



"No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed más bien a aquel que puede perder el alma y el cuerpo en la gehena." (Mt. 10, 28).



Se prueba especulativamente la unicidad del alma en el hombre por testimonio de la propia conciencia, por la cual somos conscientes de que el mismo yo es principio de la actividad espiritual lo mismo que de la sensitiva y vegetativa.







10.- El pecado de Adán se propaga a todos sus descendientes por generación, no por imitación.



Concilio de Trento 1545-63. Paulo III 1534-49.



"Decreto sobre el pecado original". 17 Junio 1546.



"...Si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él solo y no a su descendencia... Si alguno afirma que este pecado de Adán que es por su origen uno solo y transmitido a todos por propagación, no por imitación, está como propio en cada uno..." Dz. 789-90



El Tridentino condena la doctrina de que Adán perdió para sí sólo, y no también para nosotros, la justicia y santidad que había recibido de Dios. Positivamente enseña que el pecado, que es muerte del alma, se propaga de Adán a todos sus descendientes por generación no por imitación, y que es inherente a cada individuo.



"Tal pecado se borra por los méritos de la Redención de Cristo, los cuales se aplican ordinariamente tanto a los adultos como a los niños por medio del sacramento del bautismo. Por eso, aún los niños recién nacidos reciben el bautismo para remisión de los pecados." Dz. 791.



Sagrada Escritura:



"He aquí que nací en culpa y en pecado me concibió mi madre." Ps. 50,7.



"Así pues, por un hombre entró el pecado en el mundo... así la muerte pasó a todos los hombres... por la obediencia de uno muchos serán hechos justos." Rom. 5, 12-21.



El efecto del bautismo, según la doctrina del Concilio de Trento, es borrar realmente el pecado en nosotros y no lograr tan solo que no se nos impute una culpa extraña. Dz. 792.







11.- Jesucristo es verdadero Dios e hijo de Dios por esencia.



Símbolo "Quicumque" del Concilio de Toledo año 400-447.



"Es necesario para la eterna salvación creer también fielmente en la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es Dios y hombre. Es Dios engendrado de la sustancia del Padre antes de los siglos... Dz. 40.



El dogma dice que Jesucristo posee la infinita naturaleza Divina con todas sus infinitas perfecciones por haber sido engendrado eternamente por Dios.



Sagradas Escrituras:



Títulos que aluden a la dignidad Divina del Mesías:



Emmanuel. Dios con nosotros Is. 7, 14; 8,8. Admirable consejero. Varón fuerte. Padre del siglo futuro. Príncipe de la Paz. Is.9,6.



"Tu eres mi Hijo amado, en Ti tengo puestas mis complacencias." Bautismo, Jordán. Mt. 23, 17.



"Este es mi Hijo amado, escuchadle". Tabor. Mt. 17,5.



"...No sabías que yo debo emplearme en las cosas que miran al servicio de mi Padre." Luc. 2, 49.



"Todas las cosas las ha puesto el Padre en mis manos y nadie conoce al Hijo sino el Padre; ni conoce ninguno al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quisiere revelarlo." Mt. 11, 27.



Jesús equipara su conocimiento al conocimiento divino del Padre, porque posee en común con el Padre la sustancia Divina.



Los milagros son otra prueba de la divinidad de Cristo.



"Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mi." Jo. 10, 25.







12.-Las dos naturalezas de Cristo, después de su misión poseyendo integro su modo propio de ser sin transformarse o mezclarse



San León I el Magno 440-461



Epístola dogmática, del 13 de Junio de 449.



Quedando pues, a salvo la propiedad de una y otra naturaleza... naturaleza íntegra y perfecta de verdadero hombre, nació Dios verdadero, entero en lo suyo, entero en lo nuestro. Dz. 143 ss.



Concilio de Calcedonia 451 IV ecuménico



... Nuestro Señor Jesucristo el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad... que se ha de reconocer en dos naturalezas: sin confusión, sin cambio, sin división sin separación, en modo alguno borrada la diferencia de naturaleza por causa de la unión, conservando cada naturaleza su propiedad y concurriendo en una sola persona. Dz. 148



Todo esto indica que Cristo es poseedor de una íntegra naturaleza divina y de una íntegra naturaleza humana: la prueba está en los milagros y en el padecimiento.



Sagradas Escrituras:



"Y la Palabra se hizo carne." Jn. 1, 14



"El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre." Fil. 2, 6-7.







13.-Cada una de las dos naturalezas en Cristo posee una propia voluntad física y una propia operación física.



III Concilio de Constantinopla 680-681



San Agatón 678-681.



"Proclamamos igualmente, conforme a la enseñanza de los Santos Padres, que en El hay también dos voluntades físicas, y dos operaciones físicas indivisamente, incorventiblemente, inseparablemente, inconfusamente. Y estas dos voluntades físicas no se oponen a la otra como afirman los impíos herejes." Dz. 291. ef. Dz. 263-288.



Sagradas Escrituras:



"No como Yo quiero, sino como Tu quieres." Mt. 26,39.



"No se haga mi voluntad sino la tuya." Lc. 22, 42.



"He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado." Jn. 6, 38.



"Nadie me la quita: yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder recobrarla de nuevo." Jn. 10, 18



A pesar de la dualidad física de las dos voluntades, existió y existe unidad moral, porque la voluntad humana de Cristo se conforma con libre subordinación, de manera perfectísima, a la voluntad Divina.







14.- Jesucristo aun como hombre, es hijo natural de Dios.



Concilio de Trento 1545-1563, Sesión IV 13 de Enero 1547



Paulo III 1534-1549.



...El Padre celestial... cuando llegó la plenitud envió a los hombres a su Hijo Cristo Jesús... Dz.794, 299, 309.



Sagradas Escrituras:



"Dios no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó por todos nosotros." Rom. 8, 32.



"Tanto amó Dios al mundo que le dio a Su Hijo unigénito."



"Y una voz que salía de los cielos decía: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco." Mt. 3, 17.



"Y la palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y verdad." Jn. I, 14.



Los Santos Padres siempre rechazaron la doctrina de la doble filiación en Cristo.



El sentido del dogma es: La persona que subsiste en la naturaleza humana, (de Cristo) es el Hijo natural de Dios. La filiación es propiedad de la persona, no de la naturaleza.



En Cristo no hay más que una persona que procede del Padre por generación eterna, por lo mismo en Cristo no puede haber más que una filiación de Dios: la natural.







15.- El hombre caído no podía redimirse a sí mismo



Concilio de Trento 1545-1563 Paulo III 1534-1549



El concilio enseña que los hombres caídos



"eran de tal forma esclavos del pecado y se hallaban bajo la servidumbre del demonio y de la muerte, que ni los gentiles podían librarse ni levantarse con la fuerza de la naturaleza, ni los judíos podían hacerlo tampoco con la letra de la ley mosaica." Dz. 793.



Concilio Vaticano II decreto "Ad gentes" n. 8. Solamente un acto libre por parte del amor divino podía restaurar el orden sobrenatural, destruido por el pecado.



Se opone a la doctrina católica el pelagianismo, según el cual el hombre tiene en su libre voluntad el poder de redimirse a sí mismo, y es contrario también al dogma católico el moderno racionalismo, con sus diversas teorías de "autorredención".



Sagradas Escrituras:



"Pues todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios (gracia de justificación); y ahora son justificados gratuitamente por su gracia, por la redención de Cristo Jesús.



El pecado en cuanto a la acción de la creatura es finito, en cuanto a la ofensa a Dios infinito, por tanto exige una satisfacción de valor infinito.







16.- Cristo se inmola a si mismo en la cruz como verdadero y propio sacrificio



Concilio de Trento 1545-1563 Pío IV 1559-1565 17 Sep. 1562.



El sacrosanto concilio...enseña, declara, manda, que en la Misa se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció El mismo cruentamente en el altar de la cruz"



Dz. 940-122-951.



Sagradas Escrituras:



"He aquí el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo." Jn. 1, 29.



"Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio a Dios." Ef. 5, 2.



"Porque nuestro Cordero Pascual Cristo ya ha sido inmolado." Rom. 3, 25.



"Cristo se ofreció una vez como sacrificio para quitar los pecados del mundo." Heb. 9, 28.



El adversario de este dogma es el "racionalismo". Dz. 2038.



Cristo cuando instituyó la Sagrada Eucaristía recordó el sacrificio de su muerte.



"Este es mi cuerpo que será entregado por vosotros." Lc. 22, 19.



Cristo, en cuanto a su naturaleza humana, era al mismo tiempo sacerdote y ofrenda. En cuanto a su naturaleza Divina, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, era el que recibía el sacrificio.







17.- Cristo nos rescato y reconcilió con Dios por medio del sacrificio de su muerte en la cruz.



Concilio de Trento 1545-1563 Pío IV 1559-1565



"El concilio... "por ilustración del Espíritu Santo, enseña, declara y manda... Este Dios y Señor Nuestro Jesucristo quiso ofrecerse a sí mismo a Dios Padre como sacrificio presentado sobre el ara de la cruz en su muerte, para conseguir para ellos el eterno rescate." Dz. 938.



"...que nos reconcilió con Dios por medio de su sangre haciéndose por nosotros justicia, santidad y redención." Dz. 790.



Sagradas Escrituras:



"Precio del rescate por muchos" Mt. 20,28



"El cual se dio a sí mismo en precio del rescate" 1 Tim.2,6



"Son justificados por su gracia" Rom. 3,24.



"El se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad." 1 Tim. 2,14.



"Esta es mi sangre del Testamento que se derrama por muchos para remisión de los pecados." Mt. 26, 28.



San Pablo atribuye a la muerte de Cristo la reconciliación de los pecadores con Dios, es decir, la restauración de la antigua relación de hijos y amigos con Dios. Rom. 5, 10.







18.- Al tercer día después de su muerte, Cristo resucita glorioso de entre los muertos.



XI Concilio de Toledo 675 Adrodato 672-676.



“...al tercer día, resucitado por su propia virtud, se levantó del sepulcro.” Dz. 286.



La razón de ello fue la unión hipostática. La causa principal de la resurrección fue el logos en común con el Padre y el Espíritu Santo; fueron causa instrumental las partes de la humanidad de Cristo unidas hipostáticamente con la Divinidad, es decir: el alma y el cuerpo.



Es negada la resurrección de Cristo por todas las formas de racionalismo, antiguo y moderno. Condenó Pío X. Dz. 2036.



Sagradas Escrituras:



No dejarás tu mi alma en el infierno, no dejarás que tu justo experimente la corrupción.” Dz. 1510.



Cristo lo predijo:



“Porque de la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches.” Mt. 12, 40.



“Los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús.” Hech. 4, 33.



Desde el punto de vista apologético: la Resurrección es el argumento más decisivo sobre la verdad de las enseñanzas de Nuestro Señor:



“Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe.” 1 Cor. 15, 14.







19.- Cristo subió en cuerpo y alma a los cielos y esta sentado a la diestra de Dios Padre.



Inocencio III 1198-1216 IV Concilio de Letrán 1215.



“Fielmente creemos y simplemente confesamos resucitó de entre los muertos y subió al cielo en cuerpo y alma, Dz.429.



Todos los símbolos de la fe confiesan, de acuerdo con el símbolo apostólico: “subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre”.



Cristo subió a los cielos por su propia virtud.



Es contrario a este dogma el racionalismo. El testimonio claro de esta verdad en la época apostólica no deja espacio de tiempo suficiente para la formación de leyendas.



Sagradas Escrituras:



Cristo la había predicho: “El espíritu es el que da vida: la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida.” Jn. 6,63; 14,2, 16,28.



La realizó delante de testigos: “Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios.” Mc. 16,19; Lc. 24,51.



Importancia:



En el aspecto cristológico es la elevación definitiva de la naturaleza de Cristo.



En el aspecto sotereológico, es la coronación final de toda la obra redentora.







20.- La Iglesia fue fundada por el Dios- Hombre, Jesucristo.



Pío IX 1846-1878 Concilio Vaticano, 1869-1870.



24 abril 1870 18 julio 1870 Constitución dogmática sobre la Iglesia.



“Hemos determinado proclamar y declarar desde esta cátedra de Pedro...El Pastor eterno y guardián de nuestras almas para convertir en perenne la obra saludable de la redención, decretó edificar la Santa Iglesia en la que, como en casa del Dios vivo, todos los fieles estuvieran unidos por el vínculo de la fe y caridad.”



Pío X contra los errores modernistas declaró: “La Iglesia fue fundada de manera inmediata y personal por el Cristo verdadero e histórico durante el tiempo de su vida sobre la tierra.” Dz. 2145.



Que quiere decir que Cristo fundó la Iglesia, que El puso los fundamentos substanciales de la misma en cuanto a: doctrina, culto y constitución.



Los reformadores enseñaron que Cristo había fundado una Iglesia invisible. La organización jurídica era pura institución humana.



Sagradas Escrituras:



Mt. 4,18. Escoge a doce para “que le acompañaran y enviarlos a predicar”, “con poder de expulsar a los demonios.”



Lc. 16,13. Les llamó apóstoles: enviados, legados.



Les enseñó a predicar Mc. 4,34; Mt. 13,52.



Les dio poder de atar y desatar. Mt. 18,17.



De celebrar la Eucaristía Lc. 22,19.



De bautizar Mt. 28,19.







21.- Cristo constituyó al apóstol San Pedro como primero entre los apóstoles y como cabeza visible de toda la Iglesia, confiriéndole inmediata y personalmente el primado de jurisdicción.



Concilio de Florencia 1438-1445 Eugenio IV 1431-1447



De la bula Laetentur coeli, 6 Julio 1439.



“...definimos que por todos los cristianos sea creída y recibida esta verdad de fe... que la Sede Apostólica y el Romano Pontífice tiene el primado sobre todo el orbe y que el mismo Romano Pontífice es el sucesor del bienaventurado Pedro,... Dz. 694.



El Concilio Vaticano 1869-1870.



Constitución dogmática sobre la Iglesia de Cristo:



“Si alguno dijere que el bienaventurado Pedro Apóstol no fue constituido por Cristo Señor, príncipe de todos los apóstoles y cabeza visible de toda la Iglesia...sea anatema.” Dz. 1823.



Sagradas Escrituras:



Mt. 16, 17-19 “bienaventurado, tú Simón...y yo te digo a ti, que tú eres Pedro = Cefas, y sobre esta roca edificaré yo mi Iglesia y las, puertas del infierno no prevalecerán contra ella, yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra...”



Jn. 21, 15-17 “Apacienta mis corderos...”



Después de la Ascensión, Pedro ejerció su primado: Dispone la elección de Matías, Hechos 1, 15: “Uno de aquellos días Pedro se puso en pie en medio de los hermanos...”



Primado significa preeminencia y primado de jurisdicción consiste en la posesión de la plena y suprema autoridad legislativa, judicial y punitiva.



La cabeza invisible de la Iglesia es Cristo, pero el sucesor de Pedro hace las veces de Cristo en el gobierno exterior de la Iglesia militante y es por tanto, vicario de Cristo en la tierra.







22.- El Papa posee la plena y suprema potestad de jurisdicción sobre toda la Iglesia no solamente en cosas de fe y costumbres, sino también en la disciplina y gobierno de la Iglesia.



Concilio Vaticano 1869-1870 Pío IX 1846-1878.



“...si alguno dijere que el Romano Pontífice tiene solo deber de inspección y dirección, pero no plena y suprema potestad de jurisdicción sobre la Iglesia universal, no solo en las materias que pertenecen a la fe y a las costumbres, sino también en las de régimen y disciplina de la Iglesia...sea anatema. Dz. 1831.



cf. Dz. 1827



Conforme a esta declaración la potestad del Papa es:



1) De JURISDICCION: verdadero poder de gobierno que es potestad: legislativa jurídica (litigiosa) coercitiva

2) UNIVERSAL: se extiende a todos los pastores y fieles de la Iglesia. En materia de enseñanza y gobierno.

3) SUPREMA: ningún otro sujeto pose el poder en igual o mayor grado. Por esto la colectividad de todos los obispos no está encima del Papa.

4) PLENA: el Papa puede resolver por SI MISMO cualquier asunto que caiga dentro de la jurisdicción eclesiástica sin requerir de los obispos ni de toda la Iglesia.

5) ORDINARIA: va ligada con su oficio en virtud de una ordenación divina y no ha sido delegada por nadie superior en jurisdicción.

6) EPISCOPAL: el Papa es al mismo tiempo OBISPO UNIVERSAL de toda la Iglesia y de la diócesis de Roma.

7) INMEDIATA: puede ejercer sin instancia previa sobre los obispos y los fieles.



Por este poder del Papa de tratar libremente con todos los obispos y fieles de la Iglesia, se condena toda ordenación del poder civil que subordinan la comunicación oficial con la Santa Sede a un control civil y hacen depender la obligatoriedad de las disposiciones pontificias a un visto bueno de las autoridades civiles. Dz. 1829.







23.- El Papa es infalible siempre que habla ex cátedra.



Concilio Vaticano 1869-1870 Pío IX 1846-1878



Sesión IV 18 Julio 1870.



“...enseñamos y definimos ser dogma divinamente revelado. Que el Romano Pontífice, cuando habla ex cátedra esto es, cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona de Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición sobre materia de fe y costumbres, y por tanto, las definiciones del Obispo de Roma son irreformables por sí mismas y no por razón del consentimiento de la Iglesia.” Dz. 1839 Dz. 466-694.



Para comprender este dogma conviene tener presente:



1) SUJETO de la infalibilidad es todo Papa legítimo, en su calidad de sucesor de Pedro, y no otras personas u organismos a quienes el Papa confiere parte de su autoridad magisterial. Ejemplo: congregaciones pontificias.

2) OBJETO de la infalibilidad son las verdades de fe y costumbres, reveladas o en íntima conexión con la revelación divina.

3) CONDICION de la infalibilidad es que el Papa hable EXCATEDRA

a) que hable como pastor y maestro de todos los fieles haciendo uso de su suprema autoridad.

b) que tenga intención de definir alguna doctrina de fe o costumbres para que sea creída por todos los fieles. Las encíclicas pontificias no son definiciones ex cátedra.

4) RAZÓN de la infalibilidad es la asistencia sobrenatural del Espíritu Santo que preserva al supremo maestro de la Iglesia de TODO ERROR.

5) CONSECUENCIA de la infalibilidad es que la definición ex cátedra de los Papas sean por sí mismas irreformables, sin la intervención ulterior de ninguna autoridad.



Sagradas Escrituras:



Mt. 16-18 “a ti te daré las llaves del Reino de ...”



Jn. 21, 15-17 “apacienta mis ovejas”.



Lc. 22, 31 “Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca... confirma a tus hermanos.”



Para poder cumplir con la función de mandar eficazmente, es necesario que los Papas gocen de infalibilidad en materia de fe y costumbres.







24.- La Iglesia es infalible cuando define en materia de fe y costumbres



Pío IX 1846-1878 Concilio Vaticano 1869-1870



“el Romano Pontífice cuando habla ex cátedra... posee aquella infalibilidad que el Divino Salvador quiso que estuviera dotada su Iglesia cuando definiera algo en materia de fe y costumbres”. Dz. 1839.



El concilio Vaticano, en la definición de la infalibilidad pontificia, presupone la infalibilidad de la Iglesia.



Son contrarios a este dogma, los que al rechazar la jerarquía (Papa) rechazan también el Magisterio autoritativo de la Iglesia.



Sagradas Escrituras:



La razón intrínseca de la infalibilidad de la Iglesia radica en la asistencia del Espíritu Santo, que Cristo prometió a sus apóstoles para desempeño de su misión de enseñar:



Jn. 14,16 “Yo rezaré al Padre, y os daré otro Abogado, que estará con vosotros para siempre, el Espíritu de Verdad.”



Cristo exige obediencia absoluta a la fe, y hace depender de esta la salvación eterna:



Mc. 16,16 “El que creyere se salvará...y el que no creyere se condenará.”



Lc. 10,16 “El que a nosotros oye a mi me oye; el que a vosotros desprecia a mi me desprecia.”



Los apóstoles y sus sucesores (la Iglesia) se hallan libre del peligro de errar al predicar la fe. Dz. 1793-1798.



Los sujetos de la infalibilidad:



1) El Papa

Cuando habla ex cátedra.

2) El episcopado en pleno, con el Papa cabeza del episcopado.

Es infalible cuando, reunido en concilio universal, o disperso por el orbe de la tierra, enseña y propone una verdad de fe o costumbres para que todos los fieles la sostengan.

(Cada obispo en particular no es infalible al anunciar al anunciar la verdad revelada Ej. Nestorio cayó en error y herejía.)



Pero cada obispo, en su diócesis por razón de su cargo, es maestro autorizado de la verdad revelada mientras esté en comunión con la Sede Apostólica y profese la doctrina universal de la Iglesia.



Cristo está presente en el sacramento del altar por transustanciarse toda la sustancia de pan en su cuerpo y toda la sustancia de vino en su sangre.



Julio III 1550-1555 Concilio de Trento 1545-1563.



“Si alguno dijere que en el sacrosanto sacramento de la Eucaristía permanece la sustancia de pan y de vino, juntamente con el cuerpo y la sangre de N.S.J.C., y negare, aquella maravillosa y singular conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre, permaneciendo solo las especies de pan y vino; conversión que la Iglesia Católica aptísimamente llama transubstanciación, se anatema.” Dz. 884-877.



Transubstanciación = es una conversión en sentido pasivo, es el tránsito de una cosa a otra. Cesan loas sustancias del pan y el vino porque suceden en su lugar el cuerpo y la sangre de Cristo.



La transubstanciación es una conversión milagrosa y singular, distinta de las conversiones naturales. Porque en ella tanto la materia como la forma del pan y del vino es la que se convierte, solo los accidentes permanecen sin cambiar: seguimos viendo el pan y el vino pero substancialmente ya no lo son, porque en ellos está realmente el cuerpo, sangre, alma y divinidad de Cristo.



Sagradas Escrituras:



Mc. 14,22 “tomad este es mi cuerpo...”



Lc. 22,19 “Tomó el pan, dando gracias lo tomó y lo dio a sus discípulos diciendo: Este es mi cuerpo...”







25.- El bautismo es un verdadero sacramento instituído por Jesucristo.



Paulo III 1534-1549 Concilio de Trento 1545- 1563.



“Si alguno dijere que los sacramentos de la Nueva Ley no fueron instituidos todos por Jesucristo a saber, bautismo, confirmación, etc. que alguno de estos no es verdadera y propiamente sacramento, sea anatema.



Sagradas Escrituras:



Cristo explica a Nicodemo la esencia y necesidad del bautismo. Jn. 3,5. “El que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios.



Antes de subir a los cielos ordenó a sus apóstoles que bautizaran a todas las gentes.



Mt. 28,19 “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.”



San Buenaventura: El bautismo fue instituído en cuanto a su materia, cuando Cristo se hizo bautizar; en cuanto a su forma, cuando el Señor resucitó y nos las dio (Mt. 28,19); en cuanto a su efecto, cuando Jesús padeció, por la pasión de Cristo el bautismo recibe toda su virtud; y a su fin, cuando predijo su necesidad y sus ventajas.



“Respondió Jesús: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios.” Jn. 3,5.



El bautismo de agua se puede sustituir, en caso de necesidad, por el bautismo de deseo, el de sangre.







26.- La Confirmación es verdadero y propio sacramento



Paulo III 1534-1549 Concilio de Trento 1545-1563



“Si alguno dijere que la Confirmación de los bautizados es ceremonia ociosa y no más bien verdadero y propio sacramento..., sea anatema.” Dz. 871.



Dice Sto. Tomás; “Este sacramento concede a los bautizados la fortaleza del Espíritu.”



Para que se consoliden interiormente en su vida sobrenatural y confiesen exteriormente con valentía su fe en Jesucristo.



Sagradas Escrituras:



Jesús promete enviar al Espíritu y se cumple el día de Pentecostés.



“Quedaron todos llenos del Espíritu Santo.” Hech. 2, 4.



“Pedro y Juan son enviados a Samaria para que recibieran al Espíritu Santo pues aún no había venido sobre ninguno de ellos.” Hech. 8, 14.



“ E, imponiéndoles Pablo las manos, descendió sobre ellos el Espíritu Santo.” Hech. 19,6.



Los apóstoles eran conscientes de que efectuaban un rito sacramental, consistente en la imposición de las manos y la oración, que tenía como efecto la comunicación del Espíritu Santo.







27.- La Iglesia ha recibido de Cristo la potestad de perdonar los pecados cometidos después del Bautismo.



Julio III 1550-1565 Concilio de Trento 1545-63



“...fue comunicada a los apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar y de retener los pecados para reconciliar a los fieles caídos después del Bautismo.” Con.3 Dz. 894.



Sagradas Escrituras:



Mt. 16, 19 “yo te daré las llaves del reino de los cielos.” El poseedor de las llaves del Reino de los cielos tiene la plena potestad para admitir o excluir a cualquiera de este Reino.



Jn. 20,21. “...a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos.” Así como Jesús había perdonado los pecados durante su vida terrena, Mt. 9, 2; Mc. 2,5; Lc. 5,20; así también ahora hace partícipe a sus apóstoles de ese poder de perdonar.



Las palabras de Jesucristo se refieren al perdón real de los pecados por el sacramento de la penitencia. Dz. 913.



El poder de perdonar no fue concedido a los apóstoles como carisma personal sino a la Iglesia como institución permanente, para pasarlo a los sucesores de los apóstoles.







28.- La confesión sacramental de los pecados esta prescrita por Derecho Divino y es necesaria para la salvación.



Julio III 1550-1555 Concilio de Trento 1545-63.



“Si alguno difiere que la confesión sacramental o que no fue instituida o no es necesaria para la salvación por derecho Divino; o difiere que el modo de confesarse secretamente con solo el sacerdote, que la Iglesia Católica observó siempre desde el principio y sigue observando, es ajeno a la institución y mandato de Cristo, y una intervención humana, sea anatema.” Dz. 916.



Los reformadores, negaron que la confesión particular de los pecados fuera de institución Divina y necesaria para la salvación.



Sagradas Escrituras:



No se expresa directamente la institución Divina de la confesión particular pero sí se deduce: la potestad para retener o perdonar no se puede ejercer debidamente si el que posee tal poder no conoce la culpa y la disposición del penitente. Para ello es necesario que el penitente se acuse.



El Papa León Magno contra los abusos de la confesión pública declaró:



“basta indicar la culpa de la conciencia a solas los sacerdotes mediante una confesión secreta.” Dz. 145.







29.-La Eucaristía es verdadero sacramento instituído por Cristo.



Paulo 111 1534-1549 Concilio de Trento 1545- 1563.



“Si alguno dijere que los sacramentos de la nueva Ley no fueron instituidos todos por Jesucristo, que son siete: bautismo, Eucaristía... y que alguno de estos no es verdadero y propiamente sacramento, sea anatema.”



Sagradas Escrituras:



El hecho de que Cristo instituyó la Eucaristía se ve en sus palabras:



“Haced esto en memoria mía...” Luc. 22,19.



En ella se cumplen todas las notas esenciales de la definición de sacramento:



La materia ----- el pan y el vino.

La forma ------- las palabras de la consagración.

La gracia interna ------ indicada y producida por el signo es la unión con Cristo y la vida eterna:



1.- “Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.” Jn. 6,56.

2.- “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna.” Jn. 6,54.







30.- La Unción de los enfermos es verdadero y propio sacramento instituído por Cristo.



Julio III 1550-1555 Concilio de Trento 1545-1563.



“Si alguno dijere que la extremaunción no es verdadera y propiamente sacramento instituído por Cristo nuestro Señor y promulgado por el bienaventurado Santiago Apóstol, sino sólo un rito aceptado por los Padres, o una invención humana, sea anatema. Dz. 926.



Pío X condenó la sentencia modernista que pretende que el apóstol Santiago pretendió en su carta recomendar una práctica piadosa. Dz. 2048.



Sagradas Escrituras.



Mc. 6,13 “expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.”



Santiago 5, 14 “¿Está alguno enfermo entre nosotros ungiéndole con óleo en nombre del Señor...”



Este pasaje expresa las notas esenciales del sacramento.



1) Signo exterior de la gracia: óleo (materia oración de los presbíteros (forma).

2) Efecto interior de la gracia expresado en el perdón de los pecados.

3) La institución por Cristo: “en el nombre del Señor” por encargo y autoridad del Señor.” cf. 5.10.







31.- El Orden es un verdadero y propio sacramento instituído por Cristo.



Pío IV 1559-1565 Concilio de Trento 1545-1563.



“Si alguno dijere que en el Nuevo Testamento no existe un sacerdocio visibles y externo, o que no se da potestad alguna de consagrar y ofrecer el verdadero cuerpo y sangre del Señor y de perdonar los pecados, sino solo el deber y mero ministerio de predicar el Evangelio...sea anatema” Dz. 961.



Como se ve existe en la Iglesia un sacerdocio visible y externo.



“Si alguno dijere que en la Iglesia católica no existe una jerarquía, instituida por ordenación Divina, que consta de obispos, presbíteros y ministros, sea anatema.” Dz. 966.



Y una jerarquía instituida por ordenación Divina.



Sagradas Escrituras.



Hech. 6, 6 “Los cuales (7 varones) fueron presentados a los apóstoles, quienes orando les impusieron las manos.” Institución de los diáconos.



Hech. 14, 22 “Les constituyeron presbíteros en cada Iglesia por la imposición de las manos.”







32.- Sacramentalidad del matrimonio.



“EL MATRIMONIO ES VERDADERO Y PROPIO SACRAMENTO INSTITUIDO POR CRISTO”.



Concilio de Trento 1545-1563 Pío IV 1559-1565.



“Si alguno dijere que el matrimonio no es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la Ley del Evangelio, e instituído por Cristo Señor, sino inventado por los hombres en la Iglesia, y que no confiere la gracia, sea anatema.” Dz. 971



Sagradas Escrituras:



Mt. 19,6. “así, pues, ya no son dos, sino una sola carne.”



Gen. 2, 23. “Por lo cual, abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se juntará a su mujer y serán dos en una sola carne.”



Mc. 10,9. “Lo que Dios unió el hombre no lo separe.”



Ef. 5,32. “Este sacramento grande es, pero en Cristo y en la Iglesia.”



El matrimonio, como institución natural es de origen divino. Dios creó a los hombres varón y hembra (Gen. 1,27) y depositó en la misma naturaleza humana el instinto de procreación. Dios bendijo a la primera pareja y les mandó que se multiplicaran “procread y multiplicaos y henchid la tierra. (Gen. 1,28).



Cristo restauró el matrimonio instituído y bendecido por Dios haciendo que recobrase su primitivo ideal de unidad e indisolubilidad y elevándolo a la dignidad de sacramento.







La escatología del individuo







1.- La Muerte. Origen de la Muerte.



La muerte, en el actual orden de salvación, es consecuencia primitiva del pecado.



Paulo III 1534-1549 Concilio de Trento 1545- 1563.



“Si alguno no confiesa que el primer hombre Adán, al transgredir el mandamiento de Dios en el paraíso, perdió inmediatamente la santidad y justicia en que había sido constituido e incurrió por la ofensa...en la muerte con que Dios antes le había amenazado...que toda la persona de Adán fue mudada en peor; se anatema



Aunque el hombre sea mortal por naturaleza, ya que su ser está compuesto de partes distintas, por revelación sabemos que Dios dotó al hombre, en el paraíso, del don preternatural de la inmortalidad corporal. Más por castigo, al quebrantar el mandato Divino es condenado a morir.



Sagradas Escrituras:



Gen. 2,17 Ya Adán había sido amenazado: “El día que de él comieres morirás...”



Rom. 5,12 “Por un hombre entró el pecado al mundo, y por el pecado la muerte...”







2.- El Cielo



LAS ALMAS DE LOS JUSTOS QUE EN EL INSTANTE DE LA MUERTE SE HALLAN LIBRES DE TODA CULPA Y PENA DE PECADO ENTRAN EN EL CIELO.



Benedicto XII 1334-1342 Constitución Benedictus Deus



29 Enero 1336.



“Por esta constitución que ha de valer para siempre y por autoridad apostólica definimos...que según la común ordenación de Dios, las almas completamente purificadas entran en el cielo y contemplan inmediatamente la esencia Divina, viéndola cara a cara, pues dicha Divina esencia se les manifiesta inmediata y abiertamente, de manera clara y sin velos; y las almas, en virtud de esa visión y ese gozo, son verdaderamente dichosas y tienen vida eterna y eterno descanso.” Dz. 530.



Símbolo apostólico del siglo V Dz. 6 y 9.



“Creo en la vida eterna”.



Sagradas Escrituras:



Jesús representa la felicidad del cielo bajo la imagen de un banquete de bodas: “Mientras iban a comprarlo, llegó el novio, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta.” Mt. 25,10.



La condición para alcanzar la vida eterna es conocer a Dios y a Cristo: “Esta es la vida eterna que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo.” Jn. 17,3.



“Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios.” Mt. 5, 8.



“Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman.” 1 Cor. 2, 9.



La vida eterna consiste en la visión de Dios. “Seremos semejantes a El porque le veremos tal cual es.” 1 Jn. 5, 13.



Los actos que integran la felicidad celestial son de entendimiento, (éste por un don sobrenatural “lumen gloriae” es capacitado para el acto de la visión de Dios. (Ps. 35, 10; Apoc.22,5) de amor y de gozo.







3.- El Infierno.



Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal van al infierno.



Benedicto XII 1334-1342 Const. Benedictus Deus 29-I-1336.



“Según la común ordenación de Dios, las almas de los que mueren en pecado mortal, inmediatamente después de la muerte, bajan al infierno, donde son atormentados con suplicios infernales.” Dz. 531.



El infierno es un lugar y estado de eterna desdicha en que se hallan las almas de los réprobos.



Niegan la existencia del infierno los que no creen en la inmortalidad personal. (materialismo).



Sagradas Escrituras:



Jesús amenaza con el castigo del infierno:



“Si, pues, tu ojo derecho te es ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo de ti, más te conviene que se pierda uno de tus miembros, que no todo tu cuerpo sea arrojado a la gehena.” Mt. 5, 29.



“Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehena.” Mt. 10, 28.



“¡Hay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que recorréis mar y tierra para hacer un prosélito y cuando llega a serlo, y, cuando llega a serlo, le hacéis hijo de condenación el doble que vosotros!.” Mt. 23, 15.



Fuego eterno:



“Entonces dirá también a los de su izquierda: “Apartaos de mi, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles.” Mt. 25, 41.



Suplicio eterno:



“E irán estos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna.” Mt. 25,46.



San Pablo en 2 Tes.1, 9. “Serán castigados a eterna ruina, lejos de la faz del Señor y de la gloria de su poder.”



San Justino, funda el castigo del infierno en la idea de la JUSTICIA DIVINA la cual no puede dejar impune a los transgresores de la ley.







4.- El Purgatorio



LAS ALMAS DE LOS JUSTOS QUE EN EL INSTANTE DE LA MUERTE ESTAN GRAVADAS POR PECADOS VENIALES O POR PENAS TEMPORALES DEBIDAS POR EL PECADO VAN AL PURGATORIO.



Purgatorio = lugar de purificación.



Gregorio X 1271-1276. II Concilio de Lyon, 1274.



“Las almas que partieron de este mundo en caridad con Dios, con verdadero arrepentimiento de sus pecados, antes de haber satisfecho con verdaderos frutos de penitencia por sus pecados de obra y omisión, son purificados después de la muerte con las penas del purgatorio.” Dz. 464.



Sagradas Escrituras:



Enseñan indirectamente la existencia del purgatorio concediendo la posibilidad de la purificación en la vida futura.



Los judíos oraron por los caídos a quienes se les habían encontrado objetos consagrados a los ídolos, a fin de que el Señor perdonara sus pecados.



“Por eso mandó hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado.” 2 Mac. 12, 46.



“Quien hablare contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero.”



Para San Gregorio Magno esta frase indica que las culpas se pueden perdonar en este mundo y también en el futuro.



La existencia del purgatorio se prueba especulativamente por la santidad y justicia de Dios. Esta exige que sólo las almas completamente purificadas sean exhibidas en el cielo; su justicia reclama que se paguen los erratos de pena todavía pendientes, y por otra parte, y por otra parte, prohibe que las almas unidas en caridad con Dios sean arrojadas al infierno. Por eso se admite un estado intermedio que purifique y de duración limitada.







5.- Fin del mundo



AL FIN DEL MUNDO, CRISTO, RODEADO DE MAJESTAD, VENDRA DE NUEVO PARA JUZGAR A LOS HOMBRES.



San Dámaso 366-384 1er. concilio de Constantinopla, 381.



“Símbolo Niceno-Constantinopla.”



“... y otra vez ha de venir con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos;...” Dz. 86.



Sagradas Escrituras:



Jesús predijo muchas veces su segunda venida (Parusía).



“porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta.” Mt. 16,27.



“Porque quien se avergüence de mi y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora , también el Hijo del hombre se avergonzará de el cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles.” Mc. 8,38. Lc. 9,26.



“El Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras.” Mt. 24,30. cf. Dan. 7,13.



“El fin de la segunda venida será resucitar a los muertos y dar a cada uno su merecido.” 2 Tes. 1,8.



“Por eso debemos ser hallados “irreprensibles” 1 Cor.1,8. 1 Tes. 3, 13.



Señales precursoras de la segunda venida:



1.- Predicación del Evangelio por todo el mundo.



“Se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el mundo entero, para dar testimonio a todas las naciones. Y entonces vendrá el fin. “ Mt. 24,14.



“Y es preciso que antes sea proclamada la Buena Nueva a todas las naciones.” Mc. 13,10.



2.- La conversión de los judíos.



“Pues no quiero que ignoréis, hermanos, este misterio, no sea que presumáis de sabios, el endurecimiento parcial que sobrevino a Israel, durará hasta que entre la totalidad de los gentiles y así todo Israel será salvo, como dice la Escritura: Vendrá de Sión el Libertador; alejará de Jacob las impiedades. Y esta será mi Alianza con ellos, cuando haya borrado sus pecados....” Rom.11,25-27. (totalidad moral).



3.- La apostasía de la fe.



“Jesús les respondió: “Mirad que no os engañe nadie. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: “Yo soy el Cristo”, y engañarán a muchos.” Mat. 24,4. (falsos profetas).



“Que nadie os engañe de ninguna manera.



Primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el Hombre impío, el Hijo de perdición, el Adversario que se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto hasta el extremo de sentarse él mismo en el Santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios.” 2 Tes. 2, 3. (Apostasía de la fe cristiana).



4.- La aparición del Anticristo.



“Antes de la apostasía, se manifestará el hombre de iniquidad... 2Tes. 2,3. Persona determinada que será instrumento de Satán.



5.- Grandes calamidades.



Ingentes calamidades o catástrofes naturales serán el preludio de la venida del Señor.



“Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, y las fuerzas de los cielos serán sacudidas.” Mt. 24, 29. cf. Is. 13, 10. “Cuando las estrellas del cielo y la constelación de Orión no alumbren ya, esté oscurecido el sol en su salida y no brille la luz de la luna.”







6.- Todos los muertos resucitaran con sus cuerpos en el ultimo día



Símbolo “Quicumque” llamado también: Atanasiano.



De hecho, éste símbolo alcanzó tanta autoridad en la Iglesia, occidental como orienta, que entró en el uso litúrgico y ha de tenerse por verdadera definición de fe.



“...Es, pues, la fe recta que creemos y confesamos que... y a su venida todos los hombres han de resucitar con sus cuerpos...” Dz. 40.



El símbolo apostólico confiesa: “Creo... en la resurrección de la carne”.



Sagradas Escrituras:



Jesús ,contesta a los saduceos:” en la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento, sino que serán como ángeles.” Mt. 22, 29.



“y saldrán los que han obrado el bien para la resurrección de la vida, y los que han obrado mal para la resurrección del juicio.” Mt. 5, 29



“A los que creen en Jesús y comen su sangre y beben su sangre El les promete la resurrección.” Jn. 6, 39



“Yo soy la resurrección y la vida.” Jn. 11, 25.



La razón iluminada por la fe prueba la conveniencia de la resurrección:



1.- por la perfección de la redención obrada por Cristo.

2.- por la semejanza que tienen con Cristo los miembros de su cuerpo místico.

3.- el cuerpo humano santificado por la Gracia, especialmente por la Eucaristía.







7.- El Juicio Universal.



CRISTO DESPUES DE SU RETORNO,JUZGARÁ A TODOS LOS HOMBRES.



Símbolo “Quicumque”.



Es, pues, la fe recta que creemos y confesamos que...desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos...”



Sagradas Escrituras:



Jesús toma a menudo como motivo de su predicación el día del juicio:



“por eso os digo que el día del Juicio habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotros.” Mt. 11, 22.



“El Hijo del hombre ha de venir en loa gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras.” Mt. 16, 27.



“Jesucristo ha sido instituído por Dios juez de vivos y muertos.” Hechos 10, 42.











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Arbil cede expresamente el permiso de reproducción, siempre bajo las premisas de buena fe, buen fin, gratuidad y citando su origen



Revista Arbil nº 71-72



Síntesis de espiritualidad católica (1)



por José Rivera y José María Iraburu



Indice general

Prólogo a la primera edición

Prólogo a la tercera edición

Prólogo a la quinta edición



Siglas,



Bibliografía general

-Historia de la espiritualidad,

-Obras generales de espiritualidad,

-Revistas de espiritualidad,



Introducción



La Teología Espiritual

-Nombre

-Naturaleza

-Ciencia difícil, ignorada y preciosa

-Espiritualidad y espiritualidades,



Primera parte



Las fuentes de la santidad



1. La devoción al Creador

-El misterio del cosmos maravilloso

-Dios Creador

-Las criaturas

-Espiritualidad creacional en la Biblia y la Tradición,

-Espiritualidad creacional



2. La confianza en la Providencia

-Dios conserva todo

-Dios coopera en todo

-Dios con su providencia gobierna todo

-Providencia sobre lo grande y lo mínimo

-Providencia amorosa, no obstante el mal

-Modos del gobierno divino providente

-Espiritualidad providencial

-La vía del abandono

.

3. Jesucristo

-Jesucristo, vida de los hombres

-Conocer a Jesucristo

-Jesús ante los hombres

-El hombre Cristo Jesús

-Jesucristo, el Hijo de Dios

-La pasión de Cristo

-El signo de la cruz

-La glorificación del humillado

-Vivir en Cristo

-Amar a Jesucristo

.

4. El don del Espíritu Santo

-Divina presencia creacional y presencia de gracia

-Primeros acercamientos de Dios

-El Templo

-La presencia espiritual

-Jesucristo, fuente del Espíritu Santo

-Jesucristo, Templo de Dios

-La Trinidad divina en los cristianos

-La inhabitación en la Tradición cristiana

-Síntesis teológica

-Eucaristía e inhabitación

Espiritualidad de la inhabitación



5. La Iglesia

-La Iglesia de los apóstoles

-Fe en Jesucristo

-Fe en la Iglesia

-La Iglesia de la Palabra

-La comunión de los santos

-La Iglesia de los sacramentos

-Hijos de la Iglesia



6. La Virgen María

-María, nuestra madre

-María, madre de la divina gracia

-La Virgen Madre, tipo de la Iglesia

-La devoción a la Virgen

-La oración a María



7. Lo sagrado

-Lo sagrado natural

-Lo sagrado judío

-Lo sagrado cristiano

-Teología de lo sagrado

-La disciplina eclesial de lo sagrado

-Secularización y desacralización

-Espiritualidad cristiana de lo sagrado

.

8. La liturgia

-Jesucristo, sacerdote eterno

-La presencia de Cristo en la liturgia

-La liturgia, obra de Cristo y de la Iglesia

-Cristo en la palabra

-Cristo en la oración litúrgica

-Cristo en los sacramentos

-Cristo en la eucaristía

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-El Año litúrgico

-Los sacramentales

-Liturgia simbólica y bella

-Las normas litúrgicas

-La participación en la liturgia

-La participación en la eucaristía

-La comunión frecuente

-La adoración eucarística

-La espiritualidad litúrgica



Segunda Parte



La santidad



1. Gracia, virtudes y dones

-La gracia en la Biblia

-La gracia santificante

-Gracia, virtudes y dones

-Virtudes, 96. -Virtudes teologales

-Virtudes morales

-Dones del Espíritu Santo

-Gracias actuales

-Crecimiento y penitencia

-Crecimiento y oración de petición

-Crecimiento y obras meritorias

-El crecimiento de las virtudes

-Crecimiento y sacramentos

-Crecimiento y gracias externas



2. La santidad

-La santidad en la Biblia.

-Elevación ontológica

-Deificación

-Espiritualización

-Santidad ontológica

-Santidad psicológica y moral

-Santificación de todo el hombre

-Santos no ejemplares

-Menosprecio de la santidad

-Amor a la santidad



3. La perfección cristiana

-Santidad y perfección

-La perfección cristiana consiste en la caridad

-Preceptos y consejos

-Vida ascética y vida mística

-La perfección cristiana está solamente en la vida mística

-Todos estamos llamados a la perfección

-Todos estamos llamados a la vida mística

-¿Todos estamos llamados a la contemplación mística?



4. La vocación

-La vocación humana y cristiana

-La elección

-La llamada

-Cristo llama a la santidad

-La vocación a la santidad

-Respuesta afirmativa

-Respuesta negativa

-Algunos errores



5. Fidelidad a la vocación

-Unidad de las vocaciones cristianas

-Vocación laical

-Vocación apostólica

-Vocaciones naturaleza y gracia

-Los laicos y la perfección cristiana: preceptos y consejos

-Discernimiento vocacional

-Fidelidad receptiva

-Fidelidad perseverante



6. Gracia y libertad

-Gracia y libertad

-Somos libres, no necesitamos gracia (pelagianismo)

-Voluntarismo

-No somos libres, necesitamos gracia (luteranismo)

-Quietismo

-Ni somos libres, ni necesitamos gracia (incredulidad moderna)

-Somos libres

-Necesitamos gracia

-Fe y obras

-Gracia y libertad

-Vivir según la gracia de Cristo

-¿Qué he de hacer Señor?

-La infancia espiritual



Tercera Parte



La lucha contra el pecado



1. El pecado

-El pecado en el Antiguo Testamento

-El pecado en el Nuevo Testamento

-Naturaleza del pecado

-Universalidad del pecado

-Pecado mortal y pecado venial

-Evaluación subjetiva del pecado concreto

-Efectos del pecado

-Pruebas y tentaciones

-La lucha contra las tentaciones

-Fase purificativa: no pecar

-La compunción

-Entre el don y el perdón de Dios



2. La penitencia

-La penitencia en la Biblia

-En la Iglesia antigua

-En la teología protestante

-En la doctrina católica

-La virtud de la penitencia

-Examen de conciencia

-Contricción

-Propósito de enmienda

-Expiación

-Penas de la vida

-Penas sacramentales

-Penas procuradas (mortificación)

-Oración, ayuno y limosna

-La penitencia hoy



3. El Demonio

-El origen del mal

-El Diablo en el Antiguo Testamento

-El Diablo en el Nuevo Testamento

-Errores

-Tradición y Magisterio

-Las tentaciones diabólicas

-Obsesión y posesión

-Espiritualidad de la lucha contra el Demonio

-Señales del Demonio



4. La carne

-Abnegación de la carne en el Nuevo Testamento

-Algunas claves previas

-Ascética activa y mística pasiva

-Sentido y espíritu

-Ascética del sentido

-Ascética del espíritu

-Ascesis del entendimiento

-Ascesis de la memoria

-Ascesis de la voluntad

-Ascesis del carácter

-Necesidad de la mística pasiva

-Mística del sentido

-Mística del espíritu



5. El mundo

-En el mundo, sin ser del mundo

-El influjo del medio sobre el individuo

-Los influjos sociales se reciben inconscientemente

-Conformismo, rebeldía e independencia

-La moda cambia

-La necesidad de afiliación social

-La libertad del mundo en la Biblia

-La libertad del mundo en la antigüedad cristiana

-El bautismo: apotaxis y syntaxis

-Ascesis para ser libres del mundo

-Claudicantes, resistentes y victoriosos

-Libres del mundo por la vida religiosa

-Libres del mundo por la muerte



Cuarta Parte



El crecimiento en la caridad



1. La humildad

-Libres en la verdad de la humildad

-Humildes ante Dios

-Humildes ante los hombres

-La virtud fundamental

-En el paganismo

-En el Antiguo Testamento

-En el Nuevo Testamento

-El Evangelio de la humildad

-En los apóstoles

-En el monacato primitivo

-San Agustín

-San Juan de la Cruz

-Humildes ante Dios

-Humildes ante los hermanos

-Humildes ante nosotros mismos

-Humildes en la actividad

-Humildes ante el pecado

-Humildes para amar

-Humildad personal, corporativa y de especie

-Vocaciones humildes y serviciales

-La humildad ha de ser pedida

-Juicio final de humildes y soberbios



2. La caridad

-El misterio del amor

-Dios es amor

-Dios nos amó primero

-Nosotros amamos a Dios

-Nosotros amamos al prójimo

-Amor a Dios y amor al prójimo

-Filantropía y caridad

-La virtud de la caridad

-Cualidades de la caridad al prójimo

-Universalidad de la caridad

-Orden de la caridad

-La caridad imperfecta

-Obras de la caridad

-Pecados contra la caridad

-Caridad y comunión

-El arte de amar



3. La oración

-La oración de Cristo

-La oración de los cristianos

-La oración cristiana

-Ejercicio de virtudes y oración

-La oración de petición

-Acción de gracia y alabanza

-La oración continua

-Las jaculatorias

-Los grados de la oración

-Cristianos sin oración

-Las oraciones activas

-Oración espontánea de muchas palabras

-Oración vocal

-Meditación

-Oración de simplicidad

-Las oraciones semipasivas

-Las oraciones pasivas

-Humildad: cada uno en su grado

-Oración y trabajo

-Lugar, tiempo y actitudes corporales

-Consejos en la oración dolorosa

-Dificultades en la oración

-Oración y apostolado

-Orad, hermanos



4. El trabajo

-En la creación ambivalente

-Visión mundana del trabajo

-Visión cristiana del trabajo

-Los fines del trabajo

-Espiritualidad del trabajo

-Errores y males en el mundo del trabajo

-Evangelización del trabajo mundano

-La cruz del trabajo

-La alegría del trabajo



5. La pobreza

-Los tres consejos evangélicos

-La revelación de la pobreza

-Bienaventurados los pobres

-¡Ay de los ricos!

-El peligro de las riquezas

-Los valores de la pobreza evangélica

-Medida de la pobreza

-La limosna

-La pobreza ignorada y despreciada

-Pobreza en el tener y austeridad en el usar

-Los diezmos



6. La castidad

-La castidad

-Castidad de todo el hombre

-Castidad en todos los estados de vida

-La castidad es fácil

-Cristo célibe, Esposo de la Iglesia

-El celibato cristiano

-Los valores del celibato evangélico

-Fecundidad de la virginidad

-Ascesis del celibato

-Significado escatológico del celibato

-Premio del celibato



7. La obediencia

-Obediencia y cosmos, desobediencia y caos

-La salvación por la obediencia de Cristo

-Obedecer a los hombres, como al Señor

-Obediencia y humildad

-Obediencia y fe

-Obediencia y esperanza

-Obediencia y caridad

-Obediencia y sacrificio

-Obediencia y apostolado

-Primacía de la obediencia

-Obedecer a Dios antes que a los hombres

-Obedecer mal

-Obedecer bien

-Una ascesis diaria para todos

-La dirección espiritual



8. La ley

-Las leyes

-La ley de Moisés

-La ley de Cristo

-Las leyes de la Iglesia

-La obediencia eclesial

-La ley en las diversas edades espirituales

-Leyes ontológicas, determinantes y prácticas

-Notas para una obediencia espiritual de la ley

-¿Cuándo es lícito no cumplir la ley?

-La cantidad conveniente de leyes

-El amor a la ley eclesial

-Los votos



Quinta Parte



Temas finales



1. La glorificación de Dios

-Gloria de Dios y santidad del hombre

-Pecado, soteriología y doxología.

-La gloria de Dios en Israel

-La gloria de Dios en Jesucristo

-La gloria de Dios en la Iglesia

-La recta intención

-La gloria de Dios en la vida ordinaria

-En la liturgia

-En la oración

-En el sacerdocio ministerial

-En el matrimonio

-En los religiosos

-En el apostolado

-En la beneficencia social.

-En la enfermedad, el martirio y la muerte

-En la alegría

-Hacia la plenitud celeste



2. Las edades espirituales

-El crecimiento espiritual en la Biblia

-En los Padres orientales

-En los Padres latinos

-En la Edad Media

-En épocas posteriores

-El Magisterio apostólico

-Cuadro sinóptico sobre el crecimiento espiritual, 410.

-El cristiano niño

-El cristiano joven

-El cristiano adulto

-Observaciones y conclusiones



3. El final de esta vida

-La unción de los enfermos

-Entre la vida y la muerte.

-El juicio particular

-El purgatorio

-El juicio universal

-La resurrección de los muertos

-El infierno

-El cielo.

-A la espera del Señor



Prólogo a la primera edición



Este libro se titula «Síntesis de espiritualidad católica» por dos razones: la primera, porque es





la síntesis de «Espiritualidad católica», una obra de 1.063 páginas que en 1982 publicamos en la editorial CETE; y la segunda razón, no pequeña, porque se trata en efecto de una síntesis de espiritualidad católica.



Hemos intentado, al menos, afirmar en todos los temas desarrollados que la espiritualidad cristiana es eclesial, es decir, que la recibimos de la Santa Madre Iglesia, la Católica. Por eso hemos tratado de dejar a un lado las devociones concretas o las espiritualidades peculiares - convenientes y necesarias en la vida de la Iglesia-, para exponer la espiritualidad católica, esto es, la espiritualidad universal, la esencial y permanente. Y en este sentido la presente obra puede ser igualmente válida para sacerdotes, religiosos y laicos, para los miembros de esta congregación religiosa o de aquel movimiento laical.



En este libro, igual que en su inmediato precedente, nos hemos mantenido siempre fieles a las categorías mentales y aun verbales de la misma Biblia, como es tradicional en la genuina espiritualidad católica: pecado, gracia, caridad, abnegación, penitencia, oración, carne, espíritu, demonio, mundo, ayuno, limosna, configuración a Cristo, docilidad al Espíritu, obediencia a la voluntad del Padre, etc. Esta proximidad constante a la temática y a la misma terminología de la Biblia y de la tradición contribuye, así lo creemos, a la claridad y a la certeza de la doctrina espiritual propuesta. No es ésta una doctrina espiritual nuestra, sino la de la Iglesia Católica, eso sí, con ciertas limitaciones y deficiencias que son nuestras y que no hemos sabido evitar.



Se observará que en esta obra los temas ascético-místicos van siempre precedidos de su fundamentación dogmática. Quizá esto a algunos pueda parecer superfluo, pero la situación de la fe en nuestro tiempo aconseja este método. ¿Cómo hablar, por ejemplo, de la espiritualidad providencial cuando actualmente hay tantos que no creen en una Providencia divina universal, sobre lo grande y sobre lo pequeño? ¿O cómo tratar de la lucha espiritual contra el demonio, si muchos no creen en su existencia? Quizá en otro tiempo los autores espirituales pudieran dar por supuestas las grandes premisas de la fe, pero hoy no sería prudente tal suposición.



Por otra parte, en este libro no sólamente afirmamos la verdad, sino que negamos también ((entre doble paréntesis)) el error contrario. Es un procedimiento antiquísimo, usado en todas las culturas, que ayuda mucho a perfilar una doctrina con claridad y viveza. Lo emplearon habitualmente los profetas, Jesucristo y los Apóstoles, y fue el sistema dialéctico usual en la Escuela cristiana clásica. Si tal procedimiento en esta obra puede parecer casi original, sólo se debe a que en buena parte ha caído en desuso, quizá por un mal entendimiento de lo que debe ser la tolerancia y el pluralismo teológico.



Para quienes hayan de emplear este libro como un manual de Teología Espiritual el mismo Indice puede servir de Programa de la asignatura. Pero no es más que una sugerencia. Convendrá, de hecho, que cada profesor de Espiritualidad, contando con los apoyos suministrados por esta obra, elabore su propio programa, según el número de horas lectivas y la situación de su alumnado, que son bastante diferentes en uno y otro centro.



Algunos lectores podrán hallar en este libro esquemas de predicación, y muchos tendrán en él un libro de meditación y de lectura espiritual.



Encomendamos esta obra a nuestros patronos personales, al bendito señor San José y a la gloriosa Santa Virgen María.



José Rivera



José María Iraburu



Junio 1988



Prólogo a la tercera edición,recordando a José Rivera



Antes de presentar la tercera edición de esta obra, debo hacer memoria de su coautor, José Rivera Ramírez, recientemente fallecido. Don José nació en Toledo, el 17 de diciembre de 1925, en el seno de una familia muy cristiana, de la que también nació Antonio, el Angel del Alcázar. Siendo José universitario de Acción Católica, conoció a Manuel Aparici, entonces presidente nacional de la misma. Ingresó en el Seminario de Comillas, donde cursó la filosofía y allí recibió un fuerte influjo del padre Manuel García Nieto, jesuita de santa memoria (1894-1974).



Hechos los estudios teológicos en Salamanca, en 1953 fue ordenado sacerdote de la diócesis de Toledo. En la parroquia toledana de Santo Tomé y en el pueblo de Totanés cumplió su primer ministerio pastoral. Desde 1957 hasta su muerte fue director espiritual de seminaristas, primeramente en Salamanca, en el Colegio Mayor del Salvador, para vocaciones tardías -donde él mismo se había formado-, y después en el Colegio Mayor Nuestra Señora de Guadalupe, perteneciente a la O.C.S. H.A.



Posteriormente desempeñó la misma función en Palencia, y finalmente en Toledo. Junto a ese ministerio fundamental, se ocupó también en el cuidado espiritual de sacerdotes jóvenes, en el servicio de los pobres, en la predicación de muchos retiros y ejercicios en distintos lugares de España, y en la dirección espiritual de laicos y religiosos. Cuando iba a dar un retiro a un grupo de sacerdotes jóvenes, sufrió un ataque al corazón, y después de unos días, consumó la entrega de su vida al Señor el 25 de marzo de 1991.



José Rivera es el hombre más bueno que he conocido, el más unido a Jesucristo. Y de una persona tan grande apenas es posible hablar dentro de los pequeños límites de un prólogo [...]



Esta tercera edición de la Síntesis de espiritualidad católica se mantiene casi igual a las dos primeras ediciones, aunque como ha sido totalmente reescrita, lleva innumerables pequeños retoques.



Por otra parte, sin contar ya con la colaboración de Rivera, he introducido en la II Parte algunos desarrollos sobre preceptos y consejos (en los capítulos 3 y 5) y también sobre gracia y libertad (capítulo 6); y en la IV Parte he añadido La humildad (capítulo 1).



Los amigos de Rivera pensamos que, ahora desde el cielo, va a ayudarnos todavía más.



José María Iraburu



Noviembre 1991



Prólogo a la quinta edición,



en la apertura del proceso de canonización de José Rivera



El 21 de noviembre de 1998 se abrió en Toledo el Proceso de canonización del Siervo de Dios José Rivera Ramírez, sacerdote, coautor de este libro. Sobre él publicamos entre varios amigos una biografía provisional, José Rivera, sacerdote, testigo y profeta, en BAC popular 113, Madrid 1995.



La Fundación José Rivera, que establecimos en Toledo poco después de su muerte, ha recogido y transcrito todos los muchos escritos inéditos que él dejó. Y entresacando de ellos, hemos publicado ya veinte cuadernos sobre temas muy diversos. Pueden ser solicitados a la misma Fundación (Apartado 307, 45080 Toledo).



En esta quinta edición, he puesto al día la bibliografía general y la de los distintos capítulos, y en éstos hago también referencia a los cuadernos de Rivera que tratan del tema.



También he considerado conveniente integrar en el texto de esta obra algunos lugares importantes del Magisterio apostólico reciente, concretamente del Catecismo de la Iglesia Católica (1992).



Que el Espíritu Santo ilumine a todos nuestros lectores, y que la Madre de Jesús interceda por ellos



José María Iraburu



Mayo 1999



Siglas



AA : Apostolicam actuositatem (concilio Vaticano II).



AAS : «Acta Apostolicæ Sedis», Roma 1909 ss.



AG : Ad gentes (Vat. II).



ASS : «Acta Sanctæ Sedis», Roma 1856-1908.



BAC : Biblioteca de Autores Cristianos, Editorial Católica S.A., Madrid 1945ss.



Catecismo: Catecismo de la Iglesia Católica, 1992.



CCL : Corpus Christianorum, Series Latina, París 1953ss.



CD : Christus Dominus (Vat. II).



CSEL : Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum, Viena 1866ss.



DP : Documentos de la revista «Palabra», Madrid 1979ss.



DSp : Dictionnaire de Spiritualité, París 1937ss.



DV : Dei Verbum (Vat. II).



Dz : Enchiridion Symbolorum definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, dir., H. Denzinger y A. Schonmetzer, Herder 1967 = El magisterio de la Iglesia, Barcelona, Herder 1963. Citamos por los nn. de la edición latina.



EL: Enchiridion documentorum instaurationis liturgicæ, I (1963-1973), dir. R. Kaczynski, Marietti 1976.



GS : Gaudium et spes (Vat. II)



Guibert: Documenta ecclesiastica christianæ perfectionis studium spectancia, dir. J. de Guibert.



KITTEL : Theologisches Worterbuch zum Neuen Testament, dir. G. Kittel, Stutgart 1933ss. = Grande Lessico del Nuovo Testamento, Brescia 1965ss. Citamos primero la ed. alemana, y la italiana, después.



LG : Lumen gentium (Vat. II).



MANSI : Sacrorum Conciliorum nova et amplissima collectio, dir. J. Mansi, Graz 1960ss.



MG : Patrologia græca, dir. J. P. Migne, París 1857ss.



ML : Patrologia latina, dir. J.P.Migne, París 1884ss.



NAe : Nostræ ætate (Vat. II).



OT : Optatam totius (Vat. II).



PC : Perfectæ caritatis (Vat. II).



PO : Presbyterorum ordinis (Vat. II).



SC : Sacrosanctum Concilium (Vat. II).



SCh : Sources Chrétiennes, París 1955ss.



STh : Summa Theologiæ de Sto. Tomás de Aquino.



UR : Unitatis redintegratio (Vat. II).



Bibliografía general



Historia de la espiritualidad



AA.VV., La spiritualità cristiana. Storia e testi, Roma, Studium 1981ss, I-XX; AA.VV., Storia della spiritualità, I-IXss, Bolonia, Ed. Dehoniane 1987-1993; M. Andrés, Historia de la mística de la Edad de Oro en España y América, BAC maior 44 (1994); Los místicos de la Edad de Oro en España y América, ib. 51 (1996); L. Bouyer, J. Leclercq, F. Vandenbroucke, L. Cognet, Histoire de la spiritualité chrétienne, I-III, Aubier 1960ss; H. Graef, Historia de la mística, Barcelona, Herder 1970; B. Jiménez Duque y otros, Historia de la espiritualidad, I-IV, Barcelona, Flors 1969 (hoy fondo de edit.Científico Médica- Dossat, Madrid); P. Pourrat, La spiritualité chrétienne, I-IV, París 1918-1928; A. Royo Marín, Los grandes maestros de la vida espiritual, BAC 347 (1973).



Obras generales de espiritualidad



AA.VV., Dictionnaire de Spiritualité ascétique et mystique, París, Beauchesne 1937ss; AA.VV., Diccionario de espiritualidad, I-III, Barcelona, Herder 1983-1984; AA.VV., Nuevo diccionario de espiritualidad, Madrid, Paulinas 1985; Albino del Bambino Gesù (= Roberto Moretti), Compendio di teologia spirituale, Marietti 1966; G. Barbaglio, Espiritualidad del N. T., Salamanca, Sígueme 1994 (+A. Bonora); C. A. Bernard, Teología espiritual, Madrid, Atenas 1994; Introducción a la teología espiritual, Estella, Verbo Divino 1997; A. Bonora (ed.), Espiritualidad del A. T., Salamanca, Sígueme 1994; L. Bouyer, Introducción a la vida espiritual, Barcelona, Herder 1964; M. Braña Arrese, Suma de la vida espiritual ascética y mística, Salamanca, San Esteban 1982, 3ª ed.; Crisógono de Jesús Sacramentado, Compendio de ascética y mística, Madrid, Revista de Espiritualidad 1946, 2ª ed.; S. De Fiores - T. Goffi y otros, Nuovo dizionario di Spiritualità, Roma, Paoline 1979; Ph. Ferlay, Compendio de la vida espiritual, Valencia, EDICEP 1990; S. Gamarra, Teología espiritual, BAC 1994; R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, I-II, Madrid, Palabra 19658; A. Gazzera - A. Leonelli, La via della perfezione, Fossano, Ed.Esperienze 1968?; J. González Arintero, La evolución mística, BAC 91 (1959) y Cuestiones místicas, BAC 154 (1956); J. de Guibert, Lecciones de teología espiritual, Madrid, Razón y Fe 1953; B. Jiménez Duque, Teología de la mística, BAC 224 (1963); F. Juberías, La divinización del hombre, Madrid, COCULSA 1972; S. Pinckaers, La vida espiritual, Valencia, Edicep 1995; J. Rivera - J. M. Iraburu, Espiritualidad católica, Madrid, CETE 1982; A. Royo Marín, Teología de la perfección cristiana, BAC 114 (1968, 5ª ed.); F. Ruiz Salvador, Caminos del Espíritu, Madrid, Espiritualidad 1974; J.-C. Sagne, Traité de théologie spirituelle, París, Ed. du Chalet 1992; T. Spidlik, Manuale fondamentale di spiritualità [orientale], Casale de Monferrato, Piemme 1994; J.-P. Torrel, Saint Thomas, maitre spirituel, Cerf-Ed. Universitaires de Fribourg, Suiza; G. Thils, Existencia y santidad en Jesucristo, Salamanca, Sígueme 1987 (reelaboración de Santidad cristiana); C. V. Truhlar, Structura theologica vitæ spiritualis, Roma, Gregoriana 1966, 3ª ed.; T. Vallgornera, Mystica theologia Divi Thomæ, I-II, Turín, Marietti 1890.



Revistas de espiritualidad



En español, «Manresa» (Barcelona-Madrid 1925ss.), «Revista Agustiniana de Espiritualidad» (Calahorra 1960ss), «Revista de Espiritualidad» (Madrid 1941ss), «Teología espiritual» (Valencia 1957ss).



En otras lenguas, «Christus» (París), «Doctrine and Life» y su «Supplement» (Dublín), «Ephemerides Carmeliticæ» (Roma), «Esprit et Vie», antes «L’Ami du Clergé» (Langes, Francia), «Geist und Leben» (München), «Rassegna di Ascetica e Mistica», antes «Rivista di Ascetica e Mistica» (Fiesole, Florencia), «Revue d'histoire de la Spiritualité» (París), antes «Revue d’Ascétique et de Mystique» (Toulouse), «Rivista di vita spirituale» (Roma), «Spiritual Life» (Washington D.C.), «Vie Consacrée» (Lovaina), «La Vie Spirituelle» y su «Supplement» (París 1919ss).



Muchas otras revistas ofrecen también estudios sobre teología espiritual: «Biblica» (Roma), «Ephemerides liturgicæ» (Roma), «Ephemerides Theologicæ Lovanienses» (Lovaina), «Gregorianum» (Roma), «Liturgie et Vie Chrétienne» (Montreal), «Lumière et Vie» (Lyon), «Lumen Vitæ» (Bruselas), «La Maison-Dieu» (París), «Nouvelle Revue Théologique» (Lovaina), «Phase» (Barcelona), «Revue Biblique» (París), «Revue Théologique de Louvain» (Lovaina), «Sacra Doctrina» (Bolonia), «Seminarium» (Ciudad del Vaticano).



INTRODUCCIÓN



La Teología Espiritual



AA.VV., De theologia spirituali docenda, «Seminarium» 26 (1974) 1-291; H. U. von Balthasar, Espiritualidad, en Ensayos teológicos I: Verbum Caro, Madrid, Cristiandad 1964, 235-289; L. Bouyer, Mysterion. Du mystère à la mystique, París, OEIL 1986; M. Gioia (ed.), La teologia spirituale. Temi e problemi, Roma, Editrice A. V. E. 1991; A. Guerra, Teología espiritual, una ciencia no identificada, «Rev. de Espiritualidad» 39 (1980) 335-414; G. Moioli, Il problema della Teologia spirituale, «La Scuola Cattolica» 94 (1966) 3*-26*; A. Queralt, La Espiritualidad como disciplina teológica, «Gregorianum» 70 (1979) 321-376; A. Royo Marín, Teología de la perfección cristiana, BAC 114 (1968, 5ªed.) nn.24-35; B. Secondin - J. Jansens, La spiritualità, Roma, Borla 1984.



Nombre



El estudio de los caminos del Espíritu, al paso de los siglos, ha recibido nombres diversos: mística, ascética, teología ascético-mística, teología de la perfección cristiana. Actualmente se habla sobre todo de Espiritualidad y de Teología Espiritual.



Mística es palabra de origen griego, cuya etimología sugiere lo misterioso, secreto, arcano. Ya en el s. V-VI el Pseudo-Dionisio habla de Theologia Mystica. En el XVI, San Juan de la Cruz entiende la teología mística como una sabiduría secreta, infundida en el alma por el Espíritu, a oscuras del entendimiento y de las otras potencias naturales (II Noche 17,2).



Ascética es también palabra griega, que significa el esfuerzo metódico para adiestrarse física o espiritualmente (+1Cor 9,24-27; Flp 3,14; 2 Tim 4,7).



Teología espiritual es el término empleado por el concilio Vaticano II (SC 16) y hoy más usado en documentos eclesiásticos y escritos teológicos.



Naturaleza



Recordemos en primer lugar que la teología es una, es decir, es una ciencia, y como tal tiene una unidad formal (STh II-II,1,1). Al lado de la cristología, el estudio de la gracia, la eclesiología y los demás tratados dogmáticos o morales, la teología espiritual es una parte más del árbol único de la teología. Podemos definir, pues, la teología espiritual como una parte de la teología, que estudia el dinamismo de la vida sobrenatural cristiana, con especial atención a su desarrollo perfectivo y a sus connotaciones psicológicas y metodológicas.



Al estudiar en teología, por ejemplo, la oración, la dogmática estudiará su posibilidad y naturaleza, la moral su conveniencia y necesidad, pero será la teología espiritual la que considere y describa la dinámica perfectiva de la oración cristiana, las fases típicas de su desarrollo, las connotaciones psicológicas de la misma, y los métodos para ejercitarse en ella.



Según esto, la teología espiritual se deduce no solo de los principios doctrinales -Biblia, magisterio, teología especulativa-, sino también de los datos experimentales atesorados por las generaciones cristianas, y muy especialmente por los santos -hagiografía-. En efecto, los santos de Cristo son testigos sumamente fidedignos del verdadero «camino del Señor» (Hch 18,25), y nos indican por dónde va y cómo hay que andarlo. Si queremos, pues, conocer cómo obra normalmente el Espíritu Santo en los cristianos, estudiemos con atención las vidas y escritos de los santos, pues ellos fueron hombres perfectamente dóciles a la acción divina de la gracia.



Digámoslo de otro modo: espiritualidad cristiana verdadera es aquella que en la práctica hace santos a quienes la siguen. Camino cierto de perfección cristiana es aquel que de hecho conduce a ser perfecto como el Padre celestial es perfecto. Por el contrario, son falsas aquellas espiritualidades que no conducen a la perfecta santidad, sino que producen confusión, dudas, cansancio, amargura, egoísmo, infecundidad apostólica. «Todo árbol bueno da buenos frutos, y todo árbol malo da frutos malos. Por los frutos, pues, los conoceréis» (Mt 7,17.20).



Ahora bien, ¿en la teología espiritual deben prevalecer los principios doctrinales o los datos experimentales? Ciertamente, si la doctrina es verdadera y la experiencia espiritual genuina, no podrá haber contradicción alguna. En todo caso, la espiritualidad siempre debe considerar juntamente doctrina teológica y vivencia cristiana. Si la teología espiritual optara por la experiencia, dejando un tanto de lado la doctrina teológica, quedaría reducida a un fideismo experiencial sujeto a las modas cambiantes y a los subjetivismos arbitrarios, es decir, quedaría sujeta al error. La verdadera espiritualidad cristiana cuida bien de integrar el ontologismo de las ideas con el psicologismo de la experiencia, y concede siempre el primado a los principios doctrinales.



Así procedieron los grandes maestros espirituales, como Santa Teresa de Jesús; ella en las cosas espirituales daba a la experiencia una gran importancia: «No diré cosa que no la haya experimentado mucho» (Vida 18,7 +Camino, prólogo 3). Pero ella valoraba también mucho el saber teológico, y no acababa de dar crédito a la experiencia -aunque fuera la suya propia-, en tanto no se viera autorizada por la doctrina. «No hacía cosa que no fuese con parecer de letrados» (Vida 36,5). Y decía: «Es gran cosa letras, porque éstas nos enseñan a los que poco sabemos y nos dan luz, y allegados a verdades de la Sagrada Escritura hacemos lo que debemos; de devociones a bobas líbrenos Dios» (13,16).



Ciencia difícil, ignorada y preciosa



La teología espiritual es difícil por varias razones:



1ª, por la multiplicidad de sus fuentes naturales -psicología, pedagogía, etc.- y sobrenaturales - Escritura, magisterio, dogmática, moral, liturgia, hagiografía, etc.-.



2ª, por la delicadeza inefable de su objeto: la acción del Espíritu sobre el hombre.



3ª, porque la santidad personal del teólogo influje mucho en la calidad de la teología espiritual elaborada. Es difícil en estos temas llegar al conocimiento de cosas espirituales que no se han experimentado, aunque solo sea inicialmente. Solo el que obra el bien viene a la luz; el que obra el mal la huye (Jn 3,20-21). En esta parte de la teología, aún más que en otras, son los limpios de corazón los que logran ver a Dios (Mt 5,8).



4ª, por la particular dificultad que hay en expresar con palabras humanas y lenguaje natural las obras del Espíritu divino. Santa Teresa advierte que, a veces, «consiste en la experiencia el saberlo decir» (Camino Perf. 8,1); pero no siempre basta la experiencia de los caminos del Espíritu para saber describirlos. Esto en ocasiones no es posible sin una gracia especial de Dios, que ni siquiera todos los santos han recibido, como es obvio (18,7).



Por todo ello, la verdadera espiritualidad cristiana es frecuentemente ignorada. Ciencia y experiencia dan conocimiento, y cuando de los caminos del Espíritu no se tiene ciencia ni se tiene experiencia -supuesto no infrecuente-, se padece ignorancia. Ciencia y experiencia en esto -como en todo- no pueden ser suplidas por el empeño de actitudes meramente voluntaristas. El que aspira a transfigurarse con Cristo en la cima del monte de la perfección evangélica, para llegar allá arriba necesita procurarse buenos planos -doctrina verdadera- y guías experimentados -maestros espirituales-. Sin plano y sin guía, no llegará a la cima, o llegará pero más tarde, con más rodeos, con más esfuerzos de los verdaderamente necesarios.



((En esto de la ignorancia de la verdadera espiritualidad evangélica hay varios errores y peligros que conviene señalar abiertamente:



-La ignorancia en temas de ascética y mística con frecuencia no se reconoce. Laicos y sacerdotes, llegado el caso, reconocen sin dificultad que no conocen bien la exégesis bíblica, o ciertas cuestiones dogmáticas, morales, históricas, litúrgicas o canónicas. Y consultan a los libros o a los expertos. Sin embargo, cuando surge una cuestión de espiritualidad la mayoría suele confiar en su propio criterio, como si siempre tuviera acerca de ella ciencia o experiencia, lo que muchas veces no es cierto. Se suele dar por supuesto que la conciencia está siempre bien formada, y sabe muy bien discernir lo bueno y lo malo. Los que siendo ignorantes mantienen tal convicción atribuyen normalmente sus males y flaquezas a la voluntad, sin sospechar que muchas veces obran mal porque están ignorantes o errados. Hay en esto sin duda un desprecio del conocimiento. Ignoran que la santidad es en su principio una metanoia, una transformación de la mente. Por eso no ponen ningún empeño en estudiar los buenos libros o consultar buenos guías espirituales. Prefieren no detenerse a pensar, y seguir, aunque sea malamente, caminando hacia adelante. Pero ¿van adelante?... Estos son los que corren «como a la ventura» y luchan «como quien azota el aire» (1Cor 9,26).



-La doctrina falsa o mediocre es frecuente en temas espirituales, probablemente más que en otros campos de la teología. Ya hemos dicho que, por varias razones, es ésta una ciencia difícil. Y no es fácil hacer bien lo que es difícil. Basta repasar una biblioteca de espiritualidad para comprobar cómo, en todas las épocas, la calidad se ha visto muchas veces cubierta por la cantidad mediocre. Los caminos anchos, andados por muchos, se recomiendan más que aquellos estrechos que llevan a la perfección: éstos son conocidos por pocos, y caminados por menos (Mt 7,13-14). No es raro en temas de espiritualidad un subjetivismo arbitrario, que no se interesa por la Revelación, el magisterio, la teología o la enseñanza de los santos. Tratando, por ejemplo, de oración, uno dirá: «Para mí toda actividad buena es oración». Otro dirá: «Para mí la verdadera oración es aquietar perfectamente el cuerpo y dejar la mente en total vacío». Otro dirá... lo que sea. En todo caso, unos y otros coinciden en que no estudian seriamente la doctrina ni consultan a los que saben. Se contentan con seguir sus propios gustos y opiniones: «no soportan la doctrina sana; sino que, según sus caprichos, se rodean de maestros que les halagan el oído» (2 Tim 4,3).



-No abundan los buenos guías espirituales. El maestro que da unas enseñanzas verdaderas, pero muy generales, ayuda poco al que busca la perfección. Pero el peligro mayor está en los guías ignorantes o malos. «Si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo» (Mt 15,14). San Juan de la Cruz recomienda mucho «mirar en qué manos se pone, porque cual fuere el maestro, tal será el discípulo» (Llama 3,30-31). Y Santa Teresa confiesa que «siempre fui amiga de letras, aunque gran daño hicieron a mi alma confesores medio letrados, porque no los tenía de tan buenas letras como yo quisiera. He visto por experiencia que es mejor -si son virtuosos y de santas costumbres- que no tengan ningunas, porque ni ellos se fían de sí mismos, sin preguntar a quien las tenga buenas, ni yo me fiara de ellos; buen letrado nunca me engañó» (Vida 5,3).))



Espiritualidad y espiritualidades



La Espiritualidad estudia cómo el Espíritu Santo actúa normalmente sobre los cristianos. Ahora bien, así como en todos ellos hay algo común -la naturaleza- y hay ciertas variedades -diferencias de sexo, temperamento, educación, época, etc.-, así podemos distinguir en la acción del Espíritu divino que reciben los cristianos una espiritualidad común y varias espiritualidades peculiares.



1.-La espiritualidad cristiana es una sola si consideramos su substancia, la santidad, la participación en la vida divina trinitaria, así como los medios fundamentales para crecer en ella: oración, liturgia, abnegación, ejercicio de las virtudes todas bajo el imperio de la caridad. En este sentido, como dice el concilio Vaticano II, «una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios» (LG 41a). «Todos los fieles, de cualquier estado y condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (40b). Y en el cielo, una misma será la santidad de todos los bienaventurados, aunque habrá grados diversos.



2.-Las modalidades de la santidad son múltiples, y por tanto las espiritualidades diversas. Podemos distinguir espiritualidades de época -primitiva, patrística, medieval, etc.-, de estados de vida -laical, sacerdotal, religiosa; es la diversidad que tiene más importante fundamento-, según las dedicaciones principales -contemplativa, misionera, familiar, asistencial, etc.-, o según características de escuela -benedictina, franciscana, ignaciana, etc.-



La infinita riqueza del Creador se manifiesta en la variedad inmensa de criaturas: no diez o cien, sino miles y miles de especies de plantas, de animales, de peces... También las infinitas riquezas del Redentor se expresan en esas innumerables modalidades de vida evangélica. El cristiano, sin una espiritualidad concreta, podría encontrarse dentro del ámbito inmenso de la espiritualidad católica como a la intemperie. Cuando por don de Dios encuentra una espiritualidad que le es adecuada, halla una casa espiritual donde vivir, halla un camino por el que andar con más facilidad, seguridad y rapidez, halla en fin la compañía estimulante de aquellos hermanos que han sido llamados por Dios a esa misma casa y a ese mismo camino.



3.-Hoy se da en la Iglesia un doble movimiento: por un lado, una tendencia unitaria hace converger las diversas espiritualidades en sus fuentes comunes, Biblia, liturgia, grandes maestros. Por otra, una tendencia diversificadora acentúa los caracteres peculiares de la espiritualidad propia a los distintos estados de vida, o a tales movimientos y asociaciones. La primera ha logrado aproximar espiritualidades antes quizá demasiado distantes, centrándolas en lo central. La segunda ha estimulado el carisma propio de cada vocación, evitando mimetismos inconvenientes.



((Ciertos radicalismos deben ser indicados en este punto:



-Un exceso unificador lleva en ocasiones a difuminar las espiritualidades particulares, ignorando los diversos carismas, rompiendo tradiciones valiosas, desvirtuando la fisonomía propia de las diversas familias, regiones, escuelas. Así se llega a una espiritualidad única para adolescentes, cartujos, madres de familia, párrocos o jesuitas. Es un empobrecimiento.



-Un exceso diversificador radicaliza hasta la caricatura los perfiles peculiares de una espiritualidad concreta; se apega demasiado a sus propios métodos, en lenguaje, modos y maneras; absolutiza lo accidental y relativiza quizá lo absoluto; pierde armonia evangélica y plenitud de valores. Así se produce un ambiente espiritual cerrado, aislado, con terminología propia, que para unos es muy gratificante, y para otros asfixiante. En tal ambiente, las eventuales iniciativas del Espíritu, si no se ajustan al modelo vigente en esa espiritualidad altamente diversificada y concretada, quedarán silenciosamente sofocadas. Y los integrantes de círculo tan cerrado y peculiar se mostrarán incapaces de colaborar con otros fieles o grupos cristianos, pues éstos son extraños al movimiento, grupo o institución. Es un empobrecimiento)).



4.-Sola es universal la Espiritualidad de la Iglesia, que tiene en la sagrada liturgia su principal escuela, abierta a todos los cristianos. Todas las demás espiritualidades acentúan más ciertos valores cristianos y menos otros: una es metódica y reglamentada, otra tiene pocas reglas; una insiste en la oración litúrgica, otra usa más las devociones populares...



San Juan de la Cruz: «A cada uno lleva Dios por diferentes caminos; que apenas se hallará un espíritu que en la mitad del modo que lleva convenga con el modo de otro» (Llama 3,59).



Ninguna espiritualidad o devoción concreta puede presentarse como necesaria para todos los cristianos. Únicamente la Espiritualidad de la Iglesia Católica, y su principal exponente, la liturgia, puede y debe requerir el consenso de todos los fieles católicos.



5.-La Teología Espiritual sistemática estudia la espiritualidad cristiana común, y ofrece su luz a todos los cristianos, sea cual fuere su condición o carisma propio. Es el intento de este libro, que, con las limitaciones inevitables, pretende exponer la espiritualidad cristiana universal, esto es, la espiritualidad católica.



1ª PARTE



Las fuentes de la santidad







1. La devoción al Creador



2. La confianza en la Providencia



3. Jesucristo



4. El don del Espíritu Santo



5. La Iglesia



6. La Virgen María



7. Lo sagrado



8. La liturgia



1. La devoción al Creador



AA.VV., Il Cosmo nella Bibbia, Nápoles, Dehoniane 1982; W. Heisenberg, Más allá de la física, BAC 370 (1974); P. Jordan, El hombre de ciencia ante el problema religioso, Madrid, Guadarrama 1972; J. M. Riaza, Azar, ley, milagro, BAC 236 (1964); S. Vergés, Dios y el hombre: la creación, Madrid, EDICA 1980.



El misterio del cosmos maravilloso



La contemplación del mundo creado es el fundamento de la religiosidad del hombre, «pues lo invisible de Dios -su eterno poder y su divinidad-, desde la creación del mundo se puede ver, captado por la inteligencia, gracias a las criaturas» (Rm 1,20; + Job 12,7-10; Sal 18,2-7; Sab 13,1- 9; Hch 14,15-17; 17,24-28).



La creación nos muestra una variedad casi infinita de seres creados, una innumerable diversidad de seres vivientes, desde el virus que se mide en milimicras hasta la ballena de treinta metros, desde la fascinante concha nacarada hasta las alucinantes magnitudes de las galaxias que distan de nosotros millones de años-luz. La inmensidad de la creación es un reflejo formidable de la infinitud del Creador.



Toda la creación, pero especialmente el mundo de las criaturas con vida, abunda en enigmas insolubles. ¿Dónde tiene su origen el milagro de lo que tiene vida? ¿Cómo explicar la perfección y complejidad de sus delicadas funciones? ¿Cómo explicar esos vuelos migratorios de cinco mil kilómetros -de día, de noche, con tormentas-, con rumbos infalibles? ¿Cómo comprender el vuelo de los murciélagos en la oscuridad?... Son las preguntas del libro de Job (38-41). ¿Cómo entender el misterio del hombre, pastor, músico, navegante, sacerdote, poeta, ingeniero capaz de llegar a la Luna?...



Ante la grandeza del Creador, revelada en las criaturas, el hombre no puede menos de «enmudecer» doblegándose en la adoración más rendida (Job 40,3-5;42,1-6). Verdaderamente la Creación es misteriosa: refleja en sí misma el esplendor inefable del Misterio eterno trinitario.



Dios Creador



Sinteticemos en varias proposiciones la fe en el Creador.



1.-Dios es el «Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible»: todos los seres han sido producidos por él de la nada, esto es, según toda su substancia (Vat.I, 1870: Dz 3025). Es Dios la causa total del ser de las criaturas. Es Dios quien las ha creado partiendo solo de sí mismo, sin nada presupuesto. Es Dios el único que puede crear, haciendo que las criaturas salven la infinita distancia que hay del no-ser al ser. «Yo soy Yavé, el que lo ha hecho todo: yo, yo solo desplegué los cielos y afirmé la tierra. ¿Quién me ayudó?» (Is 44,24).



2.-Padre, Hijo y Espíritu Santo son «un solo principio de todas las cosas», espirituales y corporales, angélicas y mundanas (Lat.IV, 1215: Dz 800). «No son tres principios de la creación, sino un solo principio» (Florent. 1442: Dz 1331). La Biblia atribuye unas veces la creación al Padre (Mt 11,25), otras al Hijo (Jn 1,3; Col 1,15s), o al Padre por Cristo, «por quien hizo el mundo» (Heb 1,2; +1Cor 8,6). Y estas atribuciones han sido el fundamento de grandes tesis teológicas:



«Dios es causa de los seres por su inteligencia y por su voluntad, como lo es un artífice respecto a las cosas que hace. El artífice obra por la idea que ha concebido en su inteligencia, y por el amor nacido en su voluntad hacia algo. Análogamente, Dios Padre ha hecho la creación por su Verbo, que es el Hijo, y por su Amor, que es el Espíritu Santo» (STh I,45,6).



3.-Dios, en un acto totalmente libre, creó el mundo solo por amor. «La única causa que impulsó a Dios a crear fue el deseo de comunicar su bondad a las criaturas que iban a ser hechas por él» (Catecismo Romano I,1). Dios, sin coacción de nada ni de nadie, pudo crear o no crear, pudo crear este mundo u otro diverso. Y quiso crear este mundo para poder comunicar a las criaturas, que no existían, algo de su ser, de su bondad, de su hermosura y de su vida. No ama Dios las cosas porque existen, sino que las cosas existen «porque» Dios las ama.



Y así dice la Escritura: Tú, Señor, «amas todo cuanto existe y nada odias de lo que has hecho, que no por odio hiciste cosa alguna. ¿Cómo podría subsistir nada si tú no lo quisieras o cómo podría conservarse sin ti? » (Sab 11,25-26). Señor, «tú creaste todas las cosas y por tu voluntad existen y fueron creadas» (Ap 4,11).



4.-Dios creó al hombre en el «día sexto» como culmen de su obra creativa, y partiendo ya de algo creado -un muñeco de tierra, un antropoide, es lo mismo-. A esta criatura preexistente, anteriormente creada, el Señor «le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado», criatura espiritual, «imagen» de su Creador (Gén 2,7; 1,27). Más aún, Dios mismo es «el Creador en cada hombre del alma espiritual e inmortal» (Credo del pueblo de Dios 30-VI-1968, n.8). Y así el hombre, coronado de gloria y dignidad, queda constituido por Dios como señor de toda la creación visible (Sal 8).



5.-Dios constituyó a Jesucristo como vértice de toda la creación. El es la imagen perfecta de Dios, a quien revela, y él es la imagen perfecta del hombre, a quien también revela (GS 22ab). «Él es el esplendor de la gloria [del Padre] y la imagen de su substancia, y el que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas» (Heb 1,3). «Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura» (Col 1,15).



6.-El mismo Dios, en Jesucristo, es la norma inteligente de todo lo creado. Todo, desde la geometría armoniosa de las galaxias hasta la organización interna de una célula -perfecta en su estructura, su finalismo, su información genética-, todo está transido por la misteriosa sabiduría del Creador: «Antes de que fueran creadas todas las cosas, ya las conocía él, y lo mismo las conoce después de acabadas» (Sir 23,29). Y es Jesucristo, el «primogénito de toda criatura», el canon universal de todo lo que tiene ser creado, pues «por medio de él fueron creadas todas las cosas, celestes y terrestres, visibles e invisibles, todo fue creado por él y para él, él es anterior a todo, y el universo tiene en él su consistencia» (Col 1,16-17).



Las criaturas



El cristiano conoce la bondad del mundo creado, sabe que «todas las cosas son puras» (Rm 14,20; +Tit 1,15). Ama sinceramente a toda la creación, participando así de los mismos sentimientos del Padre celestial: «Vio Dios que era muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31).



((El pesimismo ontológico sobre el mundo, tan frecuente en las filosofías y religiones paganas, es completamente extraño a la espiritualidad cristiana. Para el budismo el mundo es una ilusión, para otras sabidurías orientales es la obra mala y peligrosa de un demiurgo. Para el cristiano el mundo es la obra maravillosa de un Dios infinitamente bueno, sabio y bello; es una obra distinta de su Autor, pero que manifiesta su gloria)).



Un vínculo profundo y necesario une al Creador y la criatura. Las cosas «son» criaturas de Dios: ésta es su identidad más profunda. En Dios hallan permanentemente las criaturas acogida en el ser y fuerza en el obrar. En el ser y en el obrar la dependencia ontológica de la criatura respecto de Dios es total. Sin él, la criatura cae en la nada, pues no tiene en sí misma la razón de su ser.



Por eso mismo la criatura está finalizada en el Creador. No podría ser de otro modo. «De él, por él, y para él son todas las cosas» (Rm 11,36). El es «el alfa y la omega» (Ap 1,8). «El mundo ha sido creado para la gloria de Dios» (Vat.I 1870: Dz 3025). El bien de la criatura y la gloria de Dios coinciden infaliblemente, pues la perfecta realización de la criatura estriba en la perfecta fidelidad a la ley del Señor.



Según todo esto, Dios es el Autor que tiene plena autoridad sobre la creación, como «Señor del cielo y de la tierra», y él hace participar de su autoridad a ciertas criaturas. En efecto, el mundo no es un montón informe de criaturas, en el que todas serían iguales y meramente yuxtapuestas, sino un todo orgánicamente unido, con partes siempre desiguales y complementarias. Y así como las criaturas no-libres obedecen a Dios necesariamente -el agua, los astros, las plantas-, y en esa obediencia hallan su propio bien, así también las criaturas libres, los hombres, hallan su bien obedeciendo en todo al Autor divino y a todas las autoridades por él constituidas en la familia, la escuela, la ciudad, el ejército, la asamblea religiosa.



((El igualitarismo moderno, de inspiración atea, es contrario no sólo a la Revelación, sino también a la naturaleza. Es una ideología falsa que sólamente haciendo violencia a la realidad de las cosas puede afirmarse. Sabemos científicamente que, por ejemplo, en cualquier asociación de vivientes - una manada de lobos- domina la confusión y la ineficacia hasta que en ella se establece una estructuración jerárquica, que implica relaciones desiguales. Pues bien, la autoridad -la jerarquía, la desigualdad-, que es natural entre los animales, sigue siendo natural entre los hombres. Ciertamente en las sociedades humanas habrá que distinguir -no así en las animales- desigualdades justas, procedentes de Dios, conformes a la naturaleza, y desigualdades injustas, nacidas de la maldad de los hombres: habrá, pues, que afirmar las primeras y combatir las segundas. Pero en todo caso debe quedar claro que el principio igualitario, en cuanto tal, es injusto, es violento, es contrario a la naturaleza)).



Espiritualidad creacional en la Biblia y la Tradición



En el Antiguo Testamento Dios se revela como «el Creador del cielo, el Dios que formó la tierra» (Is 45,18), ante el cual todos los otros dioses aparecen ilusorios y ridículos, sin ser ni fuerza (46; 48,12-13; +2 Mac 7,28-29). El, precisamente por ser el Creador, debe ser escuchado y obedecido sin resistencia alguna: «Y vosotros... ¿me vais a dar instrucciones sobre la obra de mis manos? Yo hice la tierra y creé sobre ella al hombre; mis propias manos desplegaron el cielo, y doy órdenes a su ejército entero» (Is 45,11-12).



A este Dios Creador, a este Autor único del universo, se alza la oración de Israel: «Tú, que has hecho el cielo y la tierra y todas las maravillas que hay bajo el cielo, tú eres el dueño de todo, y nada hay, Señor, que pueda resistirte» (Est 13,10-12). Vano sería que la criatura, en sus angustias, pusiera en «los montes» del poder humano su esperanza; «el auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Sal 120,1-2; +123). Israel debe confiar en el Creador, que cuida de la tierra y la enriquece constantemente sin medida (64,7-14). A él debe dirigir su admiración y su alabanza (103), haciéndose portavoz de todas las criaturas inanimadas y mudas (97).



En el Nuevo Testamento ésta misma es la devoción gozosa de Jesucristo ante el Creador, ante el «Señor del cielo y de la tierra» (Mt 11,25), como en tantos pasajes del evangelio se manifiesta (Mt 13,35; Mc 10,6; 13,19; Lc 11,50; Jn 17,24). Esta es la espiritualidad de los apóstoles, que al Creador dirigen sus oraciones: «Tú, Señor, al principio fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos» (Heb 1,10; +Hch 4,24; 14,15; 17,24; Ef 3,9; Col 1,16). El Dios de los apóstoles es el que llama a la existencia a «lo que aún no es» (Rm 4,17). A Dios Creador se dirige el más antiguo culto cristiano: «Adorad al que ha hecho el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas» (Ap 14,7; +4,11).



En la Tradición cristiana la devoción al Creador tiene frecuentes y conmovedoras expresiones. Así en San Agustín: «Tú eres Dios, tú el Creador, tú el Salvador: tú nos diste el ser, tú nos diste la salvación» (ML 35,1653). La Liturgia de la Iglesia invoca con devoción al Creador de todo, incluye en las solemnes lecturas de la vigilia pascual el relato de la creación, y sobre todo en los himnos de la liturgia de las Horas se dirige devotamente al que es Señor del mundo, de sus días, noches y estaciones -Aeterne rerum Conditor, Deus Creator omnium, Lucis Creator optime, etc.-. Toda esta piedad creacional impregna hondamente las diversas escuelas de espiritualidad cristiana.



San Francisco de Asís -el canto al Hermano Sol- y la familia franciscana deben ser citados aquí en primer lugar. Pero también el principio y fundamento de la espiritualidad ignaciana es la convicción de que «el hombre es creado para alabar» a Dios, «y las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el hombre, y para que le ayuden a conseguir el fin por el que ha sido creado».



San Ignacio de Loyola ve a Dios como Redentor, pero también como Creador; y por eso quiere que contemplemos siempre «cómo Dios habita en las criaturas, en los elementos dando ser, en las plantas vegetando, en los animales sintiendo, en los hombres dando entendimiento; y así en mí dándome ser, animando, sintiendo y haciéndome entender; así mismo haciendo templo de mí, siendo creado a semejanza e imagen de su divina majestad» (Ejercicios 235).



La escuela carmelitana sigue a Santa Teresa de Jesús, que se aprovechaba espiritualmente viendo «campo o agua, flores; en estas cosas hallaba yo memoria del Creador, digo que me despertaban y recogían y servían de libro» (Vida 9,5; +San Juan de la Cruz, 2 Subida 5,3).



((La disminución de la devoción al Creador es una de las enfermedades más graves del cristianismo actual. No es hoy frecuente invocar al Creador -al menos no lo es tanto como en otros siglos-. Las criaturas son vistas con ojos paganos, como si subsistieran por sí mismas. Esto, según las personas y circunstancias, lleva a la angustia, a la aridez espiritual, al consumismo ávido...



Si los creyentes antiguos, cuando tan poco conocían del mundo creado, se extasiaban alabando al Creador, ¿con qué entusiasmo habremos de cantar al Creador nosotros, que conocemos como nunca las maravillas del mundo visible? Por otra parte, la piedad creacional -tan propia de la espiritualidad laical- hoy resulta especialmente necesaria, pues jamás el hombre había logrado un tan grande dominio sobre el mundo; nunca había poseído tantas, tan preciosas y variadas criaturas.))



Espiritualidad creacional



El amor al Creador es un rasgo fundamental de la espiritualidad cristiana. Como dice San Basilio, «nosotros amamos al Creador porque hemos sido hechos por él, en él tenemos nuestro gozo, y en él debemos pensar siempre como niños en su madre» (Regla larga 2,2). Las Horas litúrgicas de cada día comienzan invocándole: «Venid, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, Creador nuestro» (Sal 94,6); pues «él nos hizo y somos suyos» (99,3).



La admiración gozosa ante la creación, que canta incesantemente la gloria de Dios... En la visión cristiana del mundo -a pesar de estar tan estropeado por el pecado-, lo sustantivo es la contemplación admirada, lo adjetivo es el conocimiento penoso del mal. Y no debemos permitir que la pena predomine sobre el gozo. Por el contrario, el entusiasmo religioso debe llevarnos a decir: «Tus acciones, Señor, son mi alegría, y mi júbilo las obras de tus manos. ¡Qué magníficas son tus obras, Señor, qué profundos tus designios! El ignorante no los entiende, ni el necio se da cuenta» (Sal 91,5-7).



Hemos de contemplar la presencia de Dios en sus criaturas. Mientras el hombre no ve a Dios en el mundo, está ciego; mientras no escucha su voz poderosa en la creación, está sordo (Sal 18, 2-5; 28). Santa Teresa cuenta que no fue educada en la captación de esa presencia, sino que la descubrió por experiencia (Vida 18,15).



La admiración de Dios en sus criaturas es uno de los rasgos principales de la espiritualidad de San Agustín: «La hermosura misma del universo es como un grande libro: contempla, examina, lee lo que hay arriba y abajo. No hizo Dios, para que le conocieras, letras de tinta, sino que puso ante tus ojos las criaturas que hizo. ¿A qué buscas testimonio más elocuente? El cielo y la tierra te gritan: Somos hechura de Dios» (Confesiones 10,6).



Es la misma vivencia religiosa de San Francisco de Asís que, «en cualquier objeto admiraba al Autor, en las criaturas reconocía al Creador, se gozaba en todas las obras de las manos del Señor. Y cuanto hay de bueno le gritaba: El que nos ha hecho es mejor... Abrazaba todas las cosas con indecible devoción afectuosa, les hablaba del Señor y les exhortaba a alabarlo. Dejaba sin apagar las luces, lámparas, velas, no queriendo extinguir con su mano la claridad que le era símbolo de la luz eterna. Caminaba con reverencia sobre las piedras, en atención a Aquel que a sí mismo se llamó Roca... Pero ¿cómo decirlo todo? Aquel que es la Fuente de toda bondad, el que será todo en todas las cosas, se comunicaba a nuestro Santo también en todas las cosas» (Tomás de Celano, II Vida cp.124).



La piedad creacional nos da conciencia de la dignidad del hombre y de Jesucristo, su cabeza. Dios sometió al hombre todas las criaturas (Sal 8,7), y constituyó a Cristo, también en cuanto hombre, Rey del universo, Señor del cielo y de la tierra (Mt 28,18), Heredero de todo (Heb 1,2). Ahora, como dice el Apóstol, «todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1Cor 3 ,23 ).



Por último, el horror al pecado surge de ver que por él nos entregamos a las criaturas, despreciando a su Creador. Es un abismo insondable de culpa y miseria en el que se hunden los pecadores: «Adoraron y sirvieron a la criatura en vez de al Creador. ¡Bendito él por siempre! Amén» (Rm 1,25).



2. La confianza en la Providencia



R. Garrigou-Lagrange,La Providencia y la confianza en Dios, Madrid, Palabra 1980, 2ª ed.; P. Grelot, Dans les angoisses: l’espérance, París, Seuil 1982; San Claudio La Colombière, El abandono confiado a la divina Providencia, Barcelona, Balmes 19932; A. Molinaro, Ascesi e Providenza, «Aquinas» 25 (1982) 269-285.



Dios conserva todo



«Todo lo que Dios creó, con su providencia lo conserva y gobierna» (Vat.I: Dz 3003). Las criaturas no tienen su causa en sí mismas, sino que tienen siempre su causa en Dios, del que reciben constantemente el ser y el obrar.



«Realizada la creación, Dios no abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término» (Catecismo 301). Sin esta acción conservadora y providente, las criaturas «volverían en seguida a recaer en la nada» (Catecismo Romano I,1,21).



Dios co-opera en todo



En efecto, Dios «no solo conserva y gobierna las cosas que existen, sino que también impulsa, con íntima eficacia, al movimiento y a la acción a todo cuanto en el mundo es capaz de moverse o actuar, no destruyendo, sino previniendo la acción de las causas segundas» (Catecismo Romano I,1,22). Por tanto, «Dios actúa en las obras de sus criaturas. Él es la causa primera que opera en y por las causas segundas» (Catecismo 308). Ahora mismo, Él concurre a la acción de quien esto escribe y de quien esto lee.



Dios coopera al movimiento de todas las criaturas no-libres. Los fenómenos naturales - químicos, vegetativos, astronómicos-, en su cadencia siempre igual, no reciben su explicación última de la eficacia de ciertas «leyes» -químicas, vegetativas, astronómicas-, como si éstas fueran misteriosas personalidades anónimas, causantes de la armonía del cosmos. Dios mismo, el Señor del universo, es la íntima ley de cada criatura: es él quien perpetuamente les da el ser y el obrar. Y «así vemos al Espíritu Santo, autor principal de la Sagrada Escritura, atribuir con frecuencia a Dios acciones sin mencionar causas segundas. Esto no es una "manera de hablar" primitiva, sino un modo profundo de recordar la primacía de Dios y su señorío absoluto sobre la historia y el mundo» (Catecismo 304).



Dice, pues, bien la Biblia -sin ninguna ingenuidad teológica- que es Dios quien «esparce la escarcha como ceniza, hace caer el hielo como migajas y con el frío congela las aguas; envía una orden y se derriten, sopla su aliento y corren hacia el mar» (Sal 147,16-18). Jesús mismo dice que es Dios quien «hace salir el sol», «hace llover», y «alimenta y viste» a sus criaturas (Mt 5,45; 6,26.30).



Y Dios, evidentemente, coopera también a la acción de todas las criaturas-libres. En efecto, «Dios concede a los hombres poder participar libremente en su providencia... no sólo por sus acciones y oraciones, sino también por sus sufrimientos» (Catecismo 307). Ninguna acción del hombre, por tanto, puede producirse sin el concurso divino, pues en Dios «vivimos, nos movemos y somos» (Hch 17,28). «Cuanto hacemos, eres Tú quien para nosotros lo hace» (Is 26,12). Es éste, sin duda, un gran misterio, de difícil investigación teológica. ¿Cómo Dios puede mover la libertad del hombre sin destruirla?



Santo Tomás dice así: «Nuestro libre arbitrio es causa de su acto, pero no es necesario que lo sea como causa primera. Dios es la causa primera que mueve las causas-naturales [las criaturas] y las causas-voluntarias [los hombres]. Moviendo las causas-naturales, no destruye la naturalidad y espontaneidad de sus actos. Igualmente, moviendo las causas-voluntarias, no destruye la libertad de su acción, sino más bien la confiere, la hace en ellas. En una palabra, Dios obra en cada criatura según su modo de ser» (STh I,83,1 ad 3m).



Dios con su providencia gobierna todo



La providencia divina es el gobierno de Dios sobre el mundo, es la ejecución en el tiempo del plan eterno de Dios sobre el mundo. Ningún suceso, grande o pequeño, bueno o malo, sorprende el conocimiento de Dios o contraría realmente su voluntad. En este sentido, todo cuanto sucede es providencial. Pensar que la criatura pueda hacer algo que se le imponga a Dios, aunque éste no lo quiera, es algo simplemente ridículo. Dios es omnipotente. La creación nunca se le va de las manos, en ninguna de sus partes. Tal posibilidad es inconcebible para una mente sana.



La armonía del orden cósmico es la manifestación primera de la providencia de Dios. Es asombrosa, es un milagro permanente. No sería en absoluto explicable la permanencia milenaria de los órdenes naturales sin una suprema y eficaz Inteligencia ordenadora.



«En efecto, vemos que cosas sin conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un fin -lo que es patente, ya que siempre o frecuentemente obran del mismo modo, y en orden a conseguir lo que es óptimo [por ejemplo, la maduración de un fruto, su desarrollo genético sumamente complejo y perfecto]-; es claro, pues, que alcanzan sus fines no por azar, sino intencionalmente. Ahora bien, los seres sin conocimiento no pueden tender a un fin sino bajo la dirección de otro ser consciente e inteligente, como la flecha lanzada por el arquero. En consecuencia, existe un Inteligente, a quien llamamos Dios, que ordena a fin todas las cosas naturales» (STh I,2,3).



Toda la historia humana es providencial, la de los pueblos y la de cada hombre. «Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Rm 8,28). La historia podrá parecernos muchas veces «un cuento absurdo contado por un loco», pero todo tiene un sentido profundo, nada escapa al gobierno providente de Dios, lleno de inteligencia y bondad. Esta es sin duda una de las principales revelaciones de la Sagrada Escritura. El Catecismo menciona la historia de José y la de Jesús como ejemplos impresionantes de la infalible Providencia divina (312).



Recordemos la historia de José, vendido por sus hermanos como esclavo a unos madianitas... Todo un conjunto de circunstancias, cada una de ellas perfectamente contingente, muchas de ellas criminales, le conducen a ser ministro del Faraón y a recibir en Egipto a sus hermanos. Pero José es bien consciente de que su vida es un despliegue misterioso de la providencia divina. Y así lo dice a sus hermanos: «No sois vosotros los que me habéis traído aquí; es Dios quien me trajo y me ha puesto al frente de toda la tierra de Egipto» (Gén 45,8; +39,1s).



Recordemos la historia de Jesús, «preconocido antes de la creación del mundo, y manifestado al fin de los tiempos por amor nuestro» (1Pe 1,20). Jesús se acerca a «su hora» libremente (Jn 10,18), para que se cumplan en todo las predicciones de la Escritura (Lc 24,25-27). El es «el Misterio escondido desde los siglos en Dios». En él se realiza exactamente «el plan eterno» que Dios, «conforme a su beneplácito, se propuso realizar en Cristo, en la plenitud de los tiempos» (Ef 1,9-11; 3,8-11; Col 1,26-28). En la Pasión, concretamente, el desbordamiento de los pecados humanos no tuerce ni desvía el designio providencial divino; por el contrario, le da cumplimiento histórico: «se aliaron Herodes y Poncio Pilato con los gentiles y el pueblo de Israel contra tu santo siervo, Jesús, tu Ungido; y realizaron el plan que tu autoridad había de antemano determinado» (Hch 4,27-28). Todo es providencial en la historia de Jesús.



Y, evidentemente, la providencia de Dios que se cumple en José o en Jesús, se cumple infaliblemente en todos y cada uno de los hombres.



La providencia divina es infalible precisamente porque es universal: nada hay en la creación que pueda desconcertar los planes de Dios. Él mismo nos lo asegura:



«Sí, lo que yo he decidido llegará, lo que yo he resuelto se cumplirá... Si Yavé Sebaot toma una decisión ¿quién la frustrará? Si él extiende su mano ¿quién la apartará?» (Is 14,24.27). «De antemano yo anuncio el futuro; por adelantado, lo que aún no ha sucedido. Yo digo: "mi designio se cumplirá, mi voluntad la realizo"... Lo he dicho y haré que suceda, lo he dispuesto y lo realizaré» (46,10-11).



Dios es inmutable, no es como un hombre que va cambiando de propósitos: «Yo, Yavé, no cambio» (Mal 3,6). Ni los cambiantes sucesos de la historia hacen mudar sus planes: «Lo ha dicho él ¿y no lo hará? Lo ha prometido ¿y no lo mantendrá?» (Núm 23 ,9).



Providencia sobre lo grande y lo mínimo



Dios «ha hecho al pequeño y al grande, e igualmente cuida de todos» (Sab 6,7). «El testimonio de la Escritura -recuerda el Catecismo- es unánime: la solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia» (303).



El Señor nos ha enseñado esto desde el principio de la Revelación: «El pasado lo predije de antemano: de mi boca salió y lo anuncié; de pronto lo realicé y sucedió». Ahora el futuro «te lo anuncio de antemano, antes de que te suceda te lo predigo» (Is 48,3-5). Lo mismo nos enseña Jesús: «Ni un solo gorrión caerá al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los pelos de la cabeza están contados» (Mt 10,29-30).



Y a Cristo Rey, precisamente en cuanto hombre, le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18), y él tiene sin duda un dominio absoluto sobre todo cuanto sucede en el mundo, grande o pequeño. No hay para él sucesos fortuitos.



Por lo demás, si el Señor providente no gobernara lo pequeño, no podría gobernar lo grande. Del clavo de una herradura de caballo, puesto con torpeza o perfección, depende que un mensajero alcance a pedir refuerzos para una batalla; de esta batalla depende la victoria o la caída de un imperio; de la suerte histórica de este imperio depende que durante siglos unas naciones sean cristianas o musulmanas... La historia de las naciones cuelga de un clavo, y la Providencia divina gobierna a quien lo puso, y domina sobre el curso de los pueblos. «Dios reina sobre las naciones» (Sal 46,9).



Providencia amorosa, no obstante el mal



También el pecado de los hombres realiza indirectamente la providencia de Dios. La muerte de Cristo -producida por causas segundas indudablemente contingentes: la traición de Judas, la cobardía de Pilatos, la ceguera de la Sinagoga; factores todos ellos que, en principio, pudieran haber sido muy distintos- no se produjo «porque se torcieron las cosas», «porque coincidieron unos cuantos personajes nefastos» (si hubiera tocado en suerte «otro» procurador romano u «otro» sumo sacerdote, todo hubiera sido muy distinto). La sagrada Escritura nos dice que la muerte de Cristo se produjo «según los designios de la presciencia de Dios» (Hch 2,23). Y los judíos, que «no reconocieron a Jesús, al condenarlo, cumplieron las profecías» (13,27; +29).



Todo lo que sucede es voluntad de Dios, positiva o permisiva. «Él cuanto quiere lo hace» (Sal 113-B,3). «¿Quién puede resistir a su voluntad?» (Rm 9,19). Sabe Dios perfectamente cuál es el bien que promueve y cuál el mal que permite para un bien mayor.



La voluntad antecedente de Dios -por ejemplo, que todos seamos santos (2Tes 4,3)- no siempre se realiza, pues no es una voluntad absoluta, sino condicionada: Dios quiere la santidad de cada hombre, si no se opone a ello un bien mayor, por él mismo querido. Pero la voluntad consecuente de Dios versa, en cambio, sobre lo que él quiere en concreto, aquí y ahora; y esta voluntad es absolutamente eficaz e infalible. Esta tradicional distinción teológica, lo mismo que otras consideraciones especulativas, puede ayudar un poco a explicar el misterio; pero la Providencia divina siempre será para el hombre un gran misterio. «Mysteria semper erunt mysteria».



En todo caso, la fe nos enseña ciertamente que el Señor gobierna a sus criaturas con una providencia infinitamente amorosa y eficaz. El es cariñoso con todas sus criaturas, su reinado es un reinado perpetuo, y su gobierno va de edad en edad (Sal 144,9.13). Son maravillosos los planes que él despliega en favor nuestro (39,6). Toda nuestra historia personal o comunitaria, salud o enfermedad, victoria o derrota, encuentro o alejamiento, todo está regido providentemente por un Dios que nos ama, y que todo lo domina como «Señor del cielo y de la tierra». Ni siquiera el mal, ni siquiera el pecado del hombre, altera la providencia divina, desconcertándola. Del mayor mal de la historia humana, que es la cruz, saca Dios el mayor bien para todos los hombres. Por eso la rebeldía de los hombres contra el Señor es inútil, carece de grandeza, es ridícula. «Rompamos sus coyundas, sacumos su yugo», dicen los pecadores en tono heróico. Pero «el que habita en el cielo sonríe, el Señor se burla de ellos; luego les habla con ira y los espanta con su cólera» (Sal 2,4-5).



San Agustín, gran teólogo de la providencia divina, dice que «así como los hombres malos usan mal de las criaturas buenas, así el Creador bueno usa bien de los hombres malos. El Creador de todos los hombres sabe lo que debe hacer con ellos. El pintor sabe dónde poner el color negro para que salga un hermoso cuadro, y ¿no sabrá Dios dónde poner al pecador para que haya orden en el mundo?» (ML 38,1382).



El hombre ignora los designios concretos de la Providencia: son para él un abismo insondable de sabiduría y amor (Rm 11,33-34). Muchas veces los pensamientos y caminos de Dios no coinciden con los pensamientos y caminos del hombre (Is 55,6). Por eso en este mundo el creyente camina en fe oscura y esperanza cierta, confiándose plenamente a la providencia divina, como supieron hacerlo nuestros antecesores en la fe (Heb 11). Sabemos por la fe que hasta los males aparentemente más absurdos y lamentables no son sino pruebas providenciales que el Señor dispone para nuestro bien. Así nos purifica del pecado con penas medicinales, así hace que nuestras virtudes, asistidas por su gracia y con ocasión de la prueba, se pongan en tensión, realicen actos intensos, y de este modo crezcan. El Señor nos purifica y perfecciona poniéndonos a prueba, como el oro al fuego del crisol (Jdt 8,26-27; Prov 17,3; Sab 3,6; Sal 65,10; Zac 13,9; 1Cor 11,18-19).



((Los errores antiguos y modernos sobre la providencia son innumerables. Señalaremos algunos más frecuentes.



-Muchos niegan la providencia de Dios sobre lo mínimo. Que el conductor de un coche advierta a tiempo un peligro, que los frenos respondan adecuadamente, que se produzca o se evite un grave accidente, eso «solo depende» de causas segundas: del conductor, de la resistencia de un material, del cuidado del mecánico que preparó el coche; pero «no depende de Dios» y de su gobierno providente en absoluto. Nada, pues, tiene que ver la providencia divina en que este hombre concreto pase el resto de su vida sano y activo, o bien sujeto a una silla de ruedas. Esta errónea concepción de la providencia, completamente ajena al pensamiento bíblico, y hoy considerada como teología progresista, supone un torpe regreso a la antigua ignorancia de los filósofos, para los cuales «dii magna curant, parva negligunt» (Cicerón). El Señor queda así reducido a mero espectador distante e impotente de la historia de los hombres concretos y de los pueblos. Ninguna intervención divina cabe esperar en un orden mundano cerrado en sí mismo de forma hermética. La oración de súplica es inútil. La aceptación de lo que sucede -quizá quedarse en una silla de ruedas- no es docilidad a la voluntad amorosa de un Dios providente, sino resignación estoica a unas circunstancias inevitables. Todo esto implica un completo rechazo de la revelación bíblica sobre la providencia.



-Algunos confunden lo «providencial» con lo «agradable». Si en un terrible accidente salió ileso el conductor, se dirá: «providencial«. Pero habría que decir lo mismo si de él saliera muerto o quedara recluido para siempre en una silla de ruedas: «providencial». Simplemente, todo es providencial. También la muerte de Cristo en la cruz.



-Algunos niegan la providencia de Dios o la ponen en duda con ocasión del mal, muchas veces atroz. «¿Cómo decir providencial la muerte de mi hijo único, atropellado por un conductor criminal? Eso no es providencial, eso es criminal. Y si es providencial, es que Dios o no es bueno -si permite tales cosas-, o no es omnipotente -si no puede impedirlas-». Estos dilemas sin salida, en estos mismos términos formulados, los hallamos ya en los antiguos filósofos paganos. Nos muestran bien que negar la providencia, efectivamente, equivale a negar a Dios.



-Algunos acusan a Dios y blasfeman de él con ocasión de su providencia sobre el mundo, que ellos estiman o terriblemente cruel o inexistente. No es ésta, por supuesto, la actitud evangélica. Si alguna vez, desde el fondo de nuestro dolor, nos atrevemos a «preguntar» a Dios sobre ciertos males nuestros o ajenos incomprensibles, no lo hagamos agresivamente, sino con ánimo filial, desde la humildad y la confianza, dispuestos a recibir dócilmente la respuesta o el silencio de Dios. Aunque no entendamos nada, nos fiamos de él en todo. No tiene por qué darnos explicaciones sobre cómo gobierna nuestra vida o la del mundo. En este sentido, decía San Pablo: «¡Oh hombre! ¿Quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso la pieda de barro dirá al alfarero «por qué me hiciste así»?» (Rm 9,20). Por lo demás, si de verdad creemos que la cruz de Cristo es providencial, ya estamos curados de espanto ante lo que suceda, sea lo que fuere.



Guardémonos de acusar a Dios: ningún problema habría si Dios hubiera hecho al hombre necesario, como las piedras, las plantas o los astros; pero quiso hacerlo a imagen Suya, quiso hacerlo libre, con todos los riesgos y grandezas que ello implica, con posibilidad de méritos admirables y de abominables culpas y crímenes. Y lo hizo previendo un Redentor que haría sobreabundar la gracia donde abundó el pecado (Rm 5,20). Lo hizo previendo que un dolor leve y pasajero en esta tierra, «valle de lágrimas», sería introducción en una gloria indecible y eterna (2Cor 4,17-18). Así pues, guardémonos bien de mirar con acusación y amargura la providencia divina, que es con nosotros mil veces más suave de lo que nos merecemos: «No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas; como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos; como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles; porque él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro» (Sal 102,10-14).



-No intentemos forzar los planes de la providencia de Dios, ni con oraciones llenas de exigencia, ni con «chantajes» inadmisibles: «Que baje ahora de la cruz, para que veamos y creamos» (Mc 15,32). Los antiguos judíos, sitiados por los asirios en Betulia, flaquearon en su esperanza, y se atrevieron a «emplazar» a Dios: O nos salvas en cinco días o entregamos la ciudad. Pero el Espíritu divino suscitó a Judit, mujer llena de fe y de confianza: «¿Quién sois vosotros para tentar a Dios? ¿Al Dios omnipotente pretendéis poner a prueba?... De ningún modo, hermanos, irritéis al Señor, Dios nuestro, que si no quisiere ayudarnos en los cinco días, poder tiene para protegernos en el día que quisiere o para destruirnos en presencia de nuestros enemigos. No pretendáis forzar los designios del Señor, Dios nuestro, que no es Dios como un hombre que se mueve por amenazas. Por tanto, esperando la salvación, clamemos a él para que nos socorra. Y él escuchará nuestra súplica, si le place hacerlo» (Jdt 8,12-17).))



Modos del gobierno divino providente



La providencia de Dios ordena inmediatamente todas y cada una de las criaturas a su fin. Las innumerables mediaciones de que Dios se vale -una persona, un libro, un encuentro, una persecución- no eliminan la inmediatez propia de la acción divina. Cuando Dios nos toca por sus criaturas, no nos llega de él solo la virtualidad de su acción, sino que inmediatamente Dios mismo nos toca, ya que él no se distingue de su acción.



Estos son los medios por los que Dios realiza su gobierno providencial:



1.-Por las leyes físicas, que él imprime y mantiene vigentes en las criaturas. El Señor hizo desde el principio sus obras, «las ordenó para siempre y les asignó su oficio, según su naturaleza.... y jamás desobedecerán sus mandatos» (Sir 16,27.29).



2.-Por las leyes morales, y también por las frecuentísimas iluminaciones y mociones particulares con las que dirige al hombre. El Señor no sólamente creó al hombre, y por las leyes morales «le llenó de ciencia e inteligencia, y le dio a conocer el bien y el mal» (Sir 17,6), sino que además obra una y otra vez sobre él; «es Dios quien obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). Un ejemplo: el anciano Simeón, «movido por el Espíritu Santo, vino al Templo» y encontró a Jesús (Lc 2,27). Aquí no hay casualidad, hay providencia. El hombre carnal atribuye todo lo que hace a sí mismo, a la casualidad o a las causas segundas. Pero dice verdad la Escritura inspirada cuando afirma que Simeón fue al Templo movido por un Intimo impulso de Dios providente. Toda nuestra vida está llena de iluminaciones y mociones de Dios.



3.-Por la oración de petición. El Señor quiere que pidamos; nos manda pedir. «Pedid y se os dará» (Lc 11,9). La oración de petición es eficaz, pero no lo es porque cambie o fuerce la voluntad de Dios providente, sino porque ayuda a que en el hombre se realice el plan de Dios.



Sin necesidad de grandes especulaciones filosóficas y teológicas, los creyentes siempre han sabido que sus peticiones a Dios eran escuchadas, eran eficaces. Así Judit, antes de obrar, ora: Señor, «tú ejecutas las hazañas, las antiguas, las siguientes, las de ahora, las que vendrán después; tú planeaste lo que estaba por venir, y sucedía como tú lo habías decretado, y se presentaba diciendo «Heme aquí», pues todos tus caminos están dispuestos, y previstos todos tus juicios». Sobre esa fe en la providencia se apoya la súplica: «Dame a mí, pobre viuda, fuerza para ejecutar lo que he premeditado» (Jdt 9,12-14; +Est 4,17s; 5,1s).



Santo Tomás concilia inmutabilidad de la providencia y eficacia de la oración de petición: «Excluir el efecto de la oración (alegando la inmutabilidad de la providencia de Dios) equivale a excluir el efecto de todas las otras causas. Así pues, si la inmutabilidad del orden divino no priva a las demás causas de sus efectos, tampoco resta eficacia a la oración. En consecuencia, las oraciones tienen valor no porque cambien el orden de lo eternamente dispuesto, sino porque están ya comprendidas en dicho orden» (S. Contra Gentiles III,96).



4.-Por intervenciones extraordinarias y milagrosas. La fe cristiana nos enseña que Dios puede hacer y a veces hace milagros. Los santos suelen hacer no pocos milagros. Y es tan «normal» que los hagan, que sin ellos la Iglesia no «reconoce» oficialmente la santidad. Pues bien, también por modos extraordinarios y milagrosos la providencia de Dios gobierna la vida de los hombres y de los pueblos. Y si los milagros no son más frecuentes, esto se debe ante todo -como dice Jesús- a nuestra poca fe (Mt 13,57-58; Mc 6,3-6).



Espiritualidad providencial



El misterio de la providencia debe ser contemplado en toda su majestuosa grandeza, en toda su belleza fascinante. Eso sí, contemplar no es comprender. Dios da a los que sinceramente le buscan luz suficiente para ir acertando con Su voluntad; pero no siempre desvela en forma clara los designios de su providencia Es verdad que algunos hombres, elegidos por Dios para ciertas misiones en el mundo, reciben de él luces especiales para entender la época, o algunos aspectos de ella, y para captar ciertos planes concretos de la providencia. Otros hay que cumplen en el mundo con fidelidad misiones importantes de Dios sin apenas entender conscientemente los planes divinos. En todo caso, sí puede decirse en términos generales que cuanto más espiritual y santo es un cristiano, con más facilidad capta la providencia de Dios sobre su tiempo, sobre las personas y las obras.



No conviene, sin embargo, que el cristiano pretenda conocer los designios de la providencia con una curiosidad exigente, tratando de eludir ese avanzar seguro del que camina en pura fe. Ya dice San Juan de la Cruz que el hombre «para llegar a Dios antes ha de ir no entendiendo que queriendo entender» (2 Subida 8,5; +Llama 3,48).



((El cristiano carnal quiere «comprender» a Dios, quiere dominarlo -saber es dominar-, es decir, quiere «ser como Dios» (Gén 3,5). Por eso, como no comprende el misterio de la providencia, o bien lo niega («Dios no interviene para nada en el mundo»), o bien se abstiene de contemplarlo. Le molesta que sus preguntas («¿Son pocos los que se salvan?», Lc 13,23; «¿Es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel?», Hch 1,6) no reciban una respuesta comprensible. El cristiano espiritual, por el contrario, no niega la providencia de Dios, ni la relega a un olvido desdeñoso, sino que humildemente la contempla día a día, dilatando así su corazón en la adoración del Inefable.))



La espiritualidad providencial nos lleva a ver el amor de Dios en todo lo que sucede. No entendemos nada de lo que pasa si no alcanzamos a ver en ello el amor de Dios en acción. Entendemos nuestra vida, la de nuestros hermanos, el desenvolvimiento de la historia, si vemos el amor de Dios como la dirección constante de ese río de vicisitudes tantas veces erradas o culpables.



Hemos de dar gracias a Dios y alegrarnos por los designios de su providencia. Y eso sea cual fuere nuestra situación y la del mundo, sea cual fuere nuestro grado de comprensión de cuanto sucede. Lo cierto es que «el Señor deshace los planes de las naciones, pero el plan del Señor subsiste por siempre, los proyectos de su corazón de edad en edad» (Sal 32,10-11). Por tanto, «canten de alegría las naciones», porque el Señor rige el mundo con justicia, y gobierna las naciones de la tierra (66,5).



Una serena confianza caracteriza el corazón de los cristianos. Pase lo que pase. El hombre necio y carnal vive en la inquietud, se altera por cualquier cosa, es «una caña agitada por el viento» (Mt 11,7). El cristiano sabio y espiritual guarda siempre su alma en la confianza, porque se fía de la amorosa providencia del Señor. Nuestra vida está en las manos de un Dios que nos ama, y que todo lo gobierna. El, que ha querido ser nuestro Padre, conoce nuestras necesidades (6,32), y hasta el número de nuestros cabellos (10,30). Vivimos tranquilos y confiados, aunque tengamos que pasar por valle de tinieblas, seguros de que él va con nosotros (Sal 22,4).



Nuestra voluntad queda en la paz cuando nada desea al margen de la voluntad de Dios, la que sea, la que su providencia nos vaya manifestando en cada momento. No nos inquietamos por el mañana, que ya el mañana tendrá sus propias inquietudes. Acallamos y moderamos nuestros deseos, como un niño en brazos de su madre. Le basta a cada día su afán (Mt 6,34; Sal 130,2-3). Quede la inquietud y ansiedad para el que no se apoya en Dios, sino en sí mismo o en la criatura: «Maldito el hombre que en el hombre pone su confianza, y de la carne hace su apoyo, y aleja su corazón de Yavé» (Jer 17,5).



Este abandono confiado en la Providencia divina ha marcado tan profundamente la espiritualidad del pueblo cristiano que tiene numerosas expresiones en el habla común: «Que sea lo que Dios quiera», «Dios proveerá», «Dios dirá», «Dios quiera que»..., «Si Dios quiere» (+Sant 4,15), «Con el favor de Dios», «Gracias a Dios», «Así nos convendrá», «No hay mal que por bien no venga», «Todo está en manos de Dios», «Dios escribe derecho sobre renglones torcidos», «Dios da la ropa según el frío», «Dios aprieta, pero no ahoga», «El hombre propone y Dios dispone», etc.



El abandono en la Providencia divina nos guarda en la paz. Los cristianos hemos de querer las cosas que nos parecen buenas y oportunas, y debemos pretenderlas con empeño, pero sin apegos carnales, sin agobios, sin prisas, guardando el corazón siempre libre de todo lazo, siempre suelto en docilidad incondicional al impulso, tantas veces imprevisible, del Espíritu Santo, en una ofrenda vital incesante: «No se haga mi voluntad, sino la Tuya» (Lc 22,42).



Si confiamos en la providencia, si en Dios tenemos puesta toda nuestra esperanza, tendremos absoluta fortaleza y paciencia en las pruebas. Nada podrá con nosotros: ni hambre, ni angustia, ni persecución, ni criatura de arriba o de abajo: nada «podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,35-39). Si contemplamos la providencia de Dios en la cruz de Cristo, sabremos contemplar el amor divino en la cruz que suframos, sea cual fuere.



Los santos nos dan ejemplo de audacia evangélica porque confían en la providencia. Ellos están convencidos de que «lo que es imposible a los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27). Intentan confiadamente su propia santificación y la de sus hermanos. No se desconciertan ante los peores desastres y las mayores injusticias. Acometen empresas espirituales que a la prudencia de la carne parecen descabelladas. Llevan la pobreza hasta unos límites de despojamiento que se dirían locura. La explicación de todo esto es muy sencilla: son hijos de Dios que confían en la providencia del Padre celestial. «Con tu auxilio embestimos al enemigo, en tu Nombre pisoteamos al agresor: pues yo no confío en mi arco, ni mi espada me da la victoria. Tú nos das la victoria sobre el enemigo, y derrotas a nuestros adversarios» (Sal 43,6-9).



La vía del abandono



El abandono confiado en la Providencia divina -tal como lo hemos venido describiendo- llega a constituir en la historia de la espiritualidad una de las síntesis prácticas más perfectas, pues siendo tan alta como sencilla, es una espiritualidad asequible a todos los cristianos, sea cual fuere su condición o estado (+Catecismo 305).



Esta espiritualidad, netamente evangélica y fundamentada en la teología de la Providencia establecida sobre todo por San Agustín y Santo Tomás, ha tenido muy altos exponentes, entrre los que citaremos a Santa Catalina de Siena en el Diálogo, a San Francisco de Sales en L'Amour de Dieu, a Bossuet en su Discours sur l'acte d'abandon à Dieu, a Santa Teresita del Niño Jesús en su caminito de la infancia espiritual, a Dom Vital Lehodey en Le saint Abandon, o al padre Garrigou-Lagrange en La Providence et la confiance en Dieu; fidélité et abandon.



Conscientes de que «todo está sometido a la Providencia no sólamente en general, sino en particular, hasta en el menor detalle» (STh I,22,2), conocemos que «por encima de la secuencia de hechos exteriores de nuestra vida, hay una serie paralela de gracias actuales que nos son ofrecidas» cada día por Dios (Garrigou-Lagrange 265). Y así, de una parte, queremos ser fieles a la voluntad divina, ofrecida como gracia en «las pequeñas cosas» de cada «momento presente»; y de otra, queremos abandonarnos, haciéndonos como niños, sin ninguna inquietud, a todo lo que la Providencia divina quiera disponer.



3. Jesucristo



J. Galot,¡Cristo! ¿Tú, quién eres?, Madrid, CETE 1982; Jesús liberador, ib.; R. Latourelle, Milagros de Jesús y Teología del milagro, Salamanca, Sígueme 1990; Dom Columba Marmion, Jesucristo, vida del alma, Pamplona, Fund. GRATIS DATE 19934; J. Rivera, Jesucristo, Apt. 307, Toledo 1997; J. A. Sayés, Cristología fundamental, ib.1985; Jesucristo, nuestro Señor, Madrid, EDAPOR 1985.



Jesucristo, vida de los hombres



Jesús es el camino, la verdad y la vida. Nadie llega al Padre sino por él (Jn 14,6). El es el autor, el modelo y el fin de la vida sobrenatural de los hombres. El es el vivificador de los hombres pecadores, muertos por el pecado (11,25; 14,6). El ha sido enviado por el Padre para que los hombres en él tengan vida, y vida abundante (10,10).



Jesucristo es el vivificador de los hombres porque es el Hijo del Padre, igual en todo el Padre. Ahora bien, lo propio del Padre es engendrar, transmitir vida semejante a la suya, y acrecentarla. Y eso es precisamente lo que el Hijo de Dios encarnado, no solo en cuanto Dios, también en cuanto hombre, hace con los hombres: comunicarles por el Espíritu la vida eterna. «Como el Padre tiene la vida en sí mismo, así dio también al Hijo tener vida en sí mismo» (Jn 5,26). Y «como es fuente de vida el Padre que me envió, y yo vivo del Padre, así quien me come a mí, también él vivirá por mí» (6,57).



El Padre nos «predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el Primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Cristo es así el nuevo Adán. «El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu vivificante» (1Cor 15,45).



Conocer a Jesucristo



La vida eterna está en conocer a Jesucristo (Jn 17,3). Jesús mismo, su nacimiento, es el primer Evangelio (Lc 2,10-11). El que busca en los Evangelios sobre todo enseñanzas morales, en muchos capítulos se verá defraudado; y es que no coincide su intención con la intención expositiva de quienes los escribieron. Los Evangelios fueron escritos ante todo para manifestar a Jesucristo, para suscitar la fe en Cristo, Hijo de Dios, Salvador único (Jn 20,30-31).



Por eso mismo evangelizar es «anunciar el misterio de Cristo» (Col 4,3;+1,25-27; 2,3-4; Rm 16,25-27; Ef 1,8-10; 3,8-13; Flp 1,1-18; Hch 5,42). «No hay evangelización verdadera -dice Pablo VI- mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios» (Evangelii nuntiandi 8-XII-1975, 22).



«Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8). En efecto, el ejercicio de las virtudes facilita «la adquisición del conocimiento de nuestro Señor Jesucristo» (2 Pe 1,5-8). Pero nadie puede llegar a conocerle si el Padre no se lo revela (Mt 16,17), y nadie puede llegar a él si el Padre no le atrae (Jn 6,44). A la Virgen María le pedimos: «Muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre».



«Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Conocer un poco a Cristo vale más que conocer mucho de otras muchas cosas. Es el bien más precioso:



-porque cuanto más conocemos a Jesús, más le amamos, y la vida cristiana entera, en todas sus dimensiones -oración, obediencia, castidad, perdón, etc.- tiene su raíz y su fuerza en el amor a Jesucristo.



-porque toda la doctrina espiritual cristiana tiene su clave en el mismo Cristo. Para comprender y vivir el amor al prójimo lo más importante es haber contemplado el amor de Cristo a los hombres, pues nosotros hemos de amarlos «como él nos amó» (Jn 13,34). Igualmente la pobreza evangélica no es una doctrina ética en sí misma; es ante todo enamorarse de Cristo pobre, participar de la misma pobreza de aquel que «siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza» (2Cor 8,9). Y lo que sucede con la caridad al prójimo o con la pobreza sucede con todo lo que en el Evangelio se enseña.



-porque la contemplación de Cristo nos transfigura en él. «Contempladlo y quedaréis radiantes» (Sal 33,6). Y esta progresiva configuración a Cristo se hará perfecta cuando la fe llegue a la visión: «Sabemos que cuando aparezca, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2).



Jesús ante los hombres



Jesucristo resulta un hombre misterioso. Aunque es semejante a los hombres en todo (Heb 2,17; 4,15), es misterioso por lo que hace -resucita muertos, calma tempestades, cura leprosos-, es misterioso por lo que enseña -son dichosos los que lloran, hay que amar a los enemigos-, es misterioso sobre todo por su identidad personal -él se dice hombre celestial, de arriba, anterior a Abraham, igual al Padre, resurrección de los hombres, capaz de perdonar los pecados y de comunicar el Espíritu divino-. «¿Quién es éste?»... (Mc 4,41). Es «el Cristo de Dios» (Lc 9,20). Es «el misterio de Dios» (Col 2,3).



Se presenta ante los hombres con una gran autoridad, tanto en sus palabras (Mt 24,35) como en sus obras (Lc 4,28-30; Jn 18,6). Esto para unos es una provocación intolerable (Jn 2,18), para otros un gran gozo (Mt 7,28-29; Mc 1,22.27).



Siempre que Jesús se presenta ante los hombres se dividen sobre él las opiniones apasionadamente (Jn 7, 12-13, 30-32, 40-43, 46-49; 9,16; 10, 19-21; etc.) Realmente es «signo de contradicción» (Lc 2,34-35). No cabe ante él la indiferencia.



Es odiado por unos hasta el insulto, la calumnia, la persecución y el asesinato. Es admirado por otros hasta la devoción más entusiasta: se agolpan en torno a él las muchedumbres que vienen de todas partes (Mc 3,7-10; 6,34-44; Lc 12,1); hacen de él comentarios de sumo elogio (Lc 4,22; Jn 7,46). Es amado por sus discípulos con una amor inmenso, que a veces tiene rasgos de adoración (Mt 14,33).



Su presencia alegra el corazón de los hombres. Ya antes de nacer alegra a Juan en el seno de Isabel (Lc 1,44); recién nacido, alegra a los pastores (2,20); adolescente y adulto llena a muchos de admiración gozosa (2,47;19,37).



Así aparece Jesús ante los hombres.



El hombre Cristo Jesús



«El hombre Cristo Jesús» (1 Tim 2,5) tiene un cuerpo en todo semejante al nuestro, que crece ante los hombres, que muestra una fisonomía peculiar, que camina, come, duerme, habla... Una vez resucitado, dirá: «Palpadme y ved, que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo» (Lc 24,39).



Jesús, nuestro único Maestro (Mt 23,8), tiene un entendimiento totalmente lúcido para la verdad, invulnerable al error. Cristo no discurre o argumenta laboriosamente, sino que penetra la verdad inmediatamente, como quien es personalmente la Verdad (Jn 14,6). Deshace fácilmente las trampas dialécticas que le tienden (Mt 22,46). Y con admirable sencillez, enseña con parábolas a cultos e ignorantes, irradiando verdad con la misma facilidad con que la luz ilumina. El es la Luz (Jn 8,12; 9,5; 12,36). El es la Luz que viene de arriba (8,23), del Padre de las luces (Sant 1,17), «el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte» (Lc 1,78-79).



Toda la sabiduría de Jesucristo procede del Padre; él solo enseña lo que oye al Padre (Jn 8,38; 12,49-50; 14,10). Conoce a Dios, y lo conoce con un conocimiento exclusivo (6,46; 8,55), como quien de él procede (7,29); y puede revelarlo a los hombres (Mt 11,27). Conoce a los hombres, a todos, a cada uno, en lo más secreto de sus almas (Jn 1,47; Lc 5,21-22; 7,39s): «los conocía a todos, y no necesitaba informes de nadie, pues él conocía al hombre por dentro» (Jn 2,24-25). Conoce los sucesos futuros que el Padre quiere mostrarle en orden a su misión salvadora. Predice su muerte, su resurrección, su ascensión, la devastación del Templo, y varios otros sucesos contingentes, a veces hasta en sus detalles más nimios (Mc 11,2-6; 14,12-21. 27-30). «Yo os he dicho estas cosas para que, cuando llegue la hora, os acordéis de ellas y de que yo os las he dicho» (Jn 16,4).



El hombre Cristo Jesús tiene una voluntad santa y poderosa, perfectamente libre e impecable. Jesús es el único hombre completamente libre: libre ante la tentación (Mt 4,1- 10), libre de todo pecado (Jn 8,46; 1Pe 2,22; Heb 4,15), libre totalmente de sí mismo para amar al Padre y a los hombres con un amor potentísimo (Jn 14,31; 15,13; Rm 8,35-39). Y toda esta santidad, fuerza y libertad de la voluntad de Cristo procede de su total sujeción a la voluntad del Padre (Jn 5,30; 6,38; Lc 22,42).



La sensibilidad de Jesús es profunda e intensa; vibra con maravillosa armonía en todas las modalidades de la afectividad humana. Es enérgico, sin dureza; es compasivo, sin ser blando... Ninguna dimensión de su vida afectiva domina en exceso sobre las otras.



Jesús es sensible al hambre, a la sed, al sueño, al cansancio. El Corazón sagrado de Jesucristo sufre con la traición de Judas, con las negaciones de Pedro o con el abandono de los discípulos. Llora la ruina de Jerusalén (Lc 19,41), llora la muerte de su amigo Lázaro (Jn 11,33-38). Mira con ira (Mc 3,5), dice palabras terribles, incluso a sus amigos (Mt 23; 17,17), y sabe usar el látigo cuando conviene (Jn 2,14-17). Tiene deseos ardientes (Lc 22,15), se ve triste hasta la muerte (Jn 12,27; Mc 14,33-34), y llega a sentirse abandonado por el Padre (Mt 27,46). Otras veces está radiante en el gozo del Espíritu (Lc 10,21), mira con amor al joven rico (Mc 10,21), es amigo cariñoso con los suyos (Jn 13,1. 33-35). Pero quizá la misericordia, la compasión más profunda y delicada, sea el sentimiento de Jesús más frecuentemente reflejado en los evangelios: tiene piedad de enfermos y pobres, de niños y pecadores, de la extranjera que tiene una hija endemoniada (Mc 7,26), de la viuda que perdió su hijo (Lc 7,13), de la muchedumbre hambrienta y sin pastor (Mc 8,2; Mt 9,36).



El hombre Cristo Jesús es la imagen perfecta de Dios: quien le ve a él, ve al Padre (Jn 14,9). Y como enseña el concilio Vaticano II, es también la imagen perfecta del hombre: «él manifiesta plenamente el hombre al propio hombre, y le descubre la sublimidad de su vocación. El, que es «imagen del Dios invisible» (Col 1,15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado» (GS 22ab). Nunca nosotros habíamos conocido, por ejemplo, un hombre realmente libre (Rm 7,15). Es decir, nunca habíamos conocido un hombre perfectamente humano. Cristo es quien nos ha revelado qué es de verdad el hombre.



Pues bien, el Padre nos ha destinado a configurarnos a Jesucristo, de modo que él venga a ser Primogénito de muchos hermanos (Rm 8,29). No contemplamos la belleza de Cristo con una admiración distante o impersonal, como si para nosotros fuera totalmente inasequible: la contemplamos como cosa nuestra, como algo a lo que estamos invitados y destinados a participar. Y de este modo, todos participamos de la hermosura y de la bondad de Cristo, «lleno de gracia y de verdad...: de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia» (Jn 1,14.16).



Jesucristo, el Hijo de Dios



«¿Quién es éste?» (Mc 4,41). Después de contemplar la sagrada humanidad de Jesucristo, nos preguntamos acerca de su identidad personal misteriosa. En palabras del ángel Gabriel: «será reconocido como Hijo del Altísimo, será llamado Santo, Hijo de Dios» (Lc 1,32. 35). Y en palabras de Simón Pedro: él es «el Mesías, el Hijo del Dios viviente» (Mt 16,16).



Cuando los Apóstoles dicen que Jesús es el Hijo de Dios ¿qué quieren decir? Quieren decir que Jesús es «imagen del Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra...; todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia. El es también la Cabeza del cuerpo, de la Iglesia: El es el Principio, el primogénito de los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1,15-20; +Flp 2,5-9; Heb 1,1-4; Jn 1,1-18).



«En Cristo habita la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9). La unión existente entre Dios y Jesús no es sólamente una unión de mutuo amor, de profunda amistad, una unión de gracia, como la hay en el caso del Bautista o de María, la Llena de gracia. Es mucho más aún: es una unión hipostática, es decir, en la persona. Así lo confiesa el concilio de Calcedonia (a.451): Jesucristo es «el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente y el mismo verdaderamente hombre... Engendrado por el Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María la Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad» (Dz 301).



Cristo Jesús es el hombre celestial (1Cor 15,47), que se sabe mayor que David (Mt 22,45), anterior a Abraham (Jn 8,58), más sabio que Salomón (Mt 12,42), bajado del cielo (Jn 6,51), para ser entre los hombres el Templo definitivo (2,19). Esta condición divina de Jesús, velada y revelada en su humanidad sagrada, se manifiesta en el bautismo (Mt 3,16-17), en la transfiguración (17,1-8), en la autoridad de sus palabras, de sus acciones y de sus milagros.



«Jesús acompaña sus palabras con numerosos "milagros, prodigios y signos" (Hch 2,22)» (Catecismo 547; +548-550; 1335). En efecto, Jesucristo hizo muchos milagros (Jn 20,30; 21,25; +Latourelle). En el más antiguo de los evangelios, el de San Marcos, de 666 versículos, 209 (un 31%) se refieren a milagros; y aumenta la proporción si nos fijamos en los diez primeros capítulos: de 425 versículos, 209 (47%). Los evangelios, de hecho, se componen básicamente de las enseñanzas y milagros del Señor. Y en ocasiones hay una unidad inseparable entre enseñanza y milagro, siendo éste una ilustración y una garantía de aquélla (por ejemplo, la multiplicación de los panes, Jn 6; la curación del ciego, 9; la resurrección de Lázaro, 11; etc.) Si se eliminan del Evangelio los milagros, todos o un buen número de ellos, causaríamos en él destrozos irreparables; gran parte del Evangelio resultaría ininteligible; y muchas palabras de Cristo serían increíbles si no estuvieran garantizadas por el milagro que las acompaña (+Catecismo 156).



Los apóstoles en su predicación atestiguaron con fuerza los milagros de Jesús, para suscitar la fe de los hombres: «Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por él en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis»... (Hch 2,22; +10,37-39).



Jesucristo es precisamente «el Hijo» de Dios Padre. Toda su fisonomía es netamente filial. Pensemos en la analogía de la filiación humana. El hijo recibe vida de su padre, una vida semejante a la de su padre, de la misma naturaleza. Incluso el hijo suele asemejarse al padre en ciertos rasgos peculiares psíquicos y somáticos. Al paso de los años, el hijo se va emancipando de su padre, hasta hacerse una vida independiente -y no será raro que el padre anciano pase a depender del hijo-. Ya se comprende que esta analogía resulta muy pobre para expresar la plenitud de filiación del Unigénito divino respecto de su Padre. Esta filiación divina es infinitamente más real, más profunda y perfecta. El Hijo recibe una vida no solo semejante, sino idéntica a la del Padre. Y él no solo se parece, sino que es idéntico al Padre. Por otra parte, el Hijo es eternamente engendrado por el Padre, recibe siempre todo del Padre, y esa dependencia filial, con todo el amor mutuo que implica, no disminuye en modo alguno.



El Padre ama al Hijo (Jn 5,20; 10,17), y el Hijo ama al Padre (14,31): hay entre ellos perfecta unidad (14,10). Jesús nunca está solo, sino con el Padre que le ha enviado (8,16). Su pensamiento, su enseñanza, depende siempre del Padre (5,30); y lo mismo su actividad: no hace sino lo que el Padre le da hacer (14,10).



La pasión de Cristo



En «la doctrina de la cruz de Cristo» (1Cor 1,18) está la clave de todo el Evangelio. La cruz es la suprema epifanía de Dios, que es amor. Por eso no es raro que la predicación apostólica se centre en la cruz de Cristo (1,23; 2,2). Sin embargo, la cruz de Jesús es un gran misterio, «escándalo para los judíos, locura para los gentiles; pero es fuerza y sabiduría de Dios para los llamados, judíos o griegos» (1,23-24).



Gran misterio: una Persona divina llega a morir de verdad. Parece imposible, inconcebible. Pero es verdad: el Hijo divino encarnado experimentó la suprema humillación de la muerte y de la cruz. En tal muerte ignominiosa los judíos incrédulos vieron la prueba de que no era el Hijo de Dios (Mt 27,43). Pero otros, como el centurión, por la cruz llegaron a la fe: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios» (Mc 15,39).



Gran misterio: el Padre decide la muerte de su Hijo amado. «El nos amó a nosotros, y envió a su Hijo como víctima expiatoria de nuestros pecados» (1 Jn 4,10). «No perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros» (Rm 8,32). ¿Cómo es posible que la suma abominación de la cruz sucediera «según los designios de la presciencia de Dios» (Hch 2,23)? Sin embargo, ha sido así como «Dios [Padre] ha dado cumplimiento a lo que había anunciado por boca de todos los profetas: que su Mesías iba a padecer» (3,18). La cruz, sin duda, fue para Cristo «mandato del Padre» (Jn 14,31), y su obediencia hasta la muerte (Flp 2,8), fue una obediencia filial prestada al Padre (Mt 26,39)...



Gran misterio: la obra más santa de Dios confluye con la obra más criminal de los hombres. En aquella hora de tinieblas, los hombres matamos al Autor de la vida (Hch 3,14-19; Mc 9,31), y de esa muerte nos viene a todos la vida eterna...



Gran misterio: la muerte de Cristo en la cruz es salvación para todos los hombres. ¿Cómo explicar esa causalidad salvífica universal de la muerte de Jesucristo? La Revelación, ciertamente, nos permite intuir las claves de tan inmenso y misteriioso enigma...



La cruz de Cristo es expiación sobreabundante por los pecados del mundo. «El castigo salvador peso sobre él, y en sus llagas hemos sido curados» (Is 53,5). «El justo por los injustos»... (1Pe 3,18; +2,22-25; Rm 5,18; 2Cor 5,14-15).



La cruz de Cristo es reconciliación de los hombres con Dios. «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo y no imputándole sus delitos» (2Cor 5,19; +Col 1,20.22; 1 Tim 2,5-6).



La cruz de Cristo ha sido nuestra redención. Al precio de la sangre de Cristo, hemos sido comprados y rescatados del pecado y de la muerte (1Cor 6,20; 1Pe 1,18-19; Mc 10,45; Jn 10,11). Jesús «se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad, y purificar para sí un pueblo que fuese suyo, fervoroso en buenas obras» (Tit 2,14).



La cruz de Cristo es un sacrificio, una ofrenda cultual de sumo valor santificante. «Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y víctima a Dios» (Ef 5,2; +Rm 3,24-25; 5,9; 1Cor 5,7).



La cruz de Cristo es victoria sobre el Demonio, que nos tenía esclavizados por el pecado. «Ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera» (Jn 12,31; +Col 2,13-15).



El signo de la cruz



Cuando contemplamos el misterio de la cruz, vemos ante todo un signo doloroso, clavos, sangre, sufrimiento, abandono, humillación extrema, muerte. Y nos preguntamos ¿qué nos significa Dios con la suma elocuencia del Crucificado? ¿Cuál es la realidad que en el signo de la cruz se nos ha de revelar?...



1.-La cruz es la revelación suprema de la caridad, es decir de Dios, pues Dios es caridad, y a Dios nadie le había visto jamás (1 Jn 4,8.12; Tit 3,4). Muchas cosas pueden revelar el amor -la palabra, el gesto, la ayuda, el don-, pero el signo más elocuente, el más fidedigno e inequívoco del amor es el dolor: mostrarse capaz de sufrimiento, de dolor extremo, en bien del amado. Pues bien, el que quiera conocer a Dios -y en ese conocimiento está la vida eterna (Jn 17,3)-, que mire a Cristo, y a Cristo crucificado. Por eso Dios dispuso en su providencia la cruz de Cristo, para expresar-comunicar por ella en forma definitiva el misterio eterno de su amor trinitario.



Esta es la realidad expresada en el signo de la cruz. No es raro, pues, que los santos no se cansen de contemplar la pasión de nuestro Señor Jesucristo.



El signo de la cruz, alzado para siempre en medio del mundo, nos dice con su extrema elocuencia:



-Así nos ama el Padre. «Dios acreditó su amor hacia nosotros en que, siendo todavía pecadores [enemigos suyos], Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8; +Ef 2,4-5). Mirando al Crucificado, ya nunca dudaremos del amor que Dios nos tiene, sea cual fuere su providencia sobre nosotros.



-Así Cristo ama al Padre, hasta llevar su obediencia al extremo de la muerte, y muerte de cruz (Flp 2,8). Refiriéndose a su cruz, dice Jesús poco antes de padecer: «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que según el mandato que me dio el Padre, así hago» (Jn 14,31). Podría Cristo haber resistido y evitado la cruz (Mt 26,53-54; Jn 18,5-6.11); pero quiso entregarse «libremente», para revelar al mundo su amor al Padre, expresado en la obediencia a su mandato (10,17-18).



-Así Cristo nos ama, hasta dar su vida por nosotros, como buen pastor (Jn 10,11), para darnos vida eterna, vida sobreabundante (10, 10.28), para recogernos de la dispersión y congregarnos en la unidad (12,51-52). Jesús aceptó la cruz para así hacernos la suprema declaración de amor: «Nadie tiene un amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos» (15,13).



-Así hemos de amar a Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todas las fuerzas (Mc 12,30), como el Crucificado amó al Padre. Permaneceremos en el amor de Dios, si guardamos sus mandatos, como Cristo se mantuvo en el amor del Padre, obedeciendo su mandato (Jn 14,15.21-24; 15,10; 1 Jn 5,2-3).



-Así hemos de amar a los hombres, como Cristo nos amó (Jn 13,34). El que quiera aprender el arte de amar al prójimo, y quiera ponerlo en práctica, que contemple la cruz, que se abrace a la cruz. Solo así su amor será sincero y fuerte. Cristo «dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1 Jn 3,16).



Cristo Crucificado es la proclamación máxima de la ley evangélica: amor a Dios, amor al prójimo. Y del amor extremo (Jn 13,1) del Crucificado nos viene la fuerza para vivir ese amor que en la cruz nos enseñó.



2.-La cruz revela a un tiempo el horror del pecado y el valor de nuestra vida. Si alguno pensaba que nuestros pecados eran poca cosa, y que la vida humana era una sucesividad de actos triviales, condicionados e insignificantes, que mire la cruz de Cristo, que considere cuál fue el precio de nuestra salvación (1Cor 6,20). Si alguno sospechaba que nuestra vida apenas tenía valor e importancia ante Dios, Señor del cielo y de la tierra, que mire la cruz de Jesús, y que se entere de que no hemos sido «rescatados con plata y oro, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo» (1Pe 1,18-19). Y que no piense tampoco que ese amor y ese precio Jesucristo lo entregó «por la humanidad» en general, pero no «por mí»; pues cada uno de nosotros puede decir con toda verdad lo mismo que San Pablo: «El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20).



3.-La cruz es el sello que garantiza la verdadera espiritualidad cristiana. «No hay perdón sin derramamiento de sangre» (Heb 9,22). Hemos de tomar la cruz cada día si queremos ser discípulos de Cristo (Lc 14,27). Cuando nos enseñen un camino espiritual, fijémonos bien si lleva la cruz, el sello de garantía puesto por Jesús. Si ese camino es ancho y no pasa por la cruz sino que la rehuye, no es el camino de Cristo: el verdadero camino evangélico, el que lleva a la vida, es estrecho y pasa por puerta angosta (Mt 7,13-14).



La glorificación del humillado



«El que se humilla será ensalzado» (Lc 14,11;18,14). Cristo bendito no se mantuvo igual a Dios en gloria, sino que se abatió hasta el abismo de la muerte, y «por eso Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2,5-11).



La glorificación del Humillado se produce en misterios sucesivos, hondamente vinculados entre sí. Cristo mismo, por su palabra, va iluminando previamente el significado de tales misterios: su muerte y resurrección (Lc 9,22), su ascensión a los cielos (Jn 20,17; Mt 28,7), la comunicación pentecostal del Espíritu Santo (Hch 1,4).



-La muerte en la cruz, ya es el comienzo de la glorificación de Cristo, alzado de la tierra, como en Israel fue alzada la serpiente de bronce (Jn 3,14-15; 12,32): la naturaleza tiembla, se rasga el velo del Templo (Mt 27,51-54; Lc 23,44-49), muchos hombres, golpeándose el pecho, reconocen a Jesús (Mc 15,39; Lc 23,48).



Cristo, al morir, entregó al Padre su espíritu (Lc 23,46; Jn 19,30). Inmediatamente el alma humana de Jesús es glorificada por el Padre, aunque todavía no su cuerpo. Ya anunció Cristo que pasaría «tres días y tres noches en el seno de la tierra» (Mt 12,40).



-El descenso al reino de los muertos, el «sehol» de los judíos, continúa glorificando al Humillado. «Muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu, en él fue a predicar a los espíritus que estaban en la prisión» (1Pe 3,18-19; +Ef 4,8-10). Un júbilo indecible ilumina el reino de las sombras. Cristo es ahora un muerto entre los muertos, él es, para esperanza viva de todos ellos, «el Primogénito de los muertos» (Col 1,18). El es la puerta abierta que da paso al reino de la luz y de la vida. «Yo soy la puerta; el que por mí entrare se salvará» (Jn 10,9).



-La resurrección de Cristo es absolutamente gloriosa. Se cumplen en ella las profecías (Sal 15,10; Hch 2,27) y los anuncios del mismo Jesús (Mt 12,40; 28,5-6; Lc 9,22; Jn 2,19;10,17):... al tercer día, en el día siguiente al sábado.



No es la fe de los discípulos la que crea la resurrección del Maestro; es la resurrección de Jesús la que crea la fe de los discípulos. Éstos, tras los sucesos del Calvario, estaban atemorizados y perplejos, y ni siquiera dieron crédito a los primeros testimonios de la resurrección (Mc 16,8-11; Lc 24,22-24). Incluso cuando ya se les aparece el Resucitado, «aterrados y llenos de miedo, creían ver un espíritu», y es el mismo Cristo el que les habla, se deja ver y tocar, come ante ellos, para convencerles de la realidad de su resurrección (24,37-43; Jn 20,24-28).



Cristo resucitado está verdaderamente investido de la gloria divina. Los apóstoles, a quienes fue dado ser «testigos oculares de su majestad» (l Pe 2,16), pudieron decir con toda razón: «Hemos visto al Señor» (Jn 20,24), «hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (1,14); hemos visto, tocado y oído realmente al Verbo de la vida (1 Jn 1,1), hemos «comido y bebido con él después de resucitado de entre los muertos» (Hch 10,40-41).



«Los apóstoles atestiguaban con gran poder la resurrección del Señor Jesús» (Hch 4,33): ésta fue la Buena Noticia fundamental de la predicación apostólica (2,24.32; 17,31s; 1Cor 15,1-8). La idea de la resurrección era perfectamente extraña para los griegos, era algo increíble y ridículo (Hch 17,32), y entre los mismos judíos era un tema discutido: los saduceos negaban la resurrección, los fariseos creían en ella (23,8). Es Cristo resucitado quien nos asegura con certeza la Buena Noticia: hay otra vida; los muertos resucitarán en el último día.



Es el Padre quien resucita al Hijo, quien despierta al Hijo, dormido en la muerte (Hch 2,27-28; Rm 10,9; 2Tes 1,10), cumpliendo así lo que había prometido públicamente: «Yo le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (Jn 12,28; +17,5). Ello significa que el Padre admite y recibe el sacrificio redentor de Cristo en la cruz. En efecto, el Padre entrega al Hijo salvador «toda autoridad en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Ahora Jesús, el hijo de María virgen, es el «Hijo, nacido de la descendencia de David, según la carne, Hijo de Dios, poderoso según el Espíritu de santidad después de la resurrección de entre los muertos, Jesucristo nuestro Señor» (Rm 1,3-4).



Es el Padrequien «nos reengendró a una viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (1Pe 1,3). Y nosotros contemplamos ahora «cual es la excelsa grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, según la fuerza de su poderosa virtud, que él ejerció en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos» (Ef 1,19-20; +Jn 1,12-13; 3,5-7; Ef 2,5-6; Col 2,13).



Después de su resurrección, Jesucristo tuvo un trato frecuente y amistoso con sus discípulos, «se dio a ver en muchas ocasiones, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios, y comiendo con ellos» (Hch 1,3-4). Pero esto modo de presencia había de terminar, como el mismo Jesús lo había anunciado: «Salí del Padre y vine al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre» (Jn 16,28; +3,13).



-La ascensión de Jesucristo a los cielos se produjo «viéndole» los discípulos: «fue llevado hacia lo alto, y una nube lo ocultó a sus ojos» (Hch 1,9; +Lc 24,50-51). La nube expresa la condición divina de Jesús (Dan 7,13-14). En la nube también, igualmente, volverá como Juez universal al fin de los tiempos (Mt 24,30-31; Hch 1,11). Cristo resucitado habita ahora en la gloria del Padre, totalmente celeste e invisible.



«El mismo que bajó es el que subió sobre todos los cielos para llenarlo todo» (Ef 4,10). En adelante, se produce un cambio notable en la presencia de Cristo. El Resucitado que la Magdalena confunde con un hortelano (Jn 20,14-15), el compañero de camino de los de Emaús (Lc 24,13-31), el que hace fuego en la orilla y prepara el desayuno a sus amigos pescadores (Jn 21,1-14), es ahora el Cristo glorioso y mayestático, el Cristo lleno de fuerza y hermosura que describe el Apocalipsis (1,13-18; 5; 21,7-17): «El Señor Jesús fue elevado a los cielos y está sentado a la derecha del Padre» (Mc 16,19), «a la diestra de la Majestad en las alturas» (Heb 1,3; +Hch 2,33; 5,31; 7,56; 1Pe 3,22; Ap 5,7).



Con tales palabras se quiere expresar que la humanidad de Jesucristo ha sido de tal manera glorificada que ejerce, sin limitación alguna, el poder divino sobre toda criatura del cielo y de la tierra (Mt 28,18). Cristo resucitado es el Rey del Universo, y precisamente desde esta plenitud de potencia envía a los apóstoles: «Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (28,19).



-En Pentecostés es cuando culmina la glorificación del Humillado, cincuenta días después de su resurrección. Todavía en la ascensión, el Cuerpo místico de Jesús es carnal («Señor ¿es ahora cuando vas a establecer el reino de Israel?», Hch 1,6). La glorificación de la Cabeza no es perfecta hasta que en Pentecostés el don del Espíritu Santo se difunde en todo su Cuerpo, que es la Iglesia (Jn 16,7). Ahora sí, y para siempre: El Humillado ha sido glorificado, no sólo en sí mismo, sino también en los miembros de su Cuerpo.



Vivir en Cristo



Jesucristo vivifica una raza nueva de hombres celestiales. «El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu vivificante. El primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo hombre fue del cielo. Cual es el terreno, tales son los terrenos; cual es el celestial, tales son los celestiales» (l Col 15,45.47-48).



Jesucristo es el Pastor que en la cruz dio la vida por sus ovejas, para vivificarlas con vida sobreabundante (Jn 10, 1-30). Y si Israel era una viña plantada y cuidada por Yavé (Jer 2,21; Ez 15,6; 19,10-14; Os 10,1; Sal 79), Cristo es ahora la Vid y nosotros los sarmientos que de él recibimos vida y frutos (Jn 15,1-8). Cristo es también «la Cabeza del cuerpo de la Iglesia» (Col 1,18); él es «la Cabeza, por la cual el cuerpo entero, alimentado y trabado por coyunturas y ligamentos, crece con crecimiento divino» (2,19; +Ef 1,23;5,23-30; 1Cor 12). Los que somos de Cristo (1Cor 15,23), hemos sido «creados en Cristo Jesús, para hacer buenas obras, que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos» (Ef 2,10).



Ahora, pues, los cristianos vivimos en Cristo (Rm 16,12; 1Cor 1,9; Flp 4,1-7), por él (2Tes 5,9), con él (Rm 6,4;8,17; Gál 2,19; Ef 2,5-6; 2 Tim 2,11-12), revestidos de él (Rm 13,14; Gál 3,27), imitándole siempre (Jn 13,15; 1Cor 11,1; 2Tes 1,6; 1Pe 2,21), pero imitándole no como si fuera un modelo exterior a nosotros, sino en una docilidad constante a la íntima acción de su gracia en nosotros. Porque Cristo está en nosotros (Rm 8,10), habita en nosotros (Ef 3,17), se va formando día a día en nosotros (Gál 4,19). Y es que el Padre nos lo envió «para que nosotros vivamos por él» (1 Jn 4,9; +Jn 5,26; 6,57). El ideal, por tanto, será para todo cristiano aquello de San Pablo: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).



Amar a Jesucristo



«Ya no os digo siervos, os digo amigos» (Jn 15,15). Los cristianos somos los amigos de Cristo, elegidos por él (15,16). Toda la vida cristiana ha de entenderse como una amistad con Jesucristo, con todo lo que ésta implica de conocimiento personal, mutuo amor, relación íntima y asidua, colaboración, unión inseparable, voluntad de agradarse y no ofenderse. Esa es la amistad que nos hace hijos del Padre, y que nos comunica el Espíritu Santo. Estudiar y describir sus diversos aspectos es el objeto de este libro en todos y cada uno de sus capítulos.



Santa Teresa de Jesús enseña con una convicción firmísima que la amistad con Jesucristo en cuanto hombre es el camino principal de la espiritualidad cristiana. «Con tan buen amigo presente, con tan buen capitán que se puso en lo primero en el padecer, todo se puede sufrir. Es ayuda y da fuerza, nunca falta, es amigo verdadero. Y yo veo claro que, para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere que sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad que se deleita. Muy, muy muchas veces lo he visto por experiencia; me lo ha dicho el Señor; he visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos. Así que, señor, no quiera otro camino, aunque esté en la cumbre de la contemplación; por aquí va seguro. Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes» (Vida 22,6-7). Algunos pseudo-místicos, proponiendo una oración al estilo del zen, pensaban que «apartarse de lo corpóreo» era condición indispensable para llegar a la plena contemplación y unión con Dios. Contra esto la Santa arguye con energía que «no ha de entrar en esta cuenta la sacratísima Humanidad de Cristo» (22,8). Ya lo dijo Jesús: «Nadie llega al Padre sino por mí» (Jn 14,6). «Que nosotros adrede y de propósito nos acostumbremos a no procurar con todas nuestras fuerzas traer delante siempre -y pluguiese al Señor que fuese siempre- esta sacratísima Humanidad, esto digo que no me parece bien, y que es andar el alma en el aire, porque parece que no trae arrimo, por mucho que le parezca anda llena de Dios. Es gran cosa mientras vivimos y somos humanos traerle humano» (22,9).



Nuestro corazón debe «aprender a amar a Jesucristo» conociendo el ejemplo de los santos. Ellos hablan de Jesús con el lenguaje de los enamorados. San Pablo: «cuanto tuve por ventaja, lo reputo daño por amor de Cristo, y aun todo lo tengo por daño, a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por estiércol, con tal de gozar de Cristo» (Flp 3,7-8). Es el lenguaje de Santa Teresa de Jesús:



«De ver a Cristo me quedó imprimida su grandísima hermosura... Quedó [mi alma] con un provecho grandísimo y fue éste: tenía una grandísima falta, de donde me vinieron grandes daños, y era ésta, que como comenzaba a entender que una persona me tenía voluntad, y si me caía en gracia, me aficionaba tanto que me ataba en gran manera la memoria a pensar en él... Era cosa tan dañosa que me traía el alma harto perdida; [pues bien] después que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien, ni me ocupase [el corazón y la memoria]; que con poner un poco los ojos de la consideración en la imagen [de Jesús] que tengo en mi alma, he quedado con tanta libertad en esto que después acá todo lo que veo me parece hace asco en comparación de las excelencias y gracias que en este Señor veía» (Vida 37,4).



Cuando sale el sol, desaparecen las estrellas. La hermosura de Cristo es inefable, pues revela la belleza de la Trinidad divina: «quien me ve a mí ve al Padre» (Jn 14,9).



Él es «el esplendor de la gloria del Padre» (Heb 1,3), y siendo al mismo tiempo «la imagen del Dios invisible y el Primogénito de toda criatura» (Col 1,15-19), todas las bellezas del mundo -el hombre, la mujer, los niños, los mares y los bosques, las flores y los astros, las sinfonías y los poemas- todas están sintetizadas y superadas infinitamente por Él, por nuestro Señor Jesucristo.



Conocer y amar a Jesús: ésa es la suprema bienaventuranza.



Digamos, pues, con Tomás de Kempis: «Dame, oh dulce y bondadoso Jesús, alegrarme en ti sobre todas las cosas creadas, sobre toda salud y belleza, sobre toda gloria y honor, sobre todo poder y dignidad, sobre toda ciencia y sabiduría, sobre toda riqueza y arte, sobre toda alegría y encanto, sobre toda dulzura y consuelo, sobre toda esperanza y promesa, sobre todo merecimiento y deseo, sobre todos los dones que tú puedes dar y repartir, sobre todo gozo y satisfacción que pueda sentir el corazón, por encima también de ángeles y arcángeles y sobre la corte del cielo, por encima de todo lo visible e invisible, por encima, Dios mío, de todo lo que no seas tú» (Imitación de Cristo, III,23).



Conocer y amar a Jesús es, en fin, la esencia más profunda del culto al Sagrado Corazón, del que Pío XII dice: «se considera, en la práctica, como la más completa profesión de la religión cristiana» (enc. Haurietis aquas 15-V-1956, 29).



Y como tantas veces Jesús ha sido y es odiado, menospreciado u olvidado, bien se comprende que, como dice Pío XI, «el espíritu de expiación y reparación» tiene justamente «la primacía y la parte más principal en el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús» (enc. Miserentissimus Redemptor 8-V- 1928, 9).



Pablo VI, por otra parte, declara la excelencia de este culto y devoción, relacionándolos profundamente con el misterio de la Eucaristía (cta. apost. Investigabiles divitias Christi 6-II- 1965).



4. El don del Espíritu Santo



AA.VV., «Semanas de Estudios Trinitarios», Salamanca, Secretariado Trinitario 1973ss; L. Bouyer, Le consolateur, París, Cerf 1980; Y. M. Congar, El Espíritu Santo, Barcelona, Herder 1983; F. Durrwell, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca, Sígueme 1986; G. García Suárez, El Espíritu Santo, fuente primaria de vida cristiana y espiritual, Madrid, Rev. Espiritualidad 1991; J. de Goitia, La fuerza del Espíritu, Bilbao, Mensajero-Univ. Deusto 1974; C. Granado, El Espíritu Santo en la teología patrística, Salamanca, Sígueme 1987; D. J. Lallevent, La tres Sainte Trinité, mystère de la joie chrétienne, París, Téqui 19B4; S. Muñoz Iglesias, El Espíritu Santo, Ed. Espiritualidad, Madrid 1997; G. Philips, Inhabitación trinitaria y gracia, Salamanca, Secretariado Trinitario 1980; M. M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid 19974; J. Rivera, El Espíritu Santo, Apt. 307, Toledo 19973; A. Royo Marín, El gran desconocido; el Espíritu Santo y sus dones, BAC min. 29, Madrid 19977; N. Silanes, El don de Dios, ib.1976.



Véase también León XIII, enc. Divinum illud munus 9-V-1897; Juan Pablo II, enc. Dominum et vivificantem 18-V-1986: DP 1986,112. Catecismo 683-741.



Divina presencia creacional y presencia de gracia



A pesar del pecado de los hombres, Dios siempre ha mantenido su presencia creacional en las criaturas. Sin ese contacto entitativo, ontológico, permanente, las criaturas hubieran recaído en la nada. León XIII, citando a Santo Tomás, recuerda esta clásica doctrina: «Dios se halla presente a todas las cosas, y está en ellas "por potencia, en cuanto se hallan sujetas a su potestad; por presencia, en cuanto todas están abiertas y patentes a sus ojos; por esencia, porque en todas ellas se halla él como causa del ser"» (enc. Divinum illud munus: STh I,8,3).



Pero la Revelación nos descubre otro modo por el que Dios está presente a los hombres, la presencia de gracia, por la que establece con ellos una profunda amistad deificante. Toda la obra misericordiosa del Padre celestial, es decir, toda la obra de Jesucristo, se consuma en la comunicación del Espíritu Santo a los creyentes.



Primeros acercamientos de Dios



La historia de la presencia amistosa de Dios entre los hombres comienza en Abraham. Un Dios, todavía desconocido, se le manifiesta varias veces en formidables teofanías y locuciones. Un Dios distante y cercano, terrible y favorable, un Dios fascinante en su grandeza y bondad: «Yo soy El Sadai; anda tú en mi presencia y sé perfecto» (Gén 17,1). Así comienza Yavé su amistad con el linaje de Abraham: «Hizo Yavé alianza con Abraham» (15,18; +cps.12-18).



En los tiempos de Moisés la presencia de Dios se hace más intensa y viene a ser más establemente expresada en ciertos signos sagrados. Moisés trata confiadamente con Yavé, que le dice su nombre (Ex 3,14). Llega a verle de lejos y «de espaldas» (33,18-23); incluso se dice que habla con el Señor «cara a cara, como habla un hombre a su amigo» (33,11). Pero todavía Yavé permanece distante y misterioso para el pueblo, que no puede acercársele, ni hacer representaciones suyas (19,21s; 20,4s).



Todo esto, para un pueblo acostumbrado a la idolatría, torpe para la religiosidad, resulta muy espiritual. El linaje de Abraham, Isaac y Jacob exige «un dios que vaya delante de nosotros» (32,1). Y Yavé condesciende: «Que me hagan un santuario y habitaré en medio de ellos. Habitaré en medio de los hijos de Israel y seré su Dios» (25,8; 29,45). Y a este pueblo nómada, Yavé le concede ciertas imágenes móviles de su Presencia gloriosa y fuerte.



La Nube, etérea y luminosa, cercana e inaccesible, es el sacramento que significa la presencia de Yavé. De día y de noche, con providencia solícita, guía al pueblo de Israel por el desierto (Ex 13,21; 40,38).



La Tienda es un templo portátil. La cuidan los levitas, se planta fuera del campamento, en una sacralidad característica de distancia y separación (25,8-9; 33,7-11).



El Arca del testimonio guarda las Tablas de la Ley. Sobre ella está el propiciatorio, el lugar más sagrado de la presencia divina: «Allí me revelaré a ti, y de sobre el propiciatorio, de en medio de los dos querubines, te comunicaré yo todo cuanto te mandare para los hijos de Israel» (2 Sam 7,6-7). Cuando más adelante Israel se establezca en la tierra prometida, Salomón entronizará solemnemente el Arca en el Templo (1 Re 8).



En la veneración de Israel por estos signos sagrados no hay idolatría, como la había entre los vecinos pueblos paganos hacia imágenes, piedras, montes o fuentes. Los profetas judíos enseñaron a distinguir entre el Santo y las sacralidades que le significan. Ellos siempre despreciaron los ídolos y se rieron de ellos.



En medio de Israel la presencia de Dios guarda siempre celosamente una divina transcendencia (1 Re 8,27). Yavé trata sólo con Moisés, el mediador elegido (Ex 3,12;19,17-25). El pueblo no se atreve a acercarse a Yavé, pues teme morir (Dt 18,16). Pero aún así, sabe Israel que su Dios está próximo y es benéfico: «¿Cuál es, en verdad, la gran nación que tenga dioses tan cercanos a ella, como Yavé, nuestro Dios, siempre que le invocamos?» (4,7; 4,32s). Las grandes intervenciones de Yavé en favor de su pueblo -paso del mar Rojo, maná, victorias bélicas prodigiosas- son signos claros de la presencia activa y fuerte de Dios entre los suyos. Estos signos deben silenciar a los murmuradores: «¿Está Yavé en medio de nosotros o no?» (Ex 17,7).



El Templo



La Nube, la Tienda, todos los antiguos lugares sagrados -Bersabé, Siquem, Betel-, santificados por la presencia de Dios, hallan en el Templo de Jerusalén la plenitud de su significado religioso: «Yavé está ahí» es lo que significa «Jerusalén» (Ez 48,35). En efecto, es Sión «el monte escogido por Dios para habitar, morada perpetua del Señor», ante la envidia de los otros montes (Sal 67,17). Es allí donde Yavé muestra su rostro, da su gracia, perdona a su pueblo: «Sobre Israel resplandece su majestad, y su poder, sobre las nubes. Desde el santuario Dios impone reverencia: es el Dios de Israel quien da fuerza y poder a su pueblo. ¡Dios sea bendito!» (67,35-36).



David quiso construir para Yavé el Templo -proyecto que su hijo Salomón realizó-. Y Yavé, a su vez, con toda solemnidad, promete a David hacerle una Casa, un linaje permanente: «Suscitaré a tu linaje, después de ti, el que saldrá de tus entrañas, y afirmaré su reino. El edificará Casa a mi nombre, y yo estableceré su trono para siempre. Yo le seré padre, y él me será hijo. Permanente será tu Casa para siempre ante mi rostro, y tu trono estable por la eternidad» (2 Sam 7,12-16). Este es el mesianismo real davídico, que había de cumplirse en Jesús, el «Hijo de David» (Lc 1,30-33).



La devoción al Templo es grande entre los piadosos judíos (Sal 2,4; 72,25; 102,19; 113-B,3; 122,1). Allí habita la gloria del Señor, allí peregrinan con amor profundo (83; 121), allí van «a contemplar el rostro de Dios» (41,3). También los profetas judíos aman al Templo, pero enseñan también que Yavé habita en el corazón de sus fieles (Ez 11,16), y que un Templo nuevo, universal, será construido por Dios para todos los pueblos (Is 2,2-3; 56,3-7; Ez 37,21-28). Ese Templo será Jesucristo, Señor nuestro.



La presencia espiritual



En la espiritualidad del Antiguo Testamento la cercanía del Señor es vivamente captada, sobre todo por sus exponentes más lúcidos, como son los profetas y los salmos.



El justo camina en la presencia del Señor (Sal 114,9), vive en su casa (22,6), al amparo del Altísimo (90,1). «Cerca está el Señor de los que lo invocan sinceramente. Satisface los deseos de sus fieles, escucha sus gritos y los salva. El Señor guarda a los que lo aman» (144,18-20; +72,23-25). Ninguna cosa puede hacer vacilar al justo, pues tiene a Yavé a su derecha (15,8). Nada teme, aunque tenga que pasar por un valle de tinieblas, ya que el Señor va con él (22,4).



El Señor promete su presencia y asistencia a ciertos hombres elegidos: «Yo estaré contigo, no temas» (Gén 26,24; Ex 3,12; Dt 31,23; Juec 6,12.16; Is 41,10; Jer 1,8.19), y también la asegura a Israel, a todo el pueblo: «Yo estaré con vosotros, no temáis» (Dt 31,6; Jer 42,11). La misma confortación dará el Señor a María y a los Apóstoles (Lc 1,28; Mt 28,20).



Por otra parte, también se dice en la Escritura que el Espíritu divino está especialmente sobre algunos hombres elegidos para ciertas misiones: «Vino sobre él el Espíritu de Yavé» (Núm 11,25; Dt 34,9; Juec 3,10; 6,34; 11,29; Is 6; Jer l; Ez 3,12). Más aún: se anuncia para la plenitud de los tiempos un Mesías lleno del Espíritu -los «siete» dones de la plenitud (Is 11,2)-: «He aquí a mi Siervo, a quien yo sostengo, mi Elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre él» (42,1). De la plenitud espiritual de este Mesías se va a derivar para todo el pueblo una abundancia del Espíritu hasta entonces desconocida, aunque muchas veces deseada (Sal 50,12; Is 64,1): «Yo os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo. Yo pondré en vosotros mi Espíritu. Seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 36,24-28; +11,19-20; 37; Jer 31,33-34; Is 32,15; Zac 12,10).



Jesucristo, fuente del Espíritu Santo



Cristo es el anunciado hombre del Espíritu. «A Jesús de Nazaret le ungió Dios con Espíritu Santo y poder» (Hch 10,38). «En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9). El es el «Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Y todos nosotros hemos recibido de su plenitud gracia sobre gracia» (Jn 1,14.16).



Jesucristo sabe que él es el Templo-fuente de aguas vivas, tal como lo anunciaron los profetas (Ez 47,1-12; Zac 13,1). «El que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, sino que el agua que yo le dé se hará en él una fuente de agua que brota para vida eterna» (Jn 4,14). Y esto que dice a la samaritana, lo dirá en público a todos: «Gritó diciendo: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. Quien cree en mí, como dijo la Escritura, ríos de agua viva manarán de su seno». Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él, pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (7,37-39). Finalmente, Jesucristo en la cruz, al ser destrozada su humanidad sagrada -como un frasco que, al ser roto, derrama su perfume-, «entregó el espíritu [el Espíritu]» (19,30).



Así se cumplieron las Escrituras. Moisés, golpeando la roca con su cayado, la convirtió en fuente (Ex 17,5-6). Ahora «uno de los saldados, con su lanza, le traspasó el costado [a Jesús], y al instante brotó sangre y agua» (Jn 19,34). San Pablo interpreta esto autorizadamente: «La Roca era Cristo» (1Cor 10,4); por él «a todos se nos dio a beber del mismo Espíritu» (12,13). Se cumplieron así las antiguas profecías: «Aquel día derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de oración; y mirarán hacia mí; y a Aquel a quien traspasaron, le llorarán como se llora al unigénito. Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, a fin de lavar el pecado y la impureza» (Zac 12,10; 13,1).



Jesucristo, Templo de Dios



Jesús venera el Templo antiguo, a él peregrina, lo considera Casa de Dios, Casa de Oración, paga el tributo del Templo, frecuenta sus atrios con sus discípulos (Mt 12,4; 17,24- 27; 21,13; Lc 2,22-39. 42-43; Jn 7,10). Pero Jesús sabe que él es el nuevo Templo. Destruido por la muerte, en tres días será levantado (Jn 2,19). El se sabe «la piedra angular» del Templo nuevo y definitivo (Mc 12,10). En efecto, «la piedra angular es el mismo Cristo Jesús, en quien todo el edificio, armónicamente trabado, se alza hasta ser Templo santo en el Señor; en el cual también vosotros sois juntamente edificados para ser morada de Dios en el Espíritu» (Ef 2,20-22; +1Cor 3,11; 1Pe 2,4-6).



En su vida mortal, Jesucristo es un Templo cerrado, «pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,39). Muerto en la cruz, se rasga el velo del Templo antiguo, que ya no tiene función salvífica. Al tercer día se levanta Jesucristo para la vida inmortal, haciéndose entonces para los hombres el Templo abierto, «mejor y más perfecto, no hecho por manos de hombre, esto es, no de esta creación» (Heb 9,11; +Ap 7,15; 13,16; 21,3). Y cuando en Pentecostés los discípulos son «bautizados en el Espíritu Santo» (Hch 1,5), ya pueden entonces entrar en el Templo nuevo, santo y definitivo, para ser así ellos templos en el Templo (2Cor 6,16; Ex 29,45).



Entremos, pues, en Cristo-Templo, que en la resurrección, la ascensión, y pentecostés, ha sido abierto e inaugurado para todos los hombres que crean en él. «Acercáos a él, piedra viva, rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa ante Dios, y vosotros también edificáos como piedras vivas, como Casa espiritual, para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios espirituales, gratos a Dios por Jesucristo» (1Pe 2,4-5). «Teniendo, pues, hermanos, en virtud de la sangre de Cristo, firme confianza de entrar en el Templo que él nos abrió como camino nuevo y vivo a través del Velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la Casa de Dios, acerquémonos con sincero corazón» (Heb 10,19-22; +4,16).



La consumación del Templo nuevo será en la parusía, al fin de los tiempos, cuando venga Cristo con sus ángeles y santos. «Vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo del lado de Dios, ataviada como una esposa que se engalana para su esposo. Oí una voz potente, que del trono decía: «He aquí el Tabernáculo de Dios entre los hombres», y erigirá su Tabernáculo entre ellos... «He aquí que hago nuevas todas las cosas»» (Ap 21,2-5).



La Trinidad divina en los cristianos



Los primeros cristianos todavía frecuentaron el Templo (Hch 2,46), pero en seguida comprendieron que el nuevo Templo eran ellos mismos. En efecto, Dios habita en la Iglesia y en cada uno de los cristianos. No sólo la Iglesia es templo de Dios, como cuerpo que es de Cristo (1Cor 3,10-17; Ef 2,20-21), sino cada uno de los cristianos es personalmente «templo del Espíritu Santo» (1Cor 6,15.19; 12,27). Y ambos aspectos de la inhabitación, el comunitario y el personal, van necesariamente unidos. No se puede ser cristiano sino en cuanto piedra viva del Templo de la Iglesia. Ahora las tres Personas divinas viven en los cristianos. El mismo Espíritu Santo es el principio vital de una nueva humanidad. Esta es la enseñanza de Jesús y de sus Apóstoles.



En la enseñanza de San Pablo, el Cristo glorioso, unido al Padre y al Espíritu Santo, es para los hombres «Espíritu vivificante» (1Cor 15,45). En efecto, «el Señor es Espíritu» (2Cor 3,17), habita en nosotros, y nosotros nos vamos configurando a su imagen «a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (3,18; +Gál 4,6). Todas las dimensiones de la vida cristiana, según esto, habrán de ser atribuidas a la acción del Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo.



Es el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, el que nos mueve internamente a toda obra buena (Rm 8,14; 1Cor 12,6). Es el Espíritu Santo -el agua, el fuego- quien nos purifica del pecado (Mt 3,11; Jn 3,5-9; Tit 3,5-7). Es él quien enciende en nosotros la lucidez de la fe (1Cor 2,10-16). El levanta nuestros corazones a la esperanza (Rm 15,13). El nos mueve a amar al Padre y a los hombres como Cristo los amó; para nosotros esto sería imposible, pero «la caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). El llena de gozo y alegría nuestras almas (Rm 14,17; Gál 5,22; 2Tes 1,6). El nos da fuerza para testimoniar a Cristo y fecundidad apostólica, pues la evangelización «no es sólo en palabras, sino en poder y en el Espíritu Santo» (1,5; +Hch 1,8). El nos concede ser libres del mundo que nos rodea (2Cor 3,17). El viene en ayuda de nuestra impotencia y ora en nosotros con palabras inefables (Rm 8,15. 26-27; Ef 5,18- 19).



En suma, lo que el Apóstol nos dice es esto: «Vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que de verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8,9; +10-16; Gál 5,25; 6,8). Es el Espíritu Santo el que produce en nosotros la adopción, el que nos hace hijos en el Hijo (Rm 8,14-17). Toda la «espiritualidad» cristiana, por tanto, es la vida sobrenatural que el Espíritu produce en los hombres.



Y la enseñanza de San Juan es equivalente. El que ama a Jesús y guarda sus mandatos «permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 3,24). El sarmiento que «permanece» en la Vid, recibe de ésta espíritu, vida, fruto (Jn 15,4-8). Si alguno ama a Cristo, será amado por el Padre, y las Personas divinas habitarán en él (14,23). El que se alimenta de Cristo, es internamente vivificado por él (6,56-57). Toda la vida cristiana, por tanto, fluye de la inhabitación de Dios en el hombre.



La inhabitación en la Tradición cristiana



La vivencia del misterio de la inhabitación ha sido siempre, ya desde el comienzo de la Iglesia, la clave principal de la espiritualidad cristiana. San Ignacio de Antioquía, hacia el año 107, se da el nombre de Teóforos, portador de Dios, y nombres semejantes da a los fieles cristianos, teóforoi, cristóforoi, agióforoi (Efesios 9,2; saludos de sus cartas). Y así mismo enseñaba: «Obremos siempre viviendo conscientemente Su inhabitación en nosotros, siendo nosotros su templo, siendo él nuestro Dios dentro de nosotros; como realmente es y se nos manifestará, si le amamos como es debido» (Efesios 15,3).



En la antigüedad, el más alto maestro de la inhabitación es sin duda San Agustín. El buscó a Dios en las criaturas, y ellas le dieron algunas referencias muy valiosas (Confesiones IX,10,25; X,6,9); pero por fin lo encontró en sí mismo: «Él está donde se gusta la verdad, en lo más íntimo del corazón» (IV,12,18).



«¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no tendrían ser» (X,27,38). «Tú estabas dentro de mí, más interior a mí que lo más íntimo mío y más elevado que lo más alto mío (interior intimo meo et superior summo meo)» (III,6,11).



Es cierto que en la purificación pasiva del espíritu puede el cristiano, como dice San Juan de la Cruz, «sentirse sin Dios» (2 Noche 5,5; 6,2). También Cristo en la cruz se sintió abandonado por el Padre (Mt 27,46). Pero también es cierto que son los santos, los que han sufrido esas místicas noches, quienes tienen una más profunda vivencia de la inhabitación de Dios en el alma. Así por ejemplo, Santa Teresa de Jesús alcanza las más altas experiencias de la inhabitación en el culmen de su vida espiritual, cuando llega a la mística unión transformante, como muchas veces lo atestigua:



«Estando con esta presencia de las tres Personas que traigo en el alma, era con tanta luz que no se puede dudar el estar allí Dios vivo y verdadero» (Cuenta conciencia 42;+41). Antes creía ella en esta presencia, pero no la sentía. Ahora Dios «quiere dar a sentir esta presencia, y trae tantos bienes, que no se pueden decir, en especial, que no es menester andar a buscar consideraciones para conocer que está allí Dios. Esto es casi ordinario» (66,10). Ni trabajos ni negocios le hacen perder la conciencia de esa divina presencia (7 Moradas 1,11).



Captar en sí la Presencia divina es algo que la levanta sobre todo lo creado: «Me mostró el Señor, por una extraña manera de visión intelectual [esto es, sin imágenes], cómo estaba el alma que está en gracia, en cuya compañía vi la Santísima Trinidad por visión intelectual, de cuya compañía venía al alma un poder que señoreaba toda la tierra» (Cuenta conciencia 21). Captar en la propia alma esa gloriosa Presencia trae inmensos bienes: gozo indecible de verse hecha una sola cosa con Dios (7 Moradas 2,4), completo olvido de sí (3,2), ardiente celo apostólico (3,4), paz y gran silencio interior (3,11-12), aunque no falta cruz (3,2; 4,2-9). Antes «solía ser muy amiga de que me quisiesen bien, y ya no se me da nada, antes me parece en parte me cansa» (Cuenta conciencia 3). «En muy grandes trabajos y persecuciones y contradicciones que he tenido, me ha dado Dios gran ánimo, y cuando mayores, mayor» (ib.). En fin, «no me parece que vivo yo, ni hablo, ni tengo querer, sino que está en mí quien me gobierna y da fuerza, y ando como fuera de mí» (ib.).



Igualmente, la inhabitación de Dios en el alma es para San Juan de la Cruz «lo más a que en esta vida se puede llegar» (Llama 1,14). «El Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma» (Cántico 1,6). ¿Puede haber algo mayor?



«Dios mora secretamente en el seno del alma, porque en el fondo de la sustancia del alma es hecho este dulce abrazo. Mora secretamente, porque a este abrazo no puede llegar el demonio, ni el entendimiento del hombre alcanza a saber cómo es. Pero al alma misma, [que ha sido introducida ya por la alta vida de virtud] en esta perfección, no le está secreto, pues siente en sí misma este íntimo abrazo... ¡Oh, qué dichosa es esta alma que siempre siente estar Dios descansando y reposando en su seno!... En otras almas que no han llegado a esta unión, aunque no está [el Esposo] desagradado, porque al fin están en gracia, pero, por cuanto aún no están bien dispuestas, aunque mora en ellas, mora secreto para ellas, porque no le sienten de ordinario, sino cuando él les hace algunos recuerdos sabrosos» (Llama 4,14-16).



Y es el amor la causa de la inhabitación: «Si alguno me ama...» (Jn 14,23). «Mediante el amor se une el alma con Dios; y así, cuantos más grados de amor tuviere, tanto más profundamente entra en Dios y se concentra en El. De donde podemos decir que cuantos grados de amor de Dios puede tener el alma, tantos centros puede tener en Dios, uno más adentro que otro, porque el amor más fuerte es el más unitivo. Y si llegare hasta el último grado del amor, llegará a herir el amor de Dios hasta el último centro y más profundo del alma, lo cual será transformarla y esclarecerla según todo el ser y potencia y virtud de ella, según es capaz de recibir, hasta ponerla que parezca Dios» (Llama 1,13). Entonces «el alma se ve hecha como un inmenso fuego de amor que nace de aquel punto encendido del corazón del espíritu» (2,11).



El misterio de la Trinidad divina tal cual es -generación del Hijo, espiración del Espíritu- se da en el alma, que recibe «la comunicación del Espíritu Santo, para que ella espire en Dios la misma espiración de amor que el Padre espira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo... Porque eso es estar [el alma] transformada en las tres Personas en potencia [Padre] y sabiduría [Hijo] y amor [Espíritu Santo], y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiese venir a esto la creó a su imagen y semejanza» (Cántico 39,3-4).



Ese «abrazo abismal de su dulzura» que el Padre ha dado al hombre, lo ha dado en Cristo Esposo, que así celebra sus bodas con la humanidad «con cierta consumación de unión de amor» (Cántico 22,3; +Llama 4,3).



Síntesis teológica



La inhabitación es una presencia real, física, de las tres Personas divinas, que se da en los justos, y únicamente en ellos, es decir, en las personas que están en gracia, en amistad con Dios. Las tres Personas divinas habitan en el hombre como en un templo, no sólo el Espíritu Santo. Y son las mismas Personas de la Trinidad las que se hacen presentes, no sólo meros dones santificantes. Ahora bien, para que la Presencia divina se dé, es necesaria la producción divina de la gracia creada en el hombre. Por tanto, la gracia increada, esto es, la inhabitación, y la gracia creada, son inseparables.



Por la inhabitación, los cristianos somos «sellados con el sello del Espíritu Santo» (Ef 1,13), sello personal, vivo y vivificante. La imagen de Dios se reproduce en nosotros por la aplicación que las Personas divinas hacen de sí mismas inmediatamente en nosotros. Y de este modo, como dice el concilio Vaticano II, de tal modo el Espíritu Santo vivifica a los cristianos, al Cuerpo místico de Cristo, «que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o alma o en el cuerpo humano» (LG 7g).



La inhabitación de Dios en el hombre ha de explicarse en clave de conocimiento (Jn 17,3) y de amor (14,23); es decir, la inhabitación es una amistad. Así Santo Tomás:



«La caridad es una amistad, y la amistad importa unión, porque el amor es una fuerza unitiva» (STh II-II,25,4). «La amistad añade al amor que en ella el amor es mutuo y que da lugar a cierta intercomunicación. Esta sociedad del hombre con Dios, este trato familiar con él, comienza por la gracia en la vida presente, y se perfecciona por la gloria en la futura. Y no puede el hombre tener con Dios esa amistad que es la caridad, si no tiene fe, una fe por la que crea que es posible ese modo de asociación y trato del hombre con Dios, y si no tiene también esperanza de llegar a esa amistad. Por eso la caridad [y consecuentemente la inhabitación de Dios en el hombre] es imposible sin la fe y la esperanza» que fundamentan la caridad (I-II,65,5).



Precisados estos principios, entendemos mejor que la inhabitación se explique teológicamente por el conocimiento y el amor mutuo de la amistad. «El especial modo de la presencia divina propio del alma racional consiste precisamente en que Dios esté en ella como lo conocido está en aquel que lo conoce y como lo amado en el amante. Y porque, conociendo y amando, el alma racional aplica su operación al mismo Dios, por eso, según este modo especial, se dice que Dios no sólo es en la criatura racional, sino que habita en ella como en su templo» (I,43,3).



Por otra parte, como ya vimos, el cristiano carnal, aunque esté en gracia, apenas es consciente de la Presencia de Dios en él. Es el cristiano espiritual el que capta habitual y claramente la inhabitación de la Trinidad. «Los limpios de corazón verán a Dios» en sí mismos (Mt 5,8). Cuando el ejercicio ascético de las virtudes se perfecciona en la vida mística de los dones del Espíritu Santo, es entonces cuando el cristiano vive su condición de templo de la Trinidad divina con una conciencia más cierta y habitual. Así lo explica Juan de Santo Tomás:



«Supuesto ya el contacto y la íntima existencia de Dios dentro del alma, Dios se hace presente de un modo nuevo por la gracia como objeto experimentalmente cognoscible y gozable en ella misma. Y es que a Dios no se le conoce sólamente por la fe, que es común a los creyentes, justos o pecadores, sino también por el don de sabiduría, que da un gustar y un experimentar íntimamente» a Dios (Tract. de s. Trinit. mysterio d.17,a.3,10-12).



Eucaristía e inhabitación



Jesucristo en la eucaristía causa en las fieles la inhabitación de la Trinidad. «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Así como vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Jn 6,51-57). La eucaristía, pues, es para la inhabitación. La presencia real de Cristo en la eucaristía tiene como fin asegurar la presencia real de Cristo en los justos por la inhabitación.



Incluso puede afirmarse que, bajo ciertos aspectos, la presencia del Señor en los cristianos es aún más excelente que su presencia en la eucaristía. Y esto por varias razones. 1ª.-La eucaristía está finalizada en la inhabitación. El Señor se hace presente en el pan para hacerse presente en los fieles. Por otra parte, la inhabitación hace al cristiano idóneo para la comunión eucarística. Sin aquélla, no es lícito acercarse a ésta. 2ª.-En la eucaristía el pan pierde su autonomía ontológica propia, para convertirse en el cuerpo de Cristo: ya no hay pan, sólo queda su apariencia sensible. Pero en la inhabitación el prodigio de amor es aún más grande: El Señor se une al hombre profundísimamente, dejando sin embargo que éste conserve su propia ontología, sus facultades y potencias humanas. La inhabitación no hace que el cristiano deje de existir, pero la eucaristía hace que deje de existir el pan. 3ª.- La eucaristía cesará, como todas las sacralidades de la liturgia, cuando «pase la apariencia de este mundo» y llegue a «ser Dios todo en todas las cosas» (1Cor 7,31; 15,28); pero la presencia de Dios en el justo, la inhabitación, no cesará nunca, por el contrario consumará su perfección en la vida eterna. 4ª.-Corrompidas las especies eucarísticas, por accidente o por el tiempo, cesa la presencia del Señor; en cambio, muerto el cristiano, corrompido su cuerpo en el sepulcro, no cesa en él la amorosa presencia del Cristo glorioso y bendito. Sólo el pecado puede destruir la Presencia trinitaria de la inhabitación. Ni siquiera la muerte «podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,35-39).



Espiritualidad de la inhabitación



Toda la vida cristiana ha de vivirse y explicarse como una íntima amistad del hombre con las Personas divinas que habitan en él. La oración, la caridad al prójimo, el trabajo, la vida litúrgica, todos los aspectos y variedades de la gracia creada, han de vivirse y explicarse partiendo de la gracia increada, esto es, de la presencia de Dios en el hombre, presencia constante, activa, benéfica, por la que la misma Trinidad santísima se constituye en el hombre como principio ontológico y dinámico de una vida nueva, divina, sobrenatural, eterna.



((Pensamos que acerca de la inhabitación el error principal es éste: que muchos ignoran, menosprecian u olvidan la presencia de Dios en el justo. Este olvido unas veces afecta a la doctrina espiritual: una espiritualidad que deje en segundo plano el misterio de la inhabitación de la Trinidad en el hombre es una espiritualidad falsa, o al menos es excéntrica, pues no está centrada en lo que realmente es central en el evangelio. Y siempre que la Presencia divina en los cristianos es ignorada u olvidada, la espiritualidad decae inevitablemente en moralismos antropocéntricos de uno u otro signo, y en voluntarismos pelagianos de uno u otro estilo. Otras veces estos errores e ignorancias sobre la inhabitación afectan sólo a las actitudes concretas de las personas. Con un ejemplo: una mujer cristiana queda viuda. Sus hijos, ya crecidos, no viven con ella. Se siente sola. Toma una empleada, pero apenas le sirve de compañía, pues es muy callada. Adquiere un perro, muy vivaracho, que suaviza su soledad... A esta mujer «cristiana», por lo visto, un perro le hace más compañía que la Trinidad divina.))



Dios quiere que seamos habitualmente conscientes de su presencia en nosotros. No ha venido a nosotros como dulce Huésped del alma para que habitualmente vivamos en la ignorancia o el olvido de su amorosa presencia. Por el contrario, nosotros hemos «recibido el Espíritu de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido» (1Cor 2,12). Y el don mayor recibido en la vida de la gracia es la donación personal que la Trinidad divina ha hecho de sí misma a la persona humana, consagrándola así como un templo vivo suyo.



La inhabitación fundamenta la conciencia de nuestra dignidad de cristianos. El Espíritu Santo actúa quizá en el pecador, pero «todavía no inhabita» en él (Trento 1551: Dz 1678), pues éste no vive en su amistad. Pero el hombre que ama a Dios y guarda sus mandatos, permanece en Dios y Dios en él. Esta es la grandeza de nuestra vocación, en palabras del concilio Vaticano II: «Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a él con la total plenitud de su ser en la perpetua comunicación de la incorruptible vida divina» (GS 18b).



Por eso entre el pecador y el justo hay un salto ontológico cualitativo, una distancia mucho mayor que la existente entre el justo y el bienaventurado del cielo, pues entre éstos hay esencial continuidad; ya el justo en este mundo «tiene la vida eterna» (Jn 6,54). Dice León XIII que la inhabitación es tan admirable que «sólo en la condición o estado, pero no en la esencia, se diferencia de la que constituye la bienaventuranza en el cielo» (enc. Divinum illud munus 9-V-1897, 11: Dz 3331).



((La verdad es que cuando se habla de «la dignidad de la persona humana» desde mentalidades materialistas y ateas es inevitable una actitud de desconfianza. ¿En qué consiste la «dignidad» del hombre si no es persona, si no es imagen de Dios, si sólo es un animal con un cerebro especialmente evolucionado? La antropología materialista ha tomado del cristianismo gran parte de su terminología y algunas precarias formas de veneración al hombre, pero ha desechado los fundamentos religiosos de esa terminología y de esa actitud.



Ahora bien, sin la absoluta fundamentación religiosa de la dignidad del hombre ¿qué objeción seria puede ponerse al aborto, a la eutanasia, o a los más variados experimentos eugenésicos para «mejorar la especie», purificando a la humanidad de las «razas inferiores»? ¿Por qué los locos o los deformes o los enfermos irrecuperables, o simplemente los miserables ignorantes, hombres pobres, lastres sociales, merecen algún respeto? ¿Por qué los ricos han de solidarizarse con los pobres para elevar su condición humana? ¿Por que no recurrir a una invasión, a una buena guerra, cuando con ella se podrían arreglar rápidamente no pocos problemas mundiales? O viniendo a casos concretos, ¿por qué, por ejemplo, no acelerar una herencia urgente por la discreta eliminación de un viejo enfermo e inútil que no acaba de morirse?... No hay manera de fundamentar la dignidad del hombre de modo absoluto e inviolable si se suprime su vinculación a Dios.))



En la medida en que se cree en la inhabitación, en esa medida surge el horror al pecado. San Pablo, cuando quería apartar a los corintios del vicio de la fornicación, les recordaba ante todo que eran templos de Dios: « ¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá a él, porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (1Cor 3,16-17). Y en este caso el Apóstol no hacía tales consideraciones a cristianos de muy alta vida espiritual, sino que las dirigía a cristianos carnales, principiantes, llenos de deficiencias (3,1-3).



La conciencia de la inhabitación lleva a la oración continua, y enseña a vivir siempre en la presencia de Dios. Y también conduce a la humildad, pues nos hace comprender que son las Personas divinas las que en nosotros tienen la iniciativa y la fuerza para todo lo bueno que hagamos. Un cristiano sólo podrá envanecerse por algo si olvida la presencia activa de Dios en él; y entonces será tan necio como un cuerpo que pensara hacer las obras del hombre sin el alma, y que sólo a sí mismo se atribuyera el mérito de tales obras.



Crece en nosotros el amor a la Iglesia cuando comprendemos que la gracia suprema de la inhabitación se nos da por ella y en ella. La Presencia divina no se nos da como algo privado, sino como algo que es a un tiempo comunitario, eclesial, y estrictamente personal.



Comprendemos también la necesidad de la abnegación del hombre viejo y carnal en nosotros, si nos damos cuenta de que estamos llamados a pensar, querer, sentir, hablar y obrar desde la Trinidad divina que habita en nosotros, y no desde la precariedad miserable de nuestro yo carnal.



Nunca podrá faltarnos la alegría si somos conscientes de la presencia de Dios en nosotros. Nos alegramos, nos alegramos siempre en el Señor (Flp 4,4).



En fin, la conciencia del misterio de la inhabitación acrecienta en el cristiano la interioridad personal, librándole de un exteriorismo consumista, trivial y alienante. «El reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21). «Atención a lo interior», dice San Juan de la Cruz (Letrilla 2). No quiere este gran maestro que el hombre se vacíe de sí mismo, proyectándose siempre hacia fuera. Eso es justamente lo que nos aliena de Dios.



«Todavía dices: "Y si está en mí el que ama mi alma ¿cómo no le hallo ni le siento?" La causa es porque está escondido y tú no te escondes también para hallarle y sentirle; porque el que ha de hallar una cosa escondida, ha de entrar tan a lo escondido y hasta lo escondido donde ella está, y cuando la halla, él también está escondido como ella. Tu Esposo amado es "el tesoro escondido en el campo" de tu alma» (Cántico 1,9).



Para el místico Doctor la «disipación» crónica de los cristianos es un verdadero espanto, una tragedia, algo indeciblemente lamentable. «Oh, almas creadas para estas grandezas y para ellas llamadas ¿qué hacéis, en qué os entretenéis? vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (39,7).



5. La Iglesia



J. Auer, La Iglesia, sacramento universal de salvación, Barcelona, Herder 1986; R. Blázquez, Jesús sí, la Iglesia también, Salamanca, Sígueme 1983; J. Collantes, La Iglesia de la Palabra, I-II, BAC 338-339 (1972); J. Hamer, La Iglesia es una comunión, Barcelona, Estela 1965; H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia, Madrid, Encuentro 1980; Las iglesias particulares en la Iglesia universal, Salamanca, Sígueme 1974; O. Semmelroth, La Iglesia como sacramento original, San Sebastián, Dinor 1963.



La Iglesia de los apóstoles



El día de pentecostés, «Pedro, de pie con los Once», después de haber recibido el Espíritu Santo, predicó el evangelio a los judíos en Jerusalén. Sus «palabras les traspasaron el corazón, y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué tenemos que hacer, hermanos? Pedro les contestó: Arrepentíos, bautizaos confesando que Jesús es el Mesías, para que se os perdonen los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo... Los que aceptaron sus palabras se bautizaron, y aquel día se les agregaron unos tres mil. Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la comunidad de vida, en el partir el pan y en las oraciones» (Hch 2,14. 37-42). En estas últimas palabras, nos da San Lucas una perfecta definición descriptiva de la Iglesia, que ahora nosotros iremos comentando.



Fe en Jesucristo



«Quien confiese que Jesús es el hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios» (1 Jn 4,15). Creer en Jesucristo: ése es el principio de la salvación (Hch 8,35-37). El que cree en Jesús tendrá vida eterna, no sufrirá más sed, no morirá para siempre (Jn 3,36; 6,35.40; 11,25-26). El que cree en Jesús será justificado, no se verá confundido, vencerá al mundo, hará obras muy grandes y recibirá de Dios cuanto le pida (Hch 13,39; Rm 9,33;10,11; 1 Jn 5,5; Jn 14,12; 16,23-24).



Es evidente, pues, que la identidad cristiana se define fundamentalmente por la fe en Cristo, tal como es predicado por la Iglesia de los apóstoles. Cristianos somos los que hemos creído y sabemos que Jesús es el Santo de Dios (6,69), y los que estamos dispuestos a confesar esta fe ante los hombres (Mt 10,32-33). Cristianos somos los que estamos convencidos de que «ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos» (Hch 4,12). «Esta afirmación» de San Pedro, dice Juan Pablo II, «asume un valor universal, ya que para todos -judíos y gentiles- la salvación no puede venir más que de Jesucristo» (enc. Redemptoris missio 7-XII-1990, 5).



((Hoy no pocos se declaran cristianos sin creer en Jesucristo. Ya en 1971, de una encuesta hecha en Francia resultaba que un 96% de los franceses se declaraban bautizados; 84% se confesaban de religión católica; 75% afirmaban la existencia de Dios; 41% creían que Jesús hoy vive realmente; 37% creían en la virginidad de María; 34% creían en la existencia del infierno... Pareciera, según esa encuesta y tantos otros datos, que muchos conciben la identidad cristiana en función de la aceptación de un «ideal ético», más bien que de una fe. La identidad cristiana no implicaría necesariamente una fe en Jesús, tal como lo predica la Iglesia. Pero hay en esto un inmenso error. La Iglesia es ante todo una comunión de los que creen en Jesucristo y en su nombre se bautizan para recibir el perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo)).



Los hombres sólo pueden hallar su salvación en la verdad, y ésta no pueden encontrarla sino en Jesucristo, que es la Verdad (Jn 14,16). Unicamente en la verdad puede realizar el hombre su plena libertad, es decir, su propio ser (8,32; +36). Así pues, para la salvación del hombre no da lo mismo que su pensamiento esté en la luz de la verdad o en las tinieblas del error. Jesucristo es el único Salvador de los hombres, y él quiere que seamos «santificados en la verdad» (17,17).



((En contra de esto, algunos piensan hoy que la santidad cristiana consiste en hacer una ofrenda total de la propia vida por una causa alta, sin que tenga mayor importancia que se crea o no en Jesucristo, o que la causa motivadora de esa ofrenda, supuestamente total, sea verdadera o falsa. Pero no hay más santificación cristiana que la que procede de convertirse «de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar del cielo a Jesús, su Hijo, a quien resucitó de entre los muertos, quien nos libró de la ira venidera» (2Tes 1,9-10).



Por el contrario, se da la terrible posibilidad de que un hombre entregue a los otros hombres su vida y todos sus bienes, y que esto de nada le sirva en orden a la vida eterna (1Cor 13,3). Hombres hay que todo lo sacrifican a la riqueza; mujeres que hacen lo que sea por la belleza; atletas que todo lo ordenan a la victoria; militantes que todo lo sacrifican a su ideal político. Pero la totalidad de la ofrenda vital no garantiza el valor salvífico de la ofrenda -como si la entrega total de la persona fuera un valor en sí mismo-. ¿A qué se hace esa ofrenda, a quién, a qué?... Los idólatras sacrifican sus vidas a los ídolos que veneran, y toda causa creatural que absorba totalmente la entrega del hombre tiene un carácter idolátrico.



Más aún, cuanto los ídolos son más altos (la sociedad humana, un ideal político o filosófico) son más peligrosos, mucho más peligrosos que los ídolos más bajos (dinero, droga, placer), pues aquéllos tienen apariencia de gran valor, aunque no pasan de ser ídolos. De hecho, los idólatras de altos ídolos son mucho más fanáticos que los servidores de ídolos bajos, y es más raro que se conviertan al único Dios verdadero. A unos y a otros, a todos hay que predicar el evangelio. Es la misión que Jesús dio a Pablo: «Yo te envío a los gentiles para que les abras los ojos, se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, y reciban la remisión de los pecados y la herencia entre los debidamente santificados por la fe en mí» (Hch 26,18).))



Fe en la Iglesia



El hombre encuentra a Jesús en la Iglesia. Al Señor se le encuentra si se le busca donde él quiere manifestarse y comunicarse; es decir, si se le busca donde él está. Y «Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica» (SC 7a). El hombre carnal pierde el tiempo si busca a Cristo siguiendo sus propios gustos arbitrarios y subjetivos. Es en la Iglesia católica donde se recibe el auténtico y apostólico «testimonio de Jesucristo» (Ap 1,2). Y «únicamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es el auxilio general de salvación, puede alcanzarse la total plenitud de los medios de salvación» (UR 3e).



La espiritualidad cristiana sabe bien que Jesucristo santifica siempre a los hombres con la colaboración de la Iglesia, madre espiritual de los cristianos. Sin ella no hace nada. Así como en su vida mortal Cristo hacía sus curaciones unas veces por contacto y otras a distancia, así también su Iglesia unas veces santifica a los hombres por contacto (a los cristianos) y otras a distancia (a los no-cristianos). Pero lo cierto es que «en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b).



Antes de su muerte y resurrección, Cristo santificaba a los hombres por medio de su corporalidad temporal, que a un tiempo velaba y revelaba la fuerza de su Espíritu (Lc 8,46; Mc 5,30). Ahora, ascendido al Padre, Cristo glorioso obra según el Espíritu por medio de su Cuerpo, que es la Iglesia. Y nos convino, sin duda, que volviera al Padre, pues ahora su acción es más poderosamente santificante y más universal (Jn 16,7; +14,12). Así pues, «la Iglesia, a la vez que reconoce que Dios ama a todos los hombres y les concede la posibilidad de salvarse (+1 Tim 2,4), profesa que Dios ha constituído a Cristo como único mediador y que ella misma ha sido constituida como sacramento universal de salvación (LG 48, GS 43, AG 7.21)» (Redemptoris missio 9).



Ahora bien, «la universalidad de la salvación no significa que se conceda sólamente a los que, de modo explícito, creen en Cristo y han entrado en la Iglesia», que para algunos apenas llegará a ser una propuesta inteligible. «Para ellos, la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental» (10). La Iglesia en la eucaristía actualiza diariamente el misterio de la salvación no sólo por nosotros, los fieles, sino «por todos los hombres, para el perdón de los pecados». Todos los hombres, pues, que se salvan, se salvan por Cristo y por la Iglesia. Y en este sentido, la fe católica ha profesado siempre que no hay salvación fuera de la Iglesia.



((Algunos que no creen ni en Jesús ni en su Iglesia alegan que creerían si vieran en la Iglesia signos de Dios más convincentes. Puede haber, sin duda, casos en que los hombres no hayan recibido signos suficientemente inteligibles como para que suscitar en ellos la fe en Cristo y en su Iglesia. Pero otras veces quienes así alegan no son sino aquellos mismos que en el Calvario meneaban la cabeza ante el Crucificado y decían: «Que baje ahora de la cruz y creeremos en él» (Mt 27,42). ¡Ni a un muerto resucitado que les predicara el evangelio le creerían éstos! (Lc 16,31).



Jesús muchas veces se negó a realizar señales espectaculares para suscitar la fe en él: quiso dar como señal definitiva su propia resurrección, considerándola signo suficientemente elocuente (Mt 12,38-42). La Iglesia de Cristo en la historia es un signo suficientemente claro para que los hombres de buena voluntad, al recibir el evangelio, puedan creer con el auxilio del Espíritu Santo, haciendo la ofrenda de una fe meritoria. Y es un signo suficientemente oscuro como para que los otros viendo no vean y oyendo no oigan ni entiendan (Mt 13,10-17).))



La Iglesia de la Palabra



Jesús constituyó a los apóstoles «para enviarles a predicar» (Mc 3,14). A ellos les autorizó el Señor como a embajadores suyos ante los hombres: «El que os oye, me oye» (Lc 10,16; +2Cor 5,20). Y este envío no se limitó, en la intención de Cristo, a los primeros apóstoles, sino a todos los que, como sucesores suyos, iban a hacer permanente en la Iglesia el ministerio apostólico. En efecto, Jesús dio autoridad docente a los apóstoles y a sus sucesores. Y según esto ha de afirmarse que «entre los principales oficios de los Obispos sobresale la predicación del Evangelio» (LG 25a).



Y a esta obligación de los sagrados Pastores corresponde en los fieles cristianos el deber de «perseverar en la escucha de los apóstoles» (Hch 2,42). En efecto, «los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su Obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto. Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice, aun cuando no hable ex cathedra» (ib.). Así pues, una atención habitual a las principales enseñanzas del Magisterio apostólico será un elemento integrante de la espiritualidad cristiana.



Pero ya desde el principio la voz de los apóstoles se vio combatida por las ruidosas voces de muchos falsos profetas y teólogos. Los escritos apostólicos reflejan constantemente esta preocupación y este dolor: San Pedro (2 Pe 2), Santiago (3,15), San Judas (3-23), San Juan (Ap 2-3; 1 Jn 2,18.26; 4,1), todos denuncian una y otra vez el peligro de estos maestros del error. De verdad se cumplió y se cumple la palabra de Jesús: «Saldrán muchos falsos profetas y extraviarán a mucha gente» (Mt 24,11; +7,15-16; 13,18-30. 36-39).



San Pablo, concretamente, en sus cartas dedica fuertes y frecuentes ataques contra los falsos doctores del evangelio, y los denuncia haciendo de ellos un retrato implacable. «Resisten a la verdad, como hombres de entendimiento corrompido» (2 Tim 3,8), son «hombres malos y seductores» (3,13), que «pretenden ser maestros de la Ley, cuando en realidad no saben lo que dicen ni entienden lo que dogmatizan» (1 Tim 1,7; +6,5-6.21; 2 Tim 2,18; 3,1-7; 4,4.15; Tit 1,14-16; 3,11). Y si al menos revolvieran sus dudas en su propia intimidad... Pero todo lo contrario: les apasiona la publicidad, dominan los medios de comunicación social -que se les abren de par en par-, son «muchos, insubordinados, charlatanes, embaucadores» (Tit 1,10). «Su palabra cunde como gangrena» (2 Tim 2,17).



¿Qué buscan estos hombres? ¿Dinero? ¿Poder? ¿Prestigio?... En unos y en otros será distinta la pretensión. Pero lo que ciertamente buscan todos es el éxito personal en este mundo presente (Tit 1,11; 3,9; 1 Tim 6,4; 2 Tim 2,17-18; 3,6). Éxito que normalmente consiguen. Basta con que se distancien de la Iglesia, para que el mundo les garantice el éxito que desean. Y es que «ellos son del mundo; por eso hablan el lenguaje del mundo y el mundo los escucha. Nosotros, en cambio, somos de Dios; quien conoce a Dios nos escucha a nosotros, quien no es de Dios no nos escucha. Por aquí conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error» (1 Jn 4,5-6; +Jn 15,18-27).



Pues bien ¿será posible que, entre tantas voces discordantes y contradictorias, puedan los cristianos permanecer en la Verdad? Será perfectamente posible si «perseveran en escuchar la enseñanza de los apóstoles» (Hch 2,42), si saben arraigarse «sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular el mismo Cristo» (Ef 2,20), si se agarran con fuerza a «la Iglesia del Dios vivo, que es columna y fundamento de la verdad» (1 Tim 3,15), si tienen buen cuidado en discernir la voz del Buen Pastor, que «nos habla desde el cielo» (Heb 12,25) mediante el Magisterio apostólico. Quienes «conocen su voz, no seguirán al extraño, antes huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños» (Jn 10,4-5).



Éstos entran en el Reino porque se hacen como niños, y se dejan enseñar por la Madre Iglesia. Estos saben prestar a la autoridad del Magisterio apostólico «la obediencia de la fe» (Rm 1,5; +16,26; 2Cor 9,13; 1Pe 1,2.14). Ya dice el concilio Vaticano II que «a través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el final (Mt 24,13; 13,24-30. 36-43)» (GS 37b). Pues bien, éstos han librado el buen combate y han guardado la fe (2 Tim 4,7; +2,25; 4,7; 1 Tim 2,4; 2 Pe 2,20; Heb 10,26). Estos han sabido guardarse de los «falsos profetas, que vienen a vosotros con vestiduras de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces» (Mt 7,15). Estos han sabido discernir la calidad de los doctores y de sus doctrinas «por sus frutos» (7,16-20).



((Por el contrario, camino del error siguen aquéllos que «no sufrirán la sana doctrina, sino que, deseosos de novedades, se agenciarán un montón de maestros a la medida de sus propios deseos, se harán sordos a la verdad, y darán oído a las fábulas» (2 Tim 4,3-4). Estos, para recibir el Magisterio apostólico, presentan unas exigencias críticas casi insuperables, mientras que las novedades conformes a sus gustos se las tragan con una credulidad acrítica próxima a la estupidez. Sordos a la verdad, crédulos para las fábulas. Es el doble crimen de que se queja el Señor: «Dejarme a mí, fuente de aguas vivas, para excavarse cisternas agrietadas, incapaces de retener el agua» (Jer 2,13).



Así vienen a ser como «niños, zarandeados y a la deriva por cualquier ventolera de doctrina, a merced de individuos tramposos, consumados en las estratagemas del error» (Ef 4,14; +2 Tes 2,10- 12). Al extremo de todo esto, habrá que pensar: El pecado, la infidelidad a la gracia, les ha llevado al error (Jn 3,20). No han sabido guardar la genuina fe en una conciencia pura (1 Tim 1,19). Se les han enfermado los ojos, y todo el cuerpo se les quedó en tinieblas (Mt 6,23). Se les ha podrido la mente, el nous, y ya no pueden volver a estar en Cristo-Luz sin conversión, sin metanoia (3,8; Lc 10,13), sin una profunda «renovación de la mente» (metamorfoo, anakainosis tou noos, Rm 12,2; +Ef 4,23). La verdad es principio de todo bien, y el error es principio de todo mal.))



El Cardenal Joseph Ratzinger, en una homilía pronunciada cuando era arzobispo de Munich y Freising, hacía notar que al Magisterio eclesiástico «se le confía la tarea de defender la fe de los sencillos contra el poder de los intelectuales» (31-XII-1979). Cuando éstos son humildes, y guardan ante la fe de la Iglesia una actitud discipular, iluminan con sus enseñanzas al pueblo de Dios. Pero cuando son soberbios, y se atreven a juzgar la fe de la Iglesia, poniéndose sobre ella, causan entre los cristianos terribles daños, sobre todo cuando se hacen con el poder en las editoriales y en los medios de comunicación.



La comunión de los santos



Los que creyeron y se bautizaron deben «perseverar en la comunidad de vida (koinonía)» (Hch 2,42). Para eso dio su vida Jesucristo, «para congregar en unidad a todos los hijos de Dios, que están dispersos» (Jn 11,52). La Iglesia no es un número de ovejas que sigue cada una su camino (Is 53,6), sino un rebaño congregado por el Buen Pastor y por los pastores que le representan. La Iglesia es un Cuerpo, un Pueblo, una Comunión, en la que «la asamblea visible y la comunidad espiritual no deben ser consideradas como dos cosas distintas» (LG 8a). Por tanto, no se puede ser cristiano «por libre», sin vinculación habitual con los hermanos y con los pastores.



La existencia cristiana es una existencia eclesial. Para ser miembro de Cristo, miembro de su Cuerpo, que es la Iglesia, no basta fe y bautismo, hace falta incorporarse de verdad a la sociedad de la Iglesia; y a ella «están incorporados plenamente quienes, poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan la totalidad de su organización y todos los medios de salvación establecidos en ella, y en su cuerpo visible están unidos con Cristo, el cual la rige mediante el Sumo Pontífice y los Obispos, por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno y de la comunión eclesiástica» (LG 14b).



Quiso Dios que en su Iglesia hubiera un ministerio de la representación de Cristo -id, evangelizad, haced esto en memoria mía, apacentad mis ovejas, perdonad los pecados-. En este sentido, el sacerdocio ministerial no es sino el signo visible del amor invisible y de la solicitud constante del Buen Pastor por los hombres.



Como afirmó el Sínodo de los Obispos de 1971, «el ministerio sacerdotal del Nuevo Testamento, que continúa el ministerio de Cristo mediador y es distinto del sacerdocio común de los fieles por su esencia y no sólo por grado (LG 10), es el que hace perenne la obra esencial de los Apóstoles; en efecto, proclamando eficazmente el Evangelio, reuniendo y guiando la comunidad, perdonando los pecados y sobre todo celebrando la Eucaristía, hace presente a Cristo, Cabeza de la comunidad, en el ejercicio de su obra de redención humana y de perfecta glorificación de Dios». Así pues, «el sacerdote hace sacramentalmente presente a Cristo, Salvador de todo el hombre, entre los hermanos, y no sólo en su vida personal, sino también social» (1,4).



((El Sínodo de 1985, veinte años después del concilio Vaticano II, lamentaba que «después de una doctrina sobre la Iglesia, explicada [entonces] tan amplia y profundamente, aparezca con bastante frecuencia una desafección hacia la Iglesia» (I,3). Los bautizados no-practicantes, aquellos que están alejados habitualmente de la comunidad eclesial difícilmente pueden ser considerados cristianos. Quizá lo fueron, pero, habrá que insistir en ello, la vida cristiana es una vida eclesial, comunitaria. Por otra parte, el problema del alejamiento parece haberse dado en la Iglesia desde el principio, como se ve por ciertas exhortaciones: «Miremos los unos por los otros, no abandonando nuestra asamblea, como es costumbre de algunos» (Heb 10,24-25). «En tu enseñanza, invita y exhorta al pueblo a venir a la asamblea, a no abandonarla, sino a reunirse siempre en ella; abstenerse es disminuirla. Sois miembros de Cristo; no os disperséis, pues, lejos de la Iglesia, negándoos a reuniros; Cristo es vuestra cabeza, según su promesa, siempre presente, que os reune; no os descuidéis, ni hagáis al Salvador extraño a sus propios miembros, no dividáis su cuerpo, no lo disperséis» (Didascalia II,59,1-3, en el s.III).



La dimensión eclesial del ser cristiano está muy devaluada actualmente en algunos países de antigua tradición cristiana. Según, por ejemplo, una encuesta, casi todos los alemanes, incluyendo creyentes o ateos, «están de acuerdo en que "se puede ser cristiano sin pertenecer a la Iglesia"» («30 Días» 58/59, 1992, 25).))



La herejía y el cisma rompen la Comunión eclesial. «La herejía de suyo se opone a la fe, mientras que el cisma se opone a la unidad eclesial de la caridad» (STh II-II,39,1 ad 3m). La herejía suele conducir al cisma, y el cisma lleva a la herejía. Y es que la fe genuina ha de guardarse en el Templo de la caridad eclesial. Hay alejados por ignorancia o por pereza, pero el alejamiento consciente y voluntario se parece mucho a la actitud del cismático.



En éste, escribe J. Hamer, se da una «negativa a actuar como parte de la Iglesia, sean los que sean los motivos que conduzcan a tal negativa. Las razones pueden ser diversas, de orden afectivo o de orden intelectual. Son cismáticos todos los que se apartan del camino de la Iglesia, hasta el extremo de no querer comportarse como partes, y los que pretenden obrar como totalidades autónomas y separadas, para enseñar y para ser enseñados, para gobernar y obedecer, para santificar y ser santificados» (La Iglesia es una comunión 174).



La fe de los antiguos Padres, la fe de siempre, se expresa en estas palabras de Pablo VI: «Del Espíritu de Cristo vive el Cuerpo de Cristo. ¿Quieres tú también vivir del Espíritu de Cristo? Entra en el Cuerpo de Cristo. Nada tiene que temer tanto el cristiano como ser separado del Cuerpo de Cristo. Pues si es separado del Cuerpo de Cristo, ya no es miembro suyo; y si no es su miembro, no está alimentado por su Espíritu» (18-V-1966). La acción apostólica nace de esta fe en la Iglesia, y si decae la fe, cesa el apostolado. El apóstol evangeliza para asociar a otros hombres al gozo de la Comunión de los santos: «Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que sea completo vuestro gozo» (1 Jn 1,3-4).



En las Confesiones de San Agustín hallamos una anécdota que da mucha luz sobre la necesidad de la Iglesia para que pueda haber vida cristiana. Simpliciano, «para exhortarme a la humildad de Cristo, escondida a los sabios y revelada a los pequeños, me recordó el caso de Victorino, doctísimo anciano, maestro de muchos nobles senadores, que en premio de su preclaro magisterio había merecido y obtenido una estatua en el Foro romano, cosa que los ciudadanos de este mundo tienen por algo máximo; venerador hasta aquella edad de los ídolos y partícipe de los sagrados sacrilegios a los que se inclinaba entonces casi toda la hinchada nobleza romana».



Este notable personaje comenzó a sentirse atraído por el cristianismo. «Leía -al decir de Simpliciano- la Sagrada Escritura y estudiaba con sumo interés todos los escritos cristianos, y decía a Simpliciano, no en público, sino muy en secreto y familiarmente: "¿Sabes que ya soy cristiano?" A lo cual respondía él: "No lo creeré ni te contaré entre los cristianos mientras no te vea en la iglesia de Cristo". A lo que este replicaba burlándose: "Pues qué, ¿son acaso las paredes las que hacen a los cristianos?". Y esto de que "ya era cristiano" lo decía muchas veces, contestándole lo mismo otras tantas Simpliciano, oponiéndole siempre aquél "la burla de las paredes". Y era que temía ofender a sus amigos, soberbios adoradores de los demonios, juzgando que habían de caer sobre él sus terribles enemistades». Hasta que un día, avergonzado ante la verdad, se decidió a recibir «los sacramentos de humildad» del Verbo encarnado, y «de improviso le dijo a Simpliciano, según él mismo contaba: "Vamos a la iglesia; quiero hacerme cristiano". Éste, no cabiendo en sí de alegría, fuese con él» a inscribir su nombre para el bautismo. Llegó por fin el día y la hora en que había de «hacer la profesión de fe», en un lugar eminente del templo, y aunque le habían ofrecido «los sacerdotes a Victorino que la recitase en secreto, como solía concederse a los que juzgaban que habían de tropezar por la vergüenza, él prefirió confesar su salud en presencia del pueblo santo. Así que, tan pronto como subió para hacer la profesión, todos murmuraban su nombre con un murmullo de júbilo y un grito reprimido salió de la boca de todos los que con él se alegraban: "Victorino, Victorino"» (Confesiones VIII,2,3-5). Esa decisión final de Victorino ayudó a la conversión del prestigioso intelectual Agustín. El ser cristiano es un ser eclesial. Tenía razón Simpliciano.



La Iglesia de los sacramentos



Los creyentes bautizados «perseveraban en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,42). En el capítulo sobre la liturgia hemos de desarrollar más todo lo que se refiere a la dimensión eclesial y litúrgica de la espiritualidad cristiana. Aquí afirmaremos sólamente el principio fundamental: «La liturgia es la cumbre a la que tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza» (SC 10a). «La liturgia es la fuente primaria y necesaria en la que han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano» (14b).



Todos los sacramentos proceden de la Eucaristía, que es la pasión y la resurrección de Cristo. Y la vida entera, personal y comunitaria, de los cristianos tiene en la Eucaristía su centro permanente. La Iglesia hace la eucaristía, y la eucaristía hace la Iglesia.



Hijos de la Iglesia



«Si no os hiciéreis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3). Actitud constitutiva de la espiritualidad cristiana es aceptar la mediación santificante de la Santa Madre Iglesia, dejándose configurar por ella en todos los aspectos. Para ser hermano de Cristo, para ser hijo de Dios, es preciso hacerse niño y recibir como madre a la Santa Iglesia, tomándose confiadamente de su fuerte y suave mano. No hay mayor bienaventuranza en este mundo.



((Algunos no se abren bastante al influjo santificante de la Iglesia. Ante el Magisterio apostólico, ellos piensan mas en discurrir por su cuenta o por cuenta de otros, que en configurarse intelectualmente según la enseñanza de la Iglesia. Ante la vida pastoral, ponen más confianza en los modos y métodos propios, que en las normas y orientaciones de la Iglesia, de las que no esperan sino fracasos. Ante los problemas políticos y sociales, no buscan luz en la doctrina de la Iglesia, sino en otras doctrinas diferentes, que ellos estiman más eficazmente liberadoras del hombre. Ante la vida litúrgica, piensan más en inventar signos y ritos nuevos a su gusto, que en estudiar, asimilar, explicar y aplicar con prudencia y creatividad las formas y textos que la Iglesia propone.



San Juan de la Cruz diría que son como chicos pequeños: «por el mismo caso que van por obediencia los tales ejercicios, se les quita la gana y devoción de hacerlos» (I Noche 6,2). Ellos quieren moverse por sí mismos, no moverse desde Cristo por la Iglesia. Todo esto frena gravemente la santificación personal. Como el adolescente que, cerrándose a los mayores, compromete su maduración personal, así el cristiano que mantiene ante la Iglesia una actitud de adulto. Y del mismo modo disminuye grandemente la fecundidad apostólica, por mucha que sea la actividad. ¿Por qué habría de dar fruto el trabajo apostólico de un ministro del Señor que en su vida personal, en la catequesis, en las celebraciones litúrgicas, en sus predicaciones, está actuando frecuentemente contra la doctrina y la disciplina de la Iglesia? Sin Cristo no se puede dar fruto (Jn 15,5). Y el que en su enseñanza y acción se distancia de la Iglesia, se aleja de Cristo, y queda necesariamente sin fruto.))



Todos los santos han tenido un amor profundo y apasionado hacia la Iglesia, siendo ellos, sin duda, los testigos más lúcidos de sus miserias y deficiencias. Ese amor intenso es el que los hijos deben tener por la Madre. San Bernardo contempla a la Iglesia como Esposa unida a Cristo Esposo: «La Iglesia, habiendo rasgado el velo de la letra, que mata, por la muerte del Verbo crucificado, guiada por el Espíritu de libertad que la ilumina, penetra audaz hasta sus entrañas, siéntese conocida, le agrada, queda hecha Esposa y goza de sus apretados abrazos. Y al calor del Espíritu, adherida a Cristo Señor, con el que se une, se ve inundada por él con el óleo de alegría deliciosa, más que todos sus copartícipes, y dice: "Ungüento derramado es tu nombre [Cristo]". ¿Y qué de extraño tiene si queda ungida la que abraza al Ungido?» (Cantar 14,4).



La Iglesia Esposa es más bella que todas las bellezas del mundo: «¿Cómo podría compararse la belleza de este cielo visible y material, aunque tan hermoso y adornado con tanta variedad de astros rutilantes, con ese conjunto de bellezas espirituales que resplandecen en el manto hermosísimo de santidad con que el Señor ha revestido a su Esposa?» (27,4). «Bien te irá ¡oh madre Iglesia!, bien te irá en el lugar de tu peregrinación; ni de parte del cielo ni de la tierra te faltarán jamás los auxilios necesarios. Los encargados de guardarte no duermen ni dormitan. Tus guardianes son los santos ángeles, y tus centinelas los espíritus bienaventurados y las almas de los justos» (77,4).



San Ignacio de Loyola, al final de sus Ejercicios espirituales, da unas preciosas normas para sentir en todo con la Iglesia, a la que él tanto amaba. En una de ellas dice: «Debemos siempre mantener para en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina, creyendo que entre Cristo nuestro Señor, esposo, y la Iglesia su esposa, es el mismo espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras almas, porque por el mismo Espíritu y Señor nuestro, que dio los diez Mandamientos, es regida y gobernada nuestra santa madre Iglesia» (13ª regla).



Conocido es el amor apasionado de Santa Teresa de Jesús por la santa Iglesia: «Tengo por muy cierto que el demonio no engañará, ni lo permitirá Dios, a alma que de ninguna cosa se fía de sí y está fortalecida en la fe, que entienda ella de sí que por un punto de ella morirá mil muertes. Y con este amor a la fe, que infunde Dios, que es una fe viva, fuerte, siempre procura ir conforme a lo que tiene la Iglesia, preguntando a unos y a otros, como quien tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, que no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar -aunque viese abiertos los cielos- un punto de lo que tiene la Iglesia» (Vida 25,12).



«En cosa de la fe contra la menor ceremonia de la Iglesia que alguien viese yo iba, por ella o por cualquier verdad de la Sagrada Escritura, me pondría yo a morir mil muertes» (33,5). Teresa la reformadora, la mujer impetuosa y fuerte, eficaz y creativa, descansaba totalmente en la Iglesia, y en ella hacía fuerza: «Considero yo qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia» (31,4).







6. La Virgen María



AA.VV., Fundamentos teológicos de la piedad mariana, «Estudios Marianos» 48, Salamanca 1983; AA.VV., María en los caminos de la Iglesia, Madrid, CETE 1982; J. A. Aldama, Espiritualidad mariana, Madrid, EDAPOR 1981; J. Domínguez Sanabria, Con María hacia la identificación con Cristo, Madrid, Rev. Editorial Agustiniana 1988; J. Esquerda Bifet, Espiritualidad mariana de la Iglesia. María en la vida espiritual cristiana, Madrid, Atenas 1994; R. Garrigou-Lagrange, La Madre del Salvador y nuestra vida interior, B.Aires, Desclée de Brouwer 1954; I. Larrañaga, El silencio de María, Madrid, Paulinas 1982,12 ed.; F. M. López Melús, María de Nazaret en el Evangelio, Madrid, PPC 1989; María de Nazaret, la verdadera discípula, ib. 1991; M. Llamera, La maternidad espiritual de María y la piedad mariana, «Estudios Marianos» 48 (1983) 85-127; B. Martelet, A l’école de la Vierge, París, Médiaspaul 1983; C. Pozo, María en la obra de la salvación, BAC 360 (1974).



Véanse también Documentos marianos (=DM), Doctrina Pontificia IV, BAC 128 (1954); Pablo VI, exh.ap. Marialis cultus, 2-II-1974; Juan Pablo II, enc. Redemptoris Mater 25-III- 1987: DP 1987,48.



María, nuestra madre



Jesús en la cruz «dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre» (Jn 19,26-27). Dice el Señor significativamente «la Madre» y «el discípulo», con artículos determinados que expresan a María y a Juan como representantes de una realidad transcendente y misteriosa. Y sigue: «Desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa»; o como podría traducirse más literalmente: «el discípulo la acogió entre los bienes propios». Así pues, María, la Virgen Madre, pertenece a los bienes de gracia propios de todo discípulo de Jesucristo (+Juan Pablo II, Redemptoris Mater 23-24.44-45).



El concilio Vaticano II afirma que María «es nuestra madre en el orden de la gracia» (LG 61). Y precisa más: «Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada» (62). Esta ha sido siempre la doctrina de la Iglesia.



En la encarnación. Enseña San Pío X que «en el casto seno de la Virgen, donde tomó Jesús carne mortal, adquirió también un cuerpo espiritual, formado por todos aquellos que debían creer en él. Y se puede decir que, teniendo a Jesús en su seno, María llevaba en él también a todos aquellos para quienes la vida del Salvador encerraba la vida. Debemos, pues, decirnos originarios del seno de la Virgen, de donde salimos un día a semejanza de un cuerpo unido a su cabeza. Por esto somos llamados, en un sentido espiritual y místico, hijos de María, y ella, por su parte, nuestra Madre común. «Madre espiritual, sí, pero madre realmente de los miembros de Cristo, que somos nosotros» (San Agustín)» (enc. Ad diem illum 2-II-1904: DM 487).



En la cruz. La Virgen María, al pie de la cruz, nos dio a luz con dolores de parto. Pío XII dice que «ha sido voluntad de Dios que, en la obra de la Redención humana, la Santísima Virgen María estuviese inseparablemente unida con Jesucristo; tanto que nuestra salvación es fruto de la caridad de Jesucristo y de sus padecimientos, a los cuales estaban íntimamente unidos el amor y los dolores de la Madre» (enc. Haurietis aquas 15-V-1956, n.36).



En pentecostés. Vino el Espíritu Santo cuando los apóstoles «perseveraban unanimes en la oración, con algunas mujeres, con María, la madre de Jesús, y con los hermanos de éste» (Hch 1,14).



En el cielo. Pablo VI, en ocasión muy solemne, enseña que María «continúa en el cielo ejercitando su oficio maternal con respecto a los miembros de Cristo, por el que contribuye a engendrar y aumentar la vida divina de cada una de las almas de los hombres redimidos» (Credo del Pueblo de Dios 30-VI-1968, 15).



Por todo ello, ya desde antiguo los Padres dieron a María el nombre de nueva Eva, pues ella, como la primera, y mucho mejor, es «la madre de todos los vivientes» (Gen 3,20). No es posible tener a Dios por Padre, sin tener a María por Madre. Al terminar la tercera etapa del concilio Vaticano II, el Pablo VI proclamó a María como «Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores» (21-XI-1964).



María, madre de la divina gracia



La maternidad espiritual de María implica que ella es la dispensadora de la gracia divina. Jesucristo, ciertamente, es el único mediador (LG 60), pero María, con todo fundamento, «es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora», pues «la mediación única del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas clases de cooperación, participada de la única fuente. La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María, la experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador» (62). También esta doctrina tiene, lo veremos ahora, una profunda tradición en la Iglesia.



Benedicto XIV dice que la Virgen «es como un río celestial por el que descienden las corrientes de todos los dones de las gracias a los corazones de los mortales» (bula Gloriosæ Dominæ 27-IX- 1748: DM 217). Pío VII llama a María «dispensadora de todas las gracias» (breve Quod divino 24- I-1895: DM 235). León XIII enseña que «nada en absoluto de aquel inmenso tesoro de todas las gracias que consiguió el Señor, nada se nos da a nosotros sino por María, pues así lo quiso Dios» (ep. apost. Optimæ quidem spei 21-VII-1891: DM 376). San Pío X enseña que María, junto a la cruz, «mereció ser la dispensadora de todos los tesoros que Jesús nos conquistó con su muerte y con su sangre. La fuente, por tanto, es Jesucristo; pero María, como bien señala San Bernardo, es "el acueducto"» (enc. Ad diem illum 2-II-1904: DM 488-489). Pío XI afirma que la Virgen María ha sido constituida «admnistradora y medianera de la gracia» (enc. Miserentissimus Redemptor 8-V- 1928: DM 608). Pío XII dice que el Señor hizo a María «medianera de sus gracias, dispensadora de sus tesoros», de modo que «tiene un poder casi inmenso en la distribución de las gracias que se derivan de la redención» (radiom. 13-V-1946: DM 734, 737). Pablo VI confiesa que el Señor hizo a María «administradora y dispensadora generosa de los tesoros de su misericordia» (enc. Mense maio 29-IV-1965).



Una enseñanza tan reiterada en la Iglesia ha de considerarse como una doctrina de fe: ciertamente María es para todos los hombres la dispensadora de todas las gracias. Juan Pablo II destaca «la solicitud de María por los hombres, el ir a su encuentro en toda la gama de sus necesidades», como en Caná de Galilea: «No tienen vino». «Se da una mediación: María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone "en medio", o sea, hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede -más bien "tiene derecho de"- hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres. Su mediación, por lo tanto, tiene un carácter de intercesión: María "intercede" por los hombres» (Redemptoris Mater 21). A esa maternal mediación de intercesión acuden siempre, llevadas por el Espíritu Santo, las generaciones cristianas, que dicen una y otra vez: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros».



La Virgen Madre, tipo de la Iglesia



«La Virgen Santísima está íntimamente unida con la Iglesia. Como ya enseñó San Ambrosio, la Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo» (LG 63). María es virgen y madre; y la Iglesia también lo es. María, «creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre» (ib.), y así es como la Iglesia engendra a Cristo en la humanidad. María concibió a Jesús aceptando en sí misma la Palabra que el Padre le ofreció; y la Iglesia «se hace también madre mediante la Palabra de Dios aceptada con fidelidad» (64).



La Iglesia Esposa es, como María, virgen fiel, «que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, y a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza firme y una caridad sincera» (ib.; +Redemptoris Mater 42-44).



María no sólo es tipo de la Iglesia, ella es prototipo de cada cristiano. En efecto, todos estamos llamados a «engendrar» a Jesús en nuestras vidas, todos hemos de ser «madres» de Cristo. Dice el Señor: «Quien hiciere la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3,35). Por tanto, madre de Jesús se hacen cuantos «oyen la palabra de Dios y la ponen por obra» (Lc 8,21).



En los autores espirituales este tema ha tenido una larga y bellísima tradición. Así Isaac de Stella: «Se considera con razón a cada alma fiel como esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana, virgen y madre fecunda. Todo lo cual la misma sabiduría de Dios, que es el Verbo del Padre, lo dice universalmente de la Iglesia, especialmente de María y singularmente de cada alma fiel» (PL 194, 1862-1863. 1865).



La devoción a la Virgen



A la luz de las verdades recordadas, fácilmente se ve que la devoción mariana no es una dimensión optativa o accesoria de la espiritualidad cristiana, sino algo esencial.



La enseñanza de San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716), cada vez más vigente y recibida por la Iglesia, expresa esta devoción de modo muy perfecto, en obras como El secreto de María y el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen (BAC 451, 1984).



Veamos, pues, los aspectos principales de esta devoción cristiana a la Santa Madre de Dios.



El amor a la Virgen María es, evidentemente, el rasgo primero de tal devoción. ¿Cómo habremos de amar los cristianos a María? Algunos temen en este punto caer en ciertos excesos. Pues bien, en esto, como en todo, tomando como modelo a Jesucristo, hallaremos la norma exacta: tratemos de amar a María como Cristo la amó y la ama. Nosotros, los cristianos, estamos llamados a participar de todo lo que está en el Corazón de Cristo: hemos de tener «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5), hemos de hacer nuestro su amor al Padre, su obediencia, su amor a los hombres, su oración, su alegría, sus trabajos y su cruz, todo. Pues bien, igualmente hemos de hacer nuestro su amor a su Madre, María, que es nuestra Madre. ¡Ése es el límite de nuestro amor a la Virgen, que no debemos sobrepasar!... No hay, por tanto, peligro alguno de exceso en nuestro amor a la Virgen. Podría haberlo en sus manifestaciones devocionales externas; pero tal peligro viene a ser superado fácilmente por los cristianos cuando en la piedad mariana se atienen a la norma universal de la liturgia y a las devociones populares aconsejadas por la Iglesia.



Amar a María con el amor encendido de Cristo es amarla con el amor que le han tenido los santos. Algo de ese apasionado amor se expresa en esta oración de Santa Catalina de Siena:



«¡Oh María, María, templo de la Trinidad! ¡Oh María, portadora del Fuego! María, que ofreces misericordia, que germinas el fruto, que redimes el género humano, porque, sufriendo la carne tuya en el Verbo, fue nuevamente redimido el mundo.



«¡Oh María, tierra fértil! Eres la nueva planta de la que recibimos la fragante flor del Verbo, unigénito Hijo de Dios, pues en ti, tierra fértil, fue sembrado ese Verbo. Eres la tierra y eres la planta. ¡Oh María, carro de fuego! Tú llevaste el fuego escondido y velado bajo el polvo de tu humanidad.



«¡Oh María! vaso de humildad en el que está y arde la luz del verdadero conocimiento con que te elevaste sobre ti misma, y por eso agradaste al Padre eterno y te raptó y llevó a sí, amándote con singular amor.



«¡Oh María, dulcísimo amor mío! En ti está escrito el Verbo del que recibimos la doctrina de la vida... ¡Oh María! Bendita tú entre las mujeres por los siglos de los siglos» (Or. en la Anunciación extracto).



La devoción mariana implica también la admiración gozosa de la Virgen. «Llena-de-gracia», ése es su nombre propio (Lc 1,28). No hay en ella oscuridad alguna de pecado: toda ella es luminosa, Purísima, no-manchada, ella es la Inmaculada. En ella se nos revela el poder y la misericordia del Padre, la santidad redentora de Cristo, la fuerza deificante del Espíritu Santo. En ella conocemos la gratuidad de la gracia, pues, desde su misma Concepción sagrada, Dios santifica a la que va a ser su Madre, preservándola de toda complicidad con el pecado. En Jesús no vemos el fruto de la gracia, sino la raíz de toda gracia; pero en María contemplamos con admiración y gozo el fruto más perfecto de la gracia de Cristo.



Los santos se han admirado de la hermosura de María porque han mirado, han contemplado con amor su rostro. San Juan evangelista, que la recibió en su casa, es el primer admirador de su belleza celestial: «Apareció en el cielo una señal grandiosa, una mujer envuelta en el sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas» (Ap 12,1: esa mujer simboliza, sí, a la Iglesia, pero por eso mismo María se ve significada en ella). Uno de los santos más sensibles a la belleza de María es San Juan de Avila: «Viendo su hermosura, su donaire, su dorada cara, sus resplandecientes ojos y, sobre todo, la hermosura de su alma, dicen: "¿Quién es ésta que sale como graciosa mañana? ¿quién es ésta que no nace en noche de pecado ni fue concebida en él, sino que así resplandece como alba sin nubes y como sol de mediodía? ¿Quién es ésta, cuya vista alegra, cuyo mirar consuela y cuyo nombre es fuerza? ¿Quién es ésta, para nosotros tan alegre y benigna, y para otros, como son los demonios, tan terrible y espantosa?" ¡Gran cosa es, señores, esta Niña!» (Serm. 61, Nativ. de la Virgen).



El cristiano ha de tener hacia María una conciencia filial. Si ella es nuestra madre, y nosotros somos sus hijos, lo mejor será que nos demos cuenta de ello y que vivamos las consecuencias de esa feliz relación nuestra con ella. Las madres de la tierra ofrecen analogías, aunque pobres, para ayudar a conocer la maternidad espiritual de María. Una madre da la vida a su hijo de una vez, en el parto, y luego fomenta esa vida con sus cuidados durante unos años, hasta que el hijo se hace independiente de ella. Pero María nos está dando constantemente la vida divina, y su solicitud por nosotros, a medida que vamos creciendo en la vida de la gracia, es creciente: ella es para nosotros cada vez más madre, y nosotros somos cada vez más hijos suyos.



((Algunos eliminan prácticamente la maternidad espiritual de María, alegando que en el orden de la gracia les basta con Dios y con su enviado Jesucristo. Tal eliminación, aunque muchas veces inconsciente, es sumamente grave. Si un niño mirase a su madre como si ésta fuese la fuente primaria de la vida, haría de ella un ídolo y llegaría a ignorar a Dios. Pero si un niño, afirmando que la vida viene de Dios, prescindiera de su madre, con toda seguridad se moriría o al menos no se desarrollaría convenientemente. Pues bien, Dios ha querido que María fuera para nosotros la Madre de la divina gracia, y nosotros en esto -como en todo- debemos tomar las cosas como son, como Dios las ha querido y las ha hecho. Sin María no podemos crecer debidamente como hijos de Dios: la misma Virgen Madre que crió y educó a Jesús, debe criarnos y educarnos a nosotros. San Pío X decía: «Bien evidente es la prueba que nos proporcionan con su conducta aquellos hombres que, seducidos por los engaños del demonio o extraviados por falsas doctrinas, creen poder prescindir del auxilio de la Virgen. ¡Desgraciados los que abandonan a María bajo pretexto de rendir honor a Jesucristo» (enc. Ad diem illum: DM 489)).



Grande debe ser nuestro agradecimiento hacia María, distribuidora de todas las gracias. Nótese que en la Comunión de los santos hay sin duda muchas personas, y que en cada una de ellas hay hacia las otras un influjo de gracia mayor o menor. Este influjo benéfico nos viene con especial frecuencia e intensidad de los santos, «por cuya intercesión confiamos obtener siempre» la ayuda de Dios (Plegaria euc.III). Pues bien, en la Iglesia sólamente hay una persona humana, María, cuyo influjo de gracia es sobre los fieles continuo y universal: es decir, ella influye maternalmente en todas y cada una de las gracias que reciben todos y cada uno de los cristianos. Lo mismo que Jesucristo no hace nada sin la Iglesia (SC 7b), nada hace sin la bienaventurada Virgen María.



Por eso escribe San Juan de Avila: «Ésta es la ganancia de la Virgen: vernos aprovechados en el servicio de Dios por su intercesión. Si te viste en pecado y te ves fuera de él, por intercesión de la Virgen fue; si no caíste en pecado, por ruego suyo fue. Agradécelo, hombre, y dale gracias. Si tuvieres devoción para con ella, cuando vieses que se te acordaba de ella, habías de llorar por haberla enojado. Si en tu corazón tienes arraigado el amor suyo, es señal de predestinado. Este premio le dio nuestro Señor: que los que su Majestad tiene escogidos, tengan a su Madre gran devoción arraigada en sus corazones. Sírvele con buena vida: séle agradecido con buenas obras. ¿Pues tanto le debes? Ni lo conocemos enteramente ni lo podemos contar. Mediante ella, el pecador se levanta, el bueno no peca, y otros innumerables beneficios recibimos por medio suyo» (Serm. 72, en Asunción).



Se comprende que en los cristianos sin devoción a la Virgen María haya temores y ansiedades interminables, pues son como hijos que se sienten sin madre. Por el contrario, el que se hace como niño y se toma de su mano, vive siempre confiado en la solicitud maternal de la Virgen. La más antigua oración conocida a María expresa ya esa confianza filial ilimitada: «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios».



La llamada oración de San Bernardo, inspirada en sus escritos, y que ha recibido formas distintas, viene a decir así: «Acuérdate, oh piadosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno que haya acudido a tu protección, implorado tu auxilio o pedido tu socorro, haya sido abandonado de ti. Animado por esta confianza, a ti también acudo, yo pecador, que lloro delante de ti. No quieras, oh Madre del Verbo eterno, despreciar mis súplicas, antes bien escúchalas favorablemente, y haz lo que te suplico».



La confianza que los cristianos debemos tener en Santa María inspira muchas y preciosas leyendas medievales. Pero sobre este tema quizá una de las más bellas páginas la encontramos en los diálogos entre la Virgen de Guadalupe y el Beato Juan Diego. Concretamente, el 12 de diciembre de 1531, en la cuarta de las apariciones, Juan Diego, preocupado por la grave enfermedad de su tío, comienza diciéndole a la Virgen: «Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿estás bien de salud, Señora y Niña mía?»; y en seguida le cuenta su pena. «Después de oir la plática de Juan Diego, respondió la piadosisima Virgen: "Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿no estás bajo mi sombra? ¿no soy yo tu salud? ¿no estás por ventura en mi regazo? ¿qué más has menester? No te apene ni inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella; está seguro de que ya sanó". (Y entonces sanó su tío, según después se supo)».



Otro rasgo fundamental de la espiritualidad cristiana es la imitación de María. Ella es la plenitud del Evangelio. Ella es la Virgen Fiel, que oye la palabra de Dios y la cumple (Lc 11,28). Por eso con mucha más razón que San Pablo, María nos dice: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1). La Iglesia, «imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo» (LG 64), guarda y desarrolla todas las virtudes. En efecto, «mientras la Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (Ef 5,27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos» (65).



Niños y ancianos, activos y contemplativos, laicos y sacerdotes, vírgenes y casados, todos hallan en María, Espejo de Justicia, el modelo perfecto del Evangelio, la matriz en la que se formó Jesús y en la que Jesús ha de formarse en nosotros. Es modelo de Esposa y de Madre. Pero también es modelo para sacerdotes, monjes y misioneros: «La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres» (LG 65).



Por otra parte, es claro que imitar a María es imitar a Jesús, pues lo único que ella nos dice es: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). En este sentido «la Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías» (Redemptoris Mater 21).



Adviértase también que la imitación de María y la de los santos no es de idéntica naturaleza. Para un cristiano la imitación de un santo viene a ser -valga la expresión- extrínseca: ve su buen ejemplo y, con la gracia de Dios, lo pone por obra. En cambio, la imitación de la Virgen María es siempre para un cristiano algo intrínseco, en el sentido de que esa vida de María que trata de imitar, ella misma, como madre de la divina gracia, se la comunica desde Dios.



La oración a María



Al paso de los siglos, los cristianos cumplimos la profecía que María hizo sobre sí misma: «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1,48). Tanto en Oriente como en Occidente, los hijos de la Iglesia han crecido siempre en un ambiente de culto y devoción a la Gloriosa, la Inmaculada, la Reina y Señora nuestra, la Virgen María, la santa Madre de Dios. En la oración privada, en los rezos familiares, en los claustros monásticos, en las devociones populares y en el esplendor de la liturgia, se alza un clamor secular de alabanza y de súplica a la Madre de Jesús. Y esto tiene que ser cosa del Espíritu Santo, es decir, del Espíritu de Jesús, que en el corazón de los fieles, canta la dulzura bondadosa de la Virgen Madre.



La más antigua oración a la Virgen dice así: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita». Esta bellísima oración (Sub tuum præsidium, en la liturgia latina) procede de una antífona litúrgica griega no posterior al siglo III. En ella se invoca a María como «Madre de Dios», título reconocido como dogma bastante más tarde, en el concilio de Efeso (a.431). María aparece ahí, literalmente, como «la única limpia, la única bendita», y a su regazo maternal nos acogemos, rezando en plural, los fieles cristianos, que, en las angustias y peligros, confiamos en el gran poder de su intercesión ante el Señor. La consagración a María realizada por Juan Pablo II en Fátima (13-V-1982) estuvo inspirada precisamente en esta oración.



El Ave María, compuesta con las palabras del ángel Gabriel y de Isabel (Lc 1,28s.42), así como otras oraciones latinas hoy recogidas al final de las Completas, en la Liturgia de las Horas (Dios te salve, Reina y Madre; Madre del Redentor, virgen fecunda; Salve, Reina de los cielos; Reina del cielo, alégrate) son de origen medieval, lo mismo que el Rosario y el Angelus, esas oraciones que tanto arraigo han tenido y tienen en la piedad de los fieles, y que la Iglesia tantas veces ha recomendado (Marialis cultus 40-55).



El canto que Cristo, con su Cuerpo, a lo largo de los siglos, ha dedicado a la Virgen Madre, tiene siempre rasgos de una belleza muy singular... San Agustín (+430) la saluda: «Oh bienaventurada María, verdaderamente dignísima de toda alabanza, oh Virgen gloriosa, madre de Dios, oh Madre sublime, en cuyo vientre estuvo el Autor del cielo y de la tierra»... Y Sedulio, por los mismos años: «Salve, Madre santa, tú que has dado a luz al Rey que sostiene en su mano, a través de los siglos, el cielo y la tierra»... Y el gran San Cirilo de Alejandría, en ocasión solemnísima, cuando el concilio de Efeso confesó a María como Madre de Dios: «Te saludamos, oh María, Madre de Dios, verdadero tesoro de todo el universo, antorcha que jamás se puede extinguir, corona de las vírgenes, cetro de la fe ortodoxa, templo incorruptible, lugar del que no tiene lugar, por quien nos ha sido dado Aquel que es llamado bendito por excelencia»... Y el grandioso Himno Acatistos de la liturgia griega, quizá compuesto por San Germán, que fue patriarca de Constantinopla (del 715 al 729): «Oh Guía victoriosa, nosotros, tus servidores, liberados de nuestros enemigos, te cantamos nuestras acciones de gracias... Ave, Esposa inmaculada. Ave, resplandor de alegría. Ave, destructora de la maldición. Ave, cumbre inaccesible al pensamiento humano»...



Es el canto enamorado que el Cristo total ofrece a María, y que se prolonga en la Edad Media con nuevas melodías... En Canterbury, San Anselmo (+1109): «Santa y entre los santos de Dios especialmente santa María, madre de admirable virginidad, virgen de amable fecundidad, que engendraste al Hijo del Altísimo»... Y en la abadía de Steinfeld, cerca de Colonia, el premonstratense Herman (+1233): «Yo querría sentirte, hazme conocer tu presencia. Atiéndeme, dulce Reina del cielo, todo yo me ofrezco a ti. Alégrate tú, la misma belleza. Yo te digo: Rosa, rosa. Eres bella, eres totalmente bella, y amas más que nadie»... Y en el monasterio cisterciense de Helfta, Santa Gertrudis (+1301): «Salve, blanco lirio de la refulgente y siempre serena Trinidad, deslumbrante Rosa celestial»...



No se cansa la Iglesia de bendecir a la gloriosa siempre Virgen María. Sólo siente la pena de no poder hacerlo convenientemente, porque todas las alabanzas a la Gloriosa se quedan cortas. Y es que, como dice San Bernardo, de tal modo es excelsa su condición, que resulta «inefable; así como nadie la puede alcanzar, así tampoco nadie la puede explicar como se merece. ¿Qué lengua será capaz, aunque sea angélica, de ensalzar con dignas alabanzas a la Virgen Madre, y madre no de cualquiera, sino del mismo Dios?» (Serm. Asunción 4,5). Por eso nosotros, con el versículo final de la oración Ave Regina cælorum, le pedimos la gracia de saber alabarla, y que nos dé fuerza contra sus enemigos, que son los nuestros:



Dignare me laudare te Virgo sacrata.



Da mihi virtutem contra hostes tuos.



7. Lo sagrado



AA.VV., Le Sacré, París, Aubier ed. Montaigne 1974; J. P. Audet, Le sacré et le profane: leur situation en christianisme, «Nouv. Rev. Théologique» 79 (1957) 33-61; L. Bouyer, Le rite et l’homme, París, Cerf 1962; M. Elíade, Lo sagrado y lo profano, Madrid, Guadarrama 1967; J. M. Iraburu, Sacralidad y secularización, Pamplona, Fund. GRATIS DATE 1996; R. Otto, Lo santo, Madrid, Alianza 1980.



Lo sagrado natural



La devoción a lo sagrado es una dimensión esencial de la espiritualidad cristiana. En las religiones naturales lo sagrado tiene una importancia fundamental; pero no sería posible hallar entre ellas un concepto unívoco. El sagrado-religioso, el sagrado-mágico o el sagrado-tabú presentan significaciones muy diversas, con sólo algún punto común de analogía. Sin embargo, podemos apreciar algunas constantes en las sacralidades paganas.



Las cosas sagradas son criaturas -piedra, monte, bosque, fuente- que, al menos en las altas religiones, ajenas a la idolatría, no se confunden con la Divinidad, sino que la manifiestan y aproximan. Y es Dios quien instituye lo sagrado, es él quien elige y consagra de alguna manera una criatura del mundo visible. Quizá en una hierofanía espectacular, o por una tradición oscura de misterios ascentrales, una cosa, un día, un lugar, una persona, queda asociada ciertamente por Dios a su poder sobrenatural. El hombre, pues, no causa o fabrica las sacralidades, sino que las descubre, las reconoce, las venera.



Hay sacralidades de contacto -una piedra que se besa, una persona que impone las manos, una fuente de la que se bebe-, y hay sacralidades de distancia, que no se deben mirar, no se pueden tocar, ni a veces se pueden pronunciar; o sólo unos pocos las pueden mirar, tocar, decir.



Ya se ve, pues, que lo sagrado no puede decirse unívocamente del paganismo, del judaísmo y del cristianismo; cosa que, por lo demás, sucede con casi todas las categorías religiosas -Dios, sacrificio, altar, sacerdote, oración, expiación, pureza-. Sin embargo, hay una continuidad entre lo sagrado- natural y lo sagrado-cristiano, que pasa por la transición de lo sagrado-judío, por supuesto. En efecto, la gracia viene a perfeccionar la naturaleza, a sanarla, purificarla y elevarla, no viene a destruirla con menosprecio. Por eso mismo el cristianismo viene a consumar las religiosidades naturales, no a negarlas con altiva dureza. Hay, pues, continuidad desde la más precaria hierofanía pagana hasta la suprema epifanía de Jesucristo, imagen perfecta de Dios; desde el más primitivo culto tribal hasta la adoración cristiana «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24).



Lo sagrado judío



La Biblia nos muestra cómo Yavé mismo constituye en Israel un orden de sacralidades completo, con fiestas, sacerdocio, lugares, sacrificios, Escrituras, templo. El mismo pueblo de Israel es ya un pueblo sagrado entre las naciones (Gén 12,3; Ex 19). Y en esta esfera sacral hay grados: por ejemplo, en el Templo -como en anillos concéntricos- tienen una sacralidad diversa el atrio de los gentiles, la zona de las mujeres, de los hombres, de los sacerdotes y, finalmente, el Santo y el Santísimo. De todos modos, en Israel lo sagrado es siempre una criatura especialmente vinculada al Santo, a Yavé. Nunca se confunde en el judaísmo el Santo, que es uno, con las múltiples sacralidades que le manifiestan y aproximan a su pueblo.



Hay, sin embargo, en el judaísmo ciertos rasgos sacrales propios de las religiones primitivas, como lo sacro-intocable: el Arca, por ejemplo, establecida en la Tienda, fuera del campamento, que nadie, sino los elegidos para ello, puede tocar sin morir (2 Sam 6,7; +Ex 19,12-13; 26,33; 33,18-23). En cambio, en Israel no hay espacio religioso ni para los ídolos, ni para la magia (Is 44). Sólo Yavé es el Santo, el Altísimo, cuya majestad transciende a toda criatura, y supera incluso toda sacralidad: su Gloria no cabe ni en el Templo de Sión (1 Re 8,10.27). Es preciso, pues, reconocer que, en comparación con las religiones extrabíblicas, la sacralidad judía es de una maravillosa pureza.



Lo sagrado cristiano



Ahora, en la Iglesia, la humanidad de Jesucristo es el sagrado absoluto. En él coinciden de forma única el Santo y lo sagrado: es Dios y es hombre, y como hombre es el Ungido, el Elegido de Dios (Lc 1,35;23,35). Todas las sacralidades judías, con ser tan venerables, están definitivamente superadas -es el tema de la carta a los Hebreos-. Cristo es ahora el Templo, la fuente de todo un orden nuevo de sacralidades: las nuevas Escrituras sagradas, el sagrado ministerio sacerdotal, la sagrada eucaristía, los sacramentos, los sagrados concilios y cánones disciplinares...



Y en medio del mundo, la Iglesia es sagrada, puesto que es «el sacramento admirable» (SC Sb), el «sacramento universal de salvación» (LG 48; GS 45; AG 1). Verdad es que Cristo derribó el muro que separaba paganos de judíos para hacer un Pueblo único (Ef 2,14 15); pero, aun después de Cristo, no puede establecerse una yunta desigual entre creyentes e infieles (2Cor 6,14 18). Para reunirlos, justamente, ha establecido Jesucristo «un ministerio sagrado en el Evangelio de Dios» (Rm 15,16). Esta es la misión en el mundo de la Iglesia- Sacramento.



Observemos también que en la Nueva Alianza lo sagrado cristiano ayuda a «adorar al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,24). Estas palabras de Jesús no pretenden, pues, despojar al culto cristiano de toda expresión sensible y ritual; más bien significan que el viejo culto ya no vale -ni en el monte Sión, ni en el Garizzim-; y que en adelante se ofrecerá al Padre por Cristo una liturgia nueva bajo la acción del Espíritu Santo.



Teología de lo sagrado



Partiendo de esas premisas brevemente consideradas, podemos intentar ya una definición teológica de lo sagrado cristiano.



Jesucristo es sagrado, y lo es por su humanidad. Sólo en él coinciden totalmente el Santo y lo sagrado. Y en Cristo, en su Cuerpo, que es la Iglesia, son sagradas aquellas criaturas - personas, cosas, lugares, tiempos- que, en modo manifiesto a los creyentes, han sido especialmente elegidas por el Santo para obrar la santificación.



Según esto, santo y sagrado son distintos. Un ministro sagrado, por ejemplo, si es pecador, no es santo, pero sigue siendo sagrado, y puede realizar con eficacia y validez ciertas funciones sagradas que le son propias. Tampoco se confunden profano y pecaminoso: las cosas son profanas, simplemente, en la medida en que no son sagradas. En fin, el cosmos no es sagrado para los cristianos, a no ser en un sentido sumamente amplio e impropio.



Avancemos otro paso. Lo sagrado cristiano surge por iniciativa divina, porque Dios quiere elegir unas criaturas para santificar por ellas a otras. El podría haber santificado a los hombres sin mediaciones creaturales, pero, sólo por bondad y por amor, quiso asociar de manera especial en la Iglesia a su causalidad santificadora a ciertas criaturas. En una decisión completamente libre, quiso el Señor elegir-llamar-consagrar-enviar a algunas criaturas (sacerdotes, agua, aceite, pan, vino, libros, ritos, lugares, días y tiempos), comunicándoles una objetiva virtualidad santificante, y haciendo de ellas lugares de gracia, espacios y momentos privilegiados para el encuentro con Él.



Por otra parte, surge lo sagrado de que quiso Dios comunicarse de modo manifiesto y sensible -patente, se entiende, para los creyentes-. Así Dios se acomoda al hombre. En este sentido, el fundamento de lo sagrado está en el carácter mediato de nuestra experiencia de Dios. Como bien señala Audet (37), lugares, ritos, templos, «todo esto no existiría si, en lugar de una experiencia mediata de lo divino, pudiéramos tener desde ahora una experiencia inmediata». Por eso sabemos que toda estructura sacral se desvanece en el cielo, cuando «Dios sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,28; +Ap 21-22). Es ahora, en el tiempo, cuando Dios concede al hombre la ayuda de lo sagrado.



De dos maneras se comunica Dios a los hombres, esto es, los santifica. En la primera, Dios santifica al hombre que apenas le conoce de modo no manifiesto y sensible. En la segunda, Dios santifica a los creyentes de modo manifiesto y sensible: en efecto, la acción invisible del Espíritu se hace visible en la Iglesia de muchas maneras, concretamente en los sacramentos; lo que hace que la Iglesia sea al mismo tiempo «asamblea visible y comunidad espiritual» (LG 8a).



Ahora bien, aunque todo el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, es sagrado, se distinguen grados diversos de sacralidad, según la mayor o menor potenciación hecha por Dios en las criaturas para santificar; es decir, en función de un orden objetivo de gracia. Y en esos grados se basa el lenguaje cristiano de lo sagrado, que reserva habitualmente esa calificación para las criaturas más intensamente sagradas.



Podría hablarse, sin duda, de los «sagrados laicos» o de la «sagrada medicina»: son personas y trabajos ungidos por el Espíritu. Pero la tradición del lenguaje cristiano, y concretamente el concilio Vaticano II, suele hablar de «pastores sagrados», de «ministerio sagrado», de religiosos de «vida consagrada», porque sobre la consagración de la unción bautismal, estos cristianos han sido «novo modo consecrati» (PO 12a), se han dedicado a Cristo y a su Cuerpo con una «peculiar consagración» (LG 44a; PC lc; 5a). Y así también, de modo semejante, la Iglesia reserva la calificación de sagrado a la Escritura, la predicación, el concilio, el templo, las Congregaciones romanas, la liturgia, etc.



Nótese, por otra parte, que la sacralidad cristiana no sustrae la criatura de su finalidad natural, sino que la eleva a un orden nuevo en el ser y el obrar. La sagrada Humanidad de Cristo no se sustrajo al fin natural del hombre. Es verdad que no se casó o no actuó en política, pero es necesario a todo hombre dedicarse a unas cosas, renunciado a ejercitarse en otras. Dedicarse a hablar de Dios y a salvar a los hombres es una finalidad perfectamente humana. De modo semejante, el agua bautismal lava, sigue lavando, pero además purifica del pecado y confiere la filiación divina: su fin y su eficacia en el orden natural siguen vigentes, pero son transcendidos por el Espíritu. Así sucede con toda sacralidad cristiana.



Hay una excepción: la transubstanciación eucarística sustrae el pan de su ser y eficacia naturales. Por otra parte -pero ya pasamos a otro plano-, cuando una persona o cosa (por ejemplo, sacerdote o cáliz) ha sido especialmente consagrada, suele convenir que de hecho sea dedicada (en el sentido de reservada) al servicio de su fin sobrenatural propio, de tal modo que sea por eso socialmente sustraída de otros usos. Pero esto es así sólamente, primero, por la limitación inherente a las posibilidades funcionales de toda criatura, y, segundo, por la lógica voluntad eclesial de significar así más viva y eficazmente la causalidad sagrada de esa criatura.



Observemos también que lo sagrado eleva las criaturas a una nueva dignidad, sobre la que ya tenían por su misma naturaleza, mientras que, por el contrario, la desacralización las rebaja en un movimiento descendente. Si la eucaristía, por ejemplo, se celebra en hermosas formas sagradas, la comida familiar es elevada por la oración de acción de gracias (ascenso). Por el contrario, si la eucaristía se celebra como una comida ordinaria, los laicos comen en sus casas como si fueran paganos, sin acción de gracias (descenso). La dignidad del hombre y de la naturaleza se ve conservada y elevada por lo sagrado, mientras que la desacralización rebaja y degrada el mismo orden natural. Esto es de experiencia universal, no sólo en el mundo cristiano.



Por último, señalemos que la sacralidad cristiana es de unión, no es tabú, no es de separación. El pan eucarístico, por supuesto, no lo toca cualquiera, pero está hecho precisamente para que lo coman los cristianos. El templo es sagrado, pero justamente por eso está abierto a todos, a diferencia de las casas privadas. Un sacerdote, por ser ministro sagrado, puede ser abordado por cualquiera, mientras que un laico no tiene por qué ser tan asequible a todos. Por eso la distinción de las personas y cosas sagradas mediante ciertos signos sensibles, lejos de estar destinada a causar separación, es para una mayor unión (+Código Canónico cc.284 y 669).



La disciplina eclesial de lo sagrado



La Iglesia tiene el derecho y el deber de configurar lo sagrado, estableciendo unos usos o aprobando costumbres, pues tiene autoridad para cuidar la manifestación visible del Invisible. Las formas concretas de lo sagrado son signos que expresan el misterio de la fe. Por eso la Iglesia, que custodia la fe y la transmite, ha de velar con autoridad apostólica por la configuración concreta de lo sagrado -imágenes, templos, cantos, ritos (SC 22)-. Y hay en los fieles una obligación correspondiente de obedecer las normas litúrgicas, de las que volveremos a tratar en el capítulo sobre la liturgia.



Ahora, desde la fenomenología religiosa de lo sagrado, señalemos los fundamentos principales de las leyes litúrgicas:



1.-Lo sagrado es un lenguaje, verbal o no verbal. Pero el lenguaje es vínculo de comunicación inteligible siempre que se respeten las reglas sociales de su estructura. Si es un lenguaje arbitrario, no establece comunicación, como no sea entre un grupo de iniciados.



2.-Por otra parte, el rito litúrgico implica en sí mismo repetición tradicional, serenamente previsible. Así es como el rito sagrado se hace cauce por donde discurre de modo suave y unánime el espíritu de cuantos en él participan. Así se favorece en el corazón de los fieles la concentración y la elevación, sin las distracciones ocasionadas por la atención a lo no acostumbrado. Así se celebra comunitariamente el memorial cíclico de los grandes sucesos salvíficos, que de este modo se hacen siempre actuales.



3.-El servicio sagrado pone a la criatura en la sublime función de manifestar al Santo. Cuando la criatura asume las normas sagradas, se oculta humildemente en su ministerio, desaparece, y realiza fielmente su misión santificadora. Pero si no se atiene a las normas, si cae en la expresión arbitraria, subjetiva, aritual, no transparenta al Santo, sino que atrae sobre sí misma la atención de los hombres, lo cual lesiona gravemente la estructura misma del rito sagrado.



Secularización y desacralización



Secularización, desacralización, secularismo, son fenómenos bastante complejos, en los que se integran elementos de muy diverso valor, y cuyo análisis debe hacerse por separado.



-1º elemento. La secularización, como una desacralización de lo indebidamente sacralizado, es una tendencia que purifica lo sagrado de excrecencias y errores, y afirma la justa autonomía de las realidades temporales, según la enseñanza del concilio Vaticano II (GS 36).



-2º elemento. El rechazo de ciertas formas históricas concretas de lo sagrado, y la promoción de otras formas nuevas que se consideran más adecuadas, puede ser igualmente una tendencia legítima e incluso necesaria. Como la anterior, afecta a cuestiones prudenciales, no doctrinales.



-3º elemento. Una cierta ocultación de los signos sagrados es considerada por algunos hoy como conveniente en ambientes modernos secularizados. También ésta es cuestión prudencial. La sensibilidad de los pueblos, las circunstancias políticas o culturales, pueden aconsejar considerables atenuaciones de lo sagrado. De hecho, cuando la Iglesia en los primeros siglos estaba proscrita, la expresión visible de lo sagrado era muy leve.



-4º elemento. Se produce hoy en los países ricos de Occidente una pérdida o debilitación de la sensibilidad para lo sagrado. Es un fenómeno ya muy estudiado y conocido, que afecta mucho menos o nada a los paises más pobres y de formas tradicionales. Hoy es posible ver, incluso en buenos cristianos, actitudes que en otro tiempo sólo con intención sacrílega podrían ser tenidas: Durante un concierto en la iglesia, sentarse sobre el altar; con ocasión de un retiro, dejar en el suelo el cáliz, mientras se pone la credencia que lo sostenía como mesa para el predicador; utilizar una Biblia grande, del siglo pasado, para elevar el asiento de una silla... Éstas y otras formas de insensibilidad ante los objetos, personas, lugares o gestos sagrados difícilmente puede recibir una evaluación positiva. Son un empobrecimiento.



«La pérdida o atenuación del sentido de lo sagrado» a que aludía Pablo VI (enc. Sacerdotalis coelibatus 24-VI-1967, 49) ¿de dónde procede, qué significa, qué importancia tiene? Puede ser falta de fe: A quien nada le dice Dios, nada le dicen los signos sagrados. Pero también puede ser simplemente un analfabetismo del lenguaje simbólico. En Occidente hoy se tiende a disociar espíritu y cuerpo, palabra y gesto, condición personal y modos de vestir, en suma, interior y exterior. Sobrevalorando la individualidad en su expresión subjetiva y espontánea, se van rompiendo las «formas» comunitarias objetivas, elaboradas en una tradición social de siglos, y en las que reside precisamente la expresión simbólica. Ya se comprende que los que son analfabetos para todo lenguaje simbólico adolecen también de analfabetismo ante el lenguaje de lo sagrado.



((Pues bien, no parece que la sistemática supresión o atenuación extrema de los signos sagrados sea la mejor manera de reeducar una sensibilidad simbólica atrofiada. Por el contrario, la pedagogía pastoral debe optar más bien, como dispuso el concilio Vaticano II, por la catequesis litúrgica, por la alfabetización conveniente que enseñe a leer los signos sagrados (SC 14-20, 35).



Tampoco parecen ir muy acertados los que confían mucho en el cambio de los signos concretos. Aparte de que esto trae consigo una variabilidad que afecta mucho y mal la naturaleza ritual de lo sagrado, tal confianza se diría algo ingenua: Para el analfabeto resultan igualmente ilegibles todos los estilos de escritura; simplemente, no sabe leer. Habría que enseñarle. Lo malo es que, en ocasiones, la sensibilidad para lo sagrado está más viva en el cristiano ignorante que en aquél, más cultivado, que tendría que instruirle con una buena catequesis litúrgica.))



La pérdida o atenuación del sentido de lo sagrado es, sin duda, una enfermedad que tiene importantes consecuencias en la vida espiritual cristiana. Su gravedad no debe ser exagerada; pero tampoco conviene ignorarla o aceptarla pasivamente, como si fuera irremediable -una presunta «exigencia» de nuestro tiempo-. El sentido de lo sagrado -y en general, la sensibilidad simbólica- es un valor propio de la naturaleza humana. Por eso sólo puede experimentar disminuciones temporales, para resurgir después, quizá con más fuerza y purificado de connotaciones inconvenientes. Ahora bien, la gracia debe proteger todos los valores de la naturaleza, especialmente aquellos que están decaídos y aquellos que tienen una relación más íntima con lo religioso, como es el caso de lo sagrado.



-5º elemento. Algunos consideran que, a diferencia de las sacralidades paganas o judías, la sacralidad cristiana es puramente interior. Pues bien, si el anterior elemento 4º era una deficiencia cultural, histórica, práctica, este 5º elemento es ya un error doctrinal. Implica un mal entendimiento de la verdadera naturaleza teológica de lo sagrado cristiano.



((En la práctica, de ese error se siguen dos actitudes falsas, una más moderada, otra más radical:



1ª.-Se piensa que la apariencia sensible de lo sagrado debe asemejarse lo más posible a lo profano, y esto lo mismo en personas, lugares, celebraciones o cosas. La distinción sería motivo de separación. A mayor semejanza en las formas exteriores, mayor unión, mayor facilidad de acceso a los hombres.



2ª.-Se estima que se debe quitar de lo sagrado cristiano toda significación sensible peculiar. No un cáliz, sino un vaso. No un templo, sino una sala de reunión. Nada de fiestas peculiarmente religiosas, ni de vestimentas litúrgicas, ni de hábitos religiosos. Todo lo sagrado-sensible sería una paganización o judaización del Evangelio genuino.))



-6º elemento. Algunos, llevando secularización y desacralización más allá de su extremo, llegan al secularismo, que niega la misma existencia de lo sagrado cristiano. Estos ya no pretenden una ocultación prudente de lo sagrado, una atenuación o eliminación de sus significaciones sensibles, una renovación oportuna de sus formas históricas concretas, no. Éstos simplemente niegan la existencia misma de lo sagrado cristiano, y procuran suprimirlo en cuanto tal.



((La Conferencia Episcopal Alemana denunciaba hace unos años esta posición teológica y pastoral: «Dicen que el mundo entero está ya santificado de alguna manera y puesto al servicio de Dios, y que no necesita de un ámbito especialmente santificado y consagrado a Dios» (El ministerio sacerdotal, Salamanca, Sígueme 1971, 90). La misma Iglesia, entendida como «sacramento universal de salvación», distinta del mundo, sal y luz de la humanidad, sería una concepción triunfalista, falsa, inadmisible. No hay distinción entre Iglesia y mundo, entre sagrado y profano, entre pagano y cristiano, y menos aún entre sacerdote y laico.



Se ha señalado últimamente una posible conexión entre el antiguo protestantismo radical y el secularismo moderno. Uno y otro consideran que la fe sólo podrá ser pura fe en la medida en que el mundo permanezca sólo mundo. Ciertos autores protestantes modernos han afirmado estas tesis en clave mental renovada. La fe se contamina inevitablemente cuando por las formas sagradas sensibles es sumergida en la profanidad del mundo. Esta desviación de la pureza espiritual del Evangelio vendría plasmada en la Iglesia Católica, la cual no se daría cuenta de que un deber fundamental del cristianismo es mantener al mundo en su verdadera y exclusiva secularidad)).



En fin, frente a todo esto, ya conocemos cuál es la doctrina y la práctica secular de la Iglesia en lo referente a lo sagrado. La Iglesia antigua tuvo que pronunciarse ante el fenómeno iconoclasta, hostil a toda representación visible del invisible mundo de la gracia (Niceno II, 787; Trento 1563; Prof. fidei 1743: Dz 600, 1823, 2532). La Iglesia actual se ha pronunciado ya en muchas ocasiones sobre el tema, principalmente en el concilio Vaticano II (SC). El Papa Pablo VI señaló en varias ocasiones el error de quienes pretenden, «contra la tradición bimilenaria de la Iglesia, la desaparición del carácter sagrado de lugares, tiempos y personas» (15-X-1967).



El denunció, concretamente, con energía a los que quieren «desacralizar la liturgia y, con ella, como consecuencia necesaria, la misma religión cristiana» (19-IV-1967). Juan Pablo II, en su carta Dominicæ Cenæ, afirma especialmente la forma sagrada de la eucaristía: «El sacrum de la Misa no es una sacralización, es decir, una añadidura del hombre a la acción de Cristo en el cenáculo, ya que la Cena del Jueves Santo fue un rito sagrado, liturgia primaria y constitutiva, con la que Cristo, comprometiéndose a dar la vida por nosotros, celebró sacramentalmente, él mismo, el misterio de su Pasión y Resurrección, corazón de toda Misa» (24-II-1980, 8).



Veinte años después del Concilio, el Sínodo Episcopal de 1985 apreciaba que, «no obstante el secularismo, existen signos de una vuelta a lo sagrado». No podría ser de otro modo, perteneciendo lo sagrado en modo tan profundo y universal a la naturaleza humana y a la economía eclesial de la gracia. Y observaba también el Sínodo que «precisamente la liturgia debe fomentar el sentido de lo sagrado y hacerlo resplandecer» (II,A,1; II,B,b,1).



Es indudable que, frente a otras confesiones cristianas, la Iglesia Católica es la que más forma visible, social, sagrada, da al mundo invisible de la gracia de Cristo. Ella es también la que más asume de las formas religiosas naturales, la que más seriamente vive la ley fundamental de la encarnación. Y lo hace con toda conciencia, para que «conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible» (Pref.I Navidad). En este sentido, es la Iglesia Católica la más eficazmente misionera, la que más acoge el sentido sagrado de las religiosidades naturales, purificando y elevando ese sentido en el Espíritu Santo.



Espiritualidad cristiana de lo sagrado



El amor a lo sagrado en la Iglesia pertenece a la esencia de la espiritualidad católica. El cristiano no ignora ni menosprecia el orden sacral dispuesto por el Señor con tanto amor, sino que se adentra en él gozosamente, sin confundir nunca lo sagrado y el Santo, sin temor a falsas ilusiones, pues la Iglesia ya se cuida bien de que las sacralidades cristianas no caigan en idolatría, superstición, tabú o magia. El cristiano genuino es practicante, por supuesto: busca asiduamente al Santo en las cosas sagradas de la Iglesia: en la Escritura, en el templo, en los ministros sagrados, en los sacramentos, en la asamblea de los fieles, en el Magisterio, en el domingo y el Año litúrgico, y también en los sacramentales (SC 7, 47-48, 59-60, etc.). El cristiano, en fin, busca al Santo -no exclusivamente, pero sí principalmente- en lo sagrado, allí donde él ha querido manifestarse y comunicarse con especial intensidad, certeza y significación sensible. Éste es un rasgo constitutivo de la espiritualidad católica.



((El que es pelagiano, o al menos voluntarista, no aprecia debidamente lo sagrado. Y es que no busca su santificación en la gracia de Dios, sino más bien en su propio esfuerzo personal. No busca tanto ser santificado por Cristo, como santificarse él mismo según sus fuerzas, sus modos y maneras. No entiende la gratuidad de lo sagrado. No comprende que la santificación es ante todo don de Dios, que él confiere a los creyentes sobre todo a través de los signos sagrados que él mismo ha establecido. No cree en la especial virtualidad santificante de lo sagrado: «¿Por qué rezar la Liturgia de las Horas, y no una oración más de mi gusto? ¿Qué más da ir a misa el domingo o un día de labor? ¿Qué interés hay en tratar con los sacerdotes? ¿Qué tiene el templo que no tenga otro lugar cualquiera?»... El sólo confía en su propia mente y voluntad para santificarse: para él sólo cuenta lo que le da más devoción a su sensibilidad, lo que su mente capta mejor, lo que más se acomoda a su modo de ser, y a veces identifica aquello que más esfuerzo cuesta con aquello que es más santificante. Por tanto, el orden de sacralidades dispuesto por Dios es para él insignificante. Por eso se aleja de lo sagrado o si se acerca a ello, lo usa arbitrariamente, cuando coincide con sus gustos, o en la medida en que pueda adaptarlo a sus gustos y criterios.))



Por el contrario, los santos han mostrado siempre un amor humilde y conmovedor a lo sagrado. Recordemos, por ejemplo, el amor de San Francisco de Asís por las iglesias, las campanas, los objetos de culto, los sacerdotes, todo lo relacionado con la sagrada eucaristía o con la Escritura (Ctas. a toda la Orden; Iª a los custodios). Él, que reparó varios templos, confiesa en su Testamento: «El Señor me dio una fe tal en las iglesias, que oraba y decía así sencillamente: Te adoramos, Señor Jesucristo, aquí y en todas las iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo».



Y si alguno sospecha que un amor tan tierno a los lugares sagrados sea sólo ingenuidad medieval del Poverello, pasemos a San Juan de la Cruz, el más despojado e intelectual de los espirituales. Y hallamos en él la misma devoción, la misma fe, el mismo amor: «La causa por que Dios escoge estos lugares más que otros para ser alabado, él se la sabe. Lo que a nosotros nos conviene saber es que todo es para nuestro provecho y para oir nuestras oraciones en ellos y donde quiera que con entera fe le rogáremos; aunque en los que están dedicados a su servicio hay mucha más ocasión de ser oídos en ellos, por tenerlos la Iglesia señalados y dedicados para esto» (3 Subida 42,6).



El cristiano católico busca, procura, construye, conserva, defiende, todas las sacralidades cristianas, personas, templos, sacramentos, fiestas religiosas. Quien conoce y ama lo sagrado, lo procura: repara, por ejemplo, o construye un templo. Más aún, quien conoce y ama lo sagrado está bien dispuesto para seguir la «vocación sagrada» si Dios le llama así. Con mucha razón teológica dice Pablo VI que «la causa de la disminución de las vocaciones sacerdotales hay que buscarla en otra parte [no en el celibato eclesiástico], principalmente, por ejemplo, en la pérdida o en la atenuación del sentido de Dios y de lo sagrado» (enc. Sacerdotalis coelibatus 24-VI-1967, 49).



Y puesto que pertenece a la naturaleza de lo sagrado hacer visible la gracia invisible, el creyente procura que lo sagrado se vea, se oiga, se distinga, y sea un signo claro, bello, provocador, atrayente, expresivo. No pretende en principio ocultar lo sagrado, o atenuar lo más posible su significación sensible. Por el contrario, en principio trata de que sea manifiesto y bien visible.



Otras cosa distinta es que en determinadas circunstancias puede ser prudente la atenuación o la ocultación de lo sagrado. Y esto no sólamente en guerras o persecuciones, sino en ciertas situaciones sociales o culturales. Sin embargo, el velamiento de lo sagrado puede tener consecuencias tan importantes -favorables o desventajosas- para la evangelización del mundo y para la vida espiritual de los cristianos, que habrá que decidirlo con sumo cuidado:



-La autorización de la Jerarquía apostólica, en ciertos casos requerida por la ley, vendrá aconsejada por la prudencia cuando se trate de ocultar durablemente signos sagrados importantes.



-La ocultación de lo sagrado puede ser conveniente si hay peligro para las cosas o las personas: «No deis lo sagrado a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen, y además se vuelvan y os destrocen» (Mt 7,6).



-La caridad pastoral puede llevar a la atenuación de ciertas formas sagradas, como cuando un sacerdote confiesa a un alejado paseando por una plaza; o incluso puede conducir a suprimirlas: por ejemplo, en un barrio anticristiano se suspende una procesión acostumbrada porque iba siendo recibida como una provocación y un desafío.



-La obediencia a las normas de la Iglesia sobre lo sagrado no sería perfecta sin la virtud de la epiqueya, que nos inclina en ocasiones a apartarnos prudentemente de la letra de la ley, para mejor cumplir su espíritu (STh II-II,120). Los cristianos respetamos las normas eclesiales, pero no somos siervos, somos hijos, y sabemos que «el sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27).



((Es preciso reconocer, sin embargo, que a veces la disminución o supresión de los signos sagrados es inconveniente y arbitraria, y procede de premisas falsas.



Algunos parten de que el hombre moderno no tiene capacidad para lo sagrado. Pero tal capacidad existe, aunque en muchos casos esté atrofiada, y lo que necesita es suscitación y desarrollo.



Algunos alegan obrar así «siguiendo al concilio Vaticano II». Pero quizá ningún concilio ha tenido una doctrina sobre lo sagrado tan amplia y valiosa como la que se da en el Vaticano II: por ejemplo, la terminología de lo sagrado -sacer, sacrare, consecratio, etc.- se emplea en la constitución Lumen gentium 57 veces, y en los demás documentos es también muy frecuente.



Algunos olvidan que ciertas leyes de la Iglesia relativas a lo sagrado exigen gravemente la obediencia, y que ciertas disminuciones o supresiones de lo sagrado no quedan bajo el arbitrio prudencial privado.



Algunos parecen ignorar que en ciertas materias -por ejemplo, los signos de veneración ante la eucaristía- no-significar la fe en la forma mandada o acostumbrada puede equivaler a significar- que-no hay fe en tal misterio -y esto aunque tal contrasignificación sea ajena a su personal intención-.



Algunos, en fin, suprimen ciertos signos sagrados por cobardía, por temor a persecuciones que no se deberían evitar, por miedo a confesar abiertamente a Cristo ante los hombres (Mt 10,33).))



El Santo se inclina y nos muestra su rostro en lo sagrado. El Invisible se hace así visible. El Altísimo se hace accesible en la sagrada Humanidad de Cristo, y en las múltiples sacralidades de su Cuerpo eclesial. Cuidemos bien los caminos sagrados por los que el Espíritu viene, se nos manifiesta y comunica, y por los que nosotros salimos a su encuentro. Que no se obstruyan esos caminos, que no desaparezcan, que no se apodere de ellos la maleza. La religiosidad popular de los pequeños sería con ello la más afectada. Tenía, pues, razón el cardenal Daniélou al decir que «una cierta resacralización es indispensable para que haya un cristianismo popular» (¿Desacralización o evangelización?, Bilbao, Mensajero 1969,70).



8. La liturgia



J. A. Abad Ibáñez - M. Garrido Bonaño OSB, Iniciación a la liturgia de la Iglesia, Madrid, Palabra 1988; Aquilino de Pedro, Misterio y fiesta. Introducción general a la liturgia, Valencia, EDICEP 1975; Nicolás Cabasilas, La vida en Cristo, Madrid, Rialp 1951; P. Fernández, Teología de la oración litúrgica, «Ciencia Tomista» 107 (1980) 355-402; J. López Martín, En el Espíritu y la verdad. Introducción a la liturgia, Salamanca, Secretariado Trinitario 1987; La oración de las horas, ib. 1984; El Año litúrgico, BAC popular 62 (1984); El domingo, fiesta de los cristianos, BAC popular 98 (1992); A. G. Martimort, La Iglesia en oración, Barcelona, Herder 1987 (ed. actualizada); A. Nocent, El Año litúrgico; celebrar a Jesucristo, I-VII, Santander, Sal Terræ 1979s; J. Ordóñez, Teología y espiritualidad del Año litúrgico, BAC 402 (1979); J. Rivera, La Eucaristía, Apt. 307, Toledo 1997; Adviento-Navidad, ib.; La Cuaresma, ib.; Semana Santa, ib.; C. Vagaggini, El sentido teológico de la liturgia, BAC 181 (1965,2a ed.); B.Velado, Vivamos la santa misa, BAC popular 75 (1986).



Véase también para los documentos de la Iglesia sobre liturgia, Documenta Pontificia ad instaurationem liturgicam spectantia, Roma 1953 y 1959 (desde San Pío X al concilio Vaticano II); Enchiridion Documentorum instaurationis liturgicæ (=EL), I (1963-1973), Marietti 1976; II (1973-1983), C.L.V. Edizioni Liturgiche, Roma 1988.



Jesucristo, sacerdote eterno



Ya en el Antiguo Testamento se había iniciado la esperanza de un Mesías sacerdotal (Gén 14,18; Is 52-53; 66,20-21; Ez 44-47; Zac 3; 6,12-13; 13,1s; Mal 1,6-11; 3,1s). En el Nuevo Testamento, el sacrificio de Cristo sacerdote realiza en forma suprema la glorificación de Dios y la santificación de los hombres. Si la Alianza Antigua fue sellada en la sangre de animales sacrificados cultualmente (Ex 24,8), la Nueva vendrá garantizada por la sangre de Jesús, el Siervo de Yavé: «Esta es mi sangre, la sangre de la Alianza, que se derrama por todos para la remisión de los pecados» (Mt 26,28; +8,17).



San Pedro contempla en Jesús al Siervo sufriente que muere por los pecadores (1Pe 2,22-25;3,18). San Pablo ve en clave sacerdotal la obra de Cristo, que «se entregó por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de agradable perfume» (Ef 5,2; 11Cor 5,7; 1 Tim 2,5-6; Tit 2,13-14). Ahora, a la derecha de Dios, intercede siempre por nosotros (Rm 8,34). San Juan nos muestra a Jesucristo como el verdadero Cordero pascual que quita el pecado del mundo (Jn 1,29.36), como pastor que da su vida por las ovejas (10), como purificador del viejo Templo (2,13-21), como nuevo Templo de Dios (2,21), que santifica a cuantos entran en él (17,17s): «Si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo, el Justo. El es la propiciación por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo» (1 Jn 2,1-2).



La carta a los Hebreos, que es el primer tratado de cristología, contempla ante todo a Jesucristo como Sacerdote santo, eterno, único (2,17; 3,1; 4,14-5,5). «El es el Mediador de una Alianza Nueva, a fin de que por su muerte, para redención de las transgresiones cometidas bajo la primera Alianza, reciban los que han sido llamados las promesas de la herencia eterna» (9,15). Cristo es el Mediador perfecto, porque es plenamente divino (1,1-12; 3,6; 5,5.8; 6,6; 7,3.28; 10,29), y al mismo tiempo es perfectamente humano, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (2,11- 17; 4,15; 5,8). El es el Templo verdadero, celestial, definitivo, construído por el mismo Dios, no por mano de hombre (8,2.5; 9,1.11.24). Podemos, pues, «entrar confiadamente en el santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través del Velo, es decir, de su propia carne» (10,19-20; +Mt 27,51).



Mientras que los antiguos sacrificios «nunca podían quitar los pecados» (Heb 10,11), nosotros somos ahora santificados por la grandiosa eficacia del sacerdocio de Jesucristo (7,16-24; 9; 10,118). El antiguo sacerdocio queda superado «a causa de su ineficacia e inutilidad» (7,18), y ya todo el poder santificador está en Jesucristo, sacerdote santo, inocente, inmaculado (7,26-28). Como dice San Pablo, «por éste se os anuncia la remisión de los pecados y de todo cuanto por la Ley de Moisés no podíais ser justificados» (Hch 13,38).



La víctima sacrificial no son animales, sino que «nosotros somos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo» (Heb 10,10). No somos redimidos con oro o plata, sino «con la sangre preciosa de Cristo, Cordero sin defecto ni mancha» (1Pe 1,18-19; +1Cor 6,20; 7,23).



Así, es, pues, el sagrado sacerdocio de Jesucristo: elegido por el mismo Dios (5,4-6; 7,16-17); único, sea porque su sacrificio fue hecho de una vez para siempre (9,26-28; 10,10), sea porque «en ningún otro hay salvación» (Hch 4,12); perfecto en todos los sentidos (Heb 5,9; 10,14); y, por último -adviértase bien esto-, es celestial: «El punto principal de todo lo dicho es que tenemos un Sumo Sacerdote que está sentado a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (8,1).



La presencia de Cristo en la liturgia



Cristo Salvador, una vez cumplida su obra, ascendió a los cielos: salió del Padre y vino al mundo, y finalmente dejó el mundo para volver al Padre (Jn 16,28). Los discípulos «vieron» como Jesús se iba del mundo (Hch 1,9), y ascendía al cielo. Desde allí ha de venir, al final de los tiempos, para juzgar a vivos y muertos (Mt 25,31-33). Pero hasta que se produzca esta gloriosa parusía, una cierta nostalgia de la presencia visible de Jesús forma parte de la espiritualidad cristiana: «Deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor» (Flp 1,23). «Mientras moramos en este cuerpo estamos ausentes del Señor, porque caminamos en fe y no en visión; pero confiamos y quisiéramos más partir del cuerpo y estar presentes al Señor» (2Cor 5,6-8). Mientras tanto, «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», debemos «buscar las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1). Desde esta presencia primaria de Jesús en los cielos habrá que explicar todos los otros modos suyos de hacerse realmente presente entre nosotros.



Pero no olvidemos que, antes de su ascensión, Cristo nos prometió su presencia espiritual hasta el fin de los siglos (Mt 28,20). No nos ha dejado huérfanos, pues está en nosotros y actúa en nosotros por su Espíritu (Jn 14,15-19; 16,5-15). Jesucristo tiene un sacerdocio celestial, que está ejercitándose siempre en favor de nosotros (Heb 6,20;7,3-25). Varios textos del concilio Vaticano II acabarán de mostrarnos la verdadera naturaleza de la liturgia cristiana:



-La liturgia es el «ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno de ellos a su manera, realizan la santificación del hombre [soteriología], y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro [doxología]» (SC 7c).



-«En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero (+Ap 21,2; Col 3,1; Heb 8,2)» (5C 8).



-«Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Esta presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: «Donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20)» (5C 7a).



La liturgia, obra de Cristo y de la Iglesia



Todo el pueblo cristiano es sacerdotal, la comunidad reunida en torno a Cristo forma un sacerdocio santo, un linaje escogido, un sacerdocio real, un pueblo destinado a proclamar entre los hombres la gloria de Dios (1Pe 2,5-9; +Ex 19,6). En el Apocalipsis, los cristianos que peregrinan hacia la Jerusalén celeste, especialmente los mártires, son llamados sacerdotes de Dios (1,6; 5,10; 20,6). Y esta inmensa dignidad les viene de su unión sacramental a Cristo sacerdote. Así Santo Tomás de Aquino: «Todo el culto cristiano deriva del sacerdocio de Cristo. Y por eso es evidente que el carácter sacramental es específicamente carácter de Cristo, a cuyo sacerdocio son configurados los fieles según los caracteres sacramentales [bautismo, confirmación, orden], que no son otra cosa sino ciertas participaciones del sacerdocio de Cristo, del mismo Cristo derivadas» (STh III,63,3).



Pues bien, en la liturgia Jesucristo ejercita su sacerdocio unido a su pueblo sacerdotal, que es la Iglesia. Y «realmente en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b). Cualquier acción litúrgica, concretamente, como enseña Pablo VI, «cualquier misa, aunque celebrada privadamente por el sacerdote, sin embargo no es privada, sino que es acto de Cristo y de la Iglesia» (enc. Mysterium fidei 3-IX-1965: EL 432; +LG 26a).



La misma vida cristiana ha de ser una liturgia permanente. Si hemos de «dar en todo gracias a Dios» (2Tes 5,18), eso es precisamente la eucaristía: acción de gracias. Si le pedimos a Dios que «nos transforme en ofrenda permanente» (Anáf. III), es porque sabemos que toda nuestra vida tiene que ser un culto incesante. Así lo entendió la Iglesia desde su inicio:



La limosna es una «liturgia» (2Cor 9,12; +Rm 15,27; Sant 1,27). Comer, beber, cualquier cosa, todo ha de hacerse para gloria de Dios, en acción de gracias (1Cor 10,31). La entrega misionera del Apóstol es liturgia y sacrificio (Flp 2,17). En la evangelización se oficia un ministerio sagrado (Rm 15,16). La oración de los fieles es un sacrificio de alabanza (Heb 13,15). En fin, los cristianos debemos entregar día a día nuestra vida al Señor como «perfume de suavidad, sacrificio acepto, agradable a Dios» (Flp 4,18), «como hostia viva, santa, grata a Dios; éste ha de ser vuestro culto espiritual» (Rm 12,1).



Por otra parte, todos los cristianos han de ejercitar con Cristo su sacerdocio en el culto litúrgico, aunque no todos participen del sacerdocio de Jesucristo del mismo modo. En efecto, «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente, y no sólo en grado, se ordenan sin embargo el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige al pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo, y lo ofrece en nombre de todo el pueblo de Dios. Los fieles en cambio, en virtud de su sacerdocio real, concurren a la ofrenda de la eucaristía, y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante» (LG 10b).



Consideremos, pues, ahora los modos diversos como Jesucristo, sacerdote celestial, ejercita con la Iglesia su sacerdocio en la liturgia de la palabra, de la oración, de los sacramentos y de la eucaristía.



Cristo en la palabra



Verdaderamente Cristo celestial «está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura; es él quien nos habla» (SC 7a). «En la liturgia Dios habla a su pueblo; Cristo sigue anunciando el evangelio» (33a). En las celebraciones litúrgicas la Iglesia esposa escucha no sólamente lo que Cristo esposo le habló hace veinte siglos y fue consignado por los evangelistas, sino que ella escucha lo que el Esposo le habla hoy al corazón: es él mismo quien «nos habla desde el cielo» (Heb 12,25).



El Señor nos habla porque nos ama, y hablándonos nos comunica su Espíritu. Nosotros, los hombres, no hablamos a cualquiera, al menos de temas altos o asuntos íntimos nuestros: hablamos a quien más amamos. Y la palabra humana es el medio más apropiado que tenemos para comunicar a quien queremos nuestro espíritu, nuestros espíritu humano, por supuesto. Pues bien, el Padre, entregándonos al Hijo, su palabra plena, nos habla porque nos ama (Heb 1,1-2; Jn 3,16); y, como dice San Juan de la Cruz, «en darnos como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya -que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar» (2 Subida 22,3). Y el Padre celestial, dándonos enteramente en la encarnación su Palabra, nos comunicó así plenamente su Espíritu Santo.



Recordemos que hemos sido engrendrados «por la palabra de la verdad» (Sant 1,18), «por el Evangelio» apostólico (1Cor 4,15; +1Pe 1,23). La Palabra que así nos ha vivificado, comunicándonos Espíritu divino, es palabra viva y eficaz (Heb 4,12), purificadora (Ef 5,26), acrecentadora (Hch 6,7; 12,24; 19,20), salvífica y segura (13,26; 2 Tim 2,11; Tit 3,8), que ningún poder humano puede encadenar (2 Tim 2,9).



La Palabra divina brilla en la liturgia de la Iglesia con su mayor potencia y claridad, y actúa en los fieles con sacramental eficacia de gracia. Dice el Vaticano II: «En los Libros sagrados, el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos; y hay tal fuerza y eficacia en la palabra de Dios, que constituye el sustento y vigor de la Iglesia, la firmeza de fe para sus hijos, el alimento del alma, la fuente pura y perenne de la vida espiritual» (DV 21). No sólo de pan de trigo, ni siquiera de pan eucarístico, vive el hombre, sino que «vive de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3; Mt 4,4).



Hemos de acoger la Palabra litúrgica con la misma devoción con que recibimos los sacramentos. Hemos de comulgar a Cristo-palabra, como comulgamos a Cristo-pan: él, de los dos modos se nos entrega, nos alimenta, se hace presente en nosotros, nos vivifica, nos comunica el Espíritu Santo. San Agustín decía: «Toda la solicitud que observamos cuando nos administran el cuerpo de Cristo, para que ninguna partícula caiga en tierra de nuestras manos, ese mismo cuidado debemos poner para que la palabra de Dios que nos predican, hablando o pensando en nuestras cosas, no se desvanezca de nuestro corazón. No tendrá menor pecado el que oye negligentemente la palabra de Dios, que aquel que por negligencia deja caer en tierra el cuerpo de Cristo» (ML 39, 2319).



Un gran valor de la espiritualidad cristiana está en saber escuchar la Palabra divina con un corazón atento y abierto, y no sólo las lecturas bíblicas, en ese misterioso hoy de la liturgia («hoy se cumple esta escritura que acabáis de oir», Lc 4,21), sino también la predicación («el que os oye, me oye», Lc 10,16). Escuchar a Jesús como María de Betania



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Segunda parte

Tercera parte

Cuarta parte

Quinta parte









Revista Arbil nº 71-72



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No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa en medio de los accidentes de la vida que tienes dentro de ti una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino, alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir; y sea cuales fueran los sucesos que sobre ti caigan, sean de los que llamamos prósperos o de los que llamamos adversos, o de los que parecen envilecernos con su contacto, manténte firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre.

(Angel Ganivet citando a Seneca en Idearium Español)

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